Anemoscopio Cronopio

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Otro dia del idioma

A PROPÓSITO DE LA CELEBRACIÓN DE OTRO DÍA DEL IDIOMA.

Don Quijote de La Mancha desde la historia de la nobleza en España

Por John Jaime Estrada González*

Don Alonso Quijano, ome hijodalgo (literalmente, hijo de alguien que tiene propiedades) se da el lujo de tener su biblioteca personal. Al igual que casi todos sus iguales, disfruta su ocio leyendo con pasión libros de caballería y así fatigaba días y noches sin término. Mientras se dedicaba a tan altos menesteres, por toda España sucedían motines, revueltas sociales y no pocas ejecuciones. Aquellos alzamientos eran contrarrestados, bien fuera por los nobles (a veces con ayuda de bandoleros) o por el rey, pero siempre de manera violenta; ¡no eran pocos los colgados! Los años aciagos de finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII, quién lo creyera, fueron sólo el principio de peores y nacientes conflictos, no solo en España, sino a lo largo y ancho de Europa. Unos años después de publicada la segunda parte de Don Quijote, se desencadenaría la mal llamada por la historiografía, «Guerra de los treinta años».

Puesto que don Alonso, soltero («frisa la edad de los cincuenta años»), ya no tiene nada que perder, ¿quién habría de heredar su patrimonio material e inmaterial? Un día decide armarse caballero; y como lo hicieron Alejandro y el último rey alfonsí, tampoco precisó de algún padrino. También arma escudero a Sancho, uno de sus campesinos; monta su rocín y sale de su terruño errabundo con su perro del que jamás se volverá a hacer mención en la novela. Sabemos que no sale en busca de justas o torneos (la edad ya no le era propicia) impropios de un caballero de cuantía; sino a impartir justicia, como lo hacían los personajes de sus libros.

Don Alonso, cambia su nombre por el de Don Quijote de La Mancha, el cognomen toponímico-señorial. Su prospección es la opuesta a la instalada en la violencia caballeresca de su época, ya por entonces en total descrédito. Lo impelían los caballeros de la literatura; el único espacio verificable en el que había vivido el caballero prototípico; es decir, el hombre valiente y cortés que protegía a los débiles y a las mujeres, un justiciero. Desde más o menos el siglo VIII en Europa, los textos que instauraron el actuar del caballero en las nacientes literaturas, le concedieron un espacio de esperanza pública. Ocho siglos más tarde es el personaje de una novela y ¡qué novela!

Por cierto, Don Quijote ha sido manipulado como el personaje idealista de la literatura española; paradójicamente, la vida de su autor, Miguel de Cervantes Saavedra, fue también un cúmulo de aventuras, nada idealistas, y sí de armas; tal como podemos verificar hoy en la documentación disponible. En efecto, por ser el trasunto de un hombre en aquella época, su personaje se le impuso y lo devoró hasta el punto de configurar el adjetivo quijotesco. A propósito de esto escribió un historiador: «Cervantes ha dicho el adiós irónico, cruel y tierno, a aquel modo de vivir, a aquellos valores feudales, cuya muerte en el mundo han preparado sin quererlo los conquistadores (…) El secreto del Quijote está en esta dialéctica original del imperialismo español» (Vilar, Pierre. Crecimiento y desarrollo).

Cualquier persona afirma con toda seguridad que Don Quijote estaba loco de remate, loco de atar. ¿Otro loco de la literatura, al estilo de Rolando? Pues bien, las obras literarias por aquel entonces ya tenían una fecha de publicación. Así que ellas nos recuerdan que Don Alonso Quijano pertenecía a ese reducto de hidalgos carentes de toda jurisdicción. Todo lo cual quiere decir que habían recibido un título para impedirles cualquier mínimo deseo de ir contra el rey; no digamos la monarquía, para que suene más personal. Por ello muchos segundones y desplazados por el mayorazgo sucumbieron al título nobiliario villano, «señor del campo», como le gustaba a Borges llamar a Don Quijote; el equivalente a ser un miembro de la baja nobleza. Tenemos que la expansión de la nobleza ya estaba configurando su lenta y belicosa desaparición.

Haciendo una genealogía, desde los alfonsíes el crecimiento de una nueva nobleza iba en aumento, tal y como lo podemos verificar en los estudios sobre aquellas épocas; enervando obviamente, a los que la poseían en línea patrilineal, según ellos, otorgada directamente de Dios. Ya a nadie sorprende el largo recorrido de contiendas, enfrentamientos y odios entre nobles. En un esfuerzo por legislar y hacer de la caballería una institución (no entiendo cómo algunos estudiosos afirman que una clase social), Alfonso X (1225-1284) «el rey sabio», legisló ampliamente, hasta en los detalles, sobre el modo de ser y proceder de la caballería, tal cual se puede cotejar en su legislación castellana, El Espéculo y Las Partidas.

De un lado, tal como lo sostiene Carl Schmitt, se trató también de una teología política. En realidad, por toda Europa hubo una nobleza que se calificaba de sangre noble, uradel (nobleza antigua) desde la creación del mundo. Por esto, en el siglo XVI, particularmente en España, acentúan su descendencia visigoda. Nada menos que descendiente directa de aquella teocracia. Se consideraban a sí mismos los herederos de La Tierra, seguidores de Cristo y la Iglesia. Pero, de otro lado, ¿quién puede hacer gobierno con quienes creen que han recibido de Dios su dignidad y su poder? La historia de Roma, desde muchos siglos antes al XVII había estado transida por sangrientos enfrentamientos entre porfirogénetas aspirantes al papado.

En el caso de Castilla, el rey Alfonso X, «El Sabio», encontró que la nobleza castellanoleonesa era un impedimento para el ejercicio del poder real (rex legibus solutus, el rey no está sujeto a las leyes) y cuando esa figura entra en crisis, enfrenta a ese sector nobiliario. A partir de entonces se posibilita la condición para radicalizar también, el uso de los vínculos teológicos del monarca. Es cuando la cancillería recibe los graduados del studium palentino y profesionaliza su quehacer legal, produciendo la legislación castellana del «Rey Sabio». Por tanto, «con Alfonso X se multiplicaron los notarios reales y también los alcaldes de la corte pasaron a ser transmisores de la iussio real en la producción documental, además de otros individuos que ‘han de judgar en la Corte’».

 

En aquella coyuntura, la monarquía necesitaba centralizar su jurisdicción y apropiarse de la legislación civil. Para lograr esto el rey no podía enfrentarse a la nobleza «vieja», de allí que su estrategia fue conferir la nobleza, dienstadel (nobleza nueva), a otros segmentos sociales, bien fuera por méritos, el valor mostrado frente a los enemigos o su formación intelectual y artística. Para ello se valió de la cancillería y de los oficiales profesionales: notarios, «maestros de decretos y leyes», llegaron a ella.

Al ampliar la base nobiliaria, el rey buscaba legislar centrípetamente; pretendía eliminar los fueros regionales que interferían en el poder monárquico. La legislación comienza invocando la conexión directa entre el rey y Dios. Después venían los títulos y las leyes que concedían al rey la potestad de conferir nobleza a través de los actos significantes que operaban en el ritual. Luego vendría el registro en los libros, los diplomas que a bien tenía el monarca para estos oficios, rigurosamente guardados en su cámara privada.

Una vez que el monarca recibía homenaje, a través de un ritual, ante él se postraba el recipiendario de nobleza. El noble besaba la mano al rey y después, el recién ennoblecido, recibía la venia de quienes lo atestiguaban. De tal manera que el reconocimiento del nuevo noble recaía sobre los otros nobles y la llamada nobleza vieja no los reconocía; ese fue siempre un agudo problema. El título de noble no operaba ningún cambio en la naturaleza del recipiendario, no era un acto sagrado. La nobleza, aunque conferida bajo la legislación real, sometía a la salvaguarda el reino y la ley de Dios; no se puede olvidar que hubo jerarcas eclesiásticos nobles. De esa manera, el noble se crea una esperanza de salvación, por decirlo así. Con ello confluye en la corte con príncipes, escolares y caballeros que a fin de cuentas, también le guardaban lealtad al rey.

Alfonso XI (1312-1350) al superar la minoría de edad, es coronado rey de Castilla y encuentra uno de sus más aguerridos enemigos en el ilustre Don Juan Manuel, hermano de su bisabuelo, Alfonso X. Ni más ni menos que uno de los autores más reputados dentro de la literatura del siglo XIV en Castilla. A todas estas, él recogía la voz de muchos para desechar esa nobleza, en sus palabras, «advenediza» a la que el monarca inteligentemente supo darle un lugar simbólico con el único fin de no verla en el bando de sus enemigos. Pese a ello, la monarquía no lo logró y así fue en los años anteriores a Don Quijote.

Por otro lado, Alfonso XI revivió el ideal de la caballería. Creó la orden de La Banda para «agenciar» al conjunto de mercaderes de las ciudades. Pero como lo dijo Le Goff, «en la ciudad, el dinero es rey». Cualquiera podría pensar en los términos metafóricos de esa corta afirmación, pero nadie dudaba de ese «nuevo» poder. En verdad, los burgueses se van a la ciudad y saben que su fuerte está en su bolsa, «que abre más puertas que cualquier llave», tal cual lo declara el arcipreste en el Libro de buen amor. La inteligencia del monarca fue reinventar la caballería, institución que no puede vivir sino a condición de estar reinventándose. Inviste caballeros y con ello los constituye en «capital simbólico», aunque la expresión suene anacrónica por no estar —en aquella época— en el capitalismo.

¿Cómo podemos entender en perspectiva el párrafo anterior? Se trata de una de las maneras a través de las cuales las monarquías europeas lograron su fortaleza y su conformación como poder central. En este caso, no se trató de un fenómeno acontecido en la península ibérica, antes bien, fue el derrotero común de otras monarquías europeas en su ambición de subsumir todo el poder y con ello tener la fortaleza que les permitió enfrentar sus enemigos a muerte; literalmente, ese era el destino de quienes los enfrentaban.

Podemos estar equivocados si pensamos que eran los campesinos o los más desposeídos los acérrimos enemigos de la monarquía. Estos, como siempre, ponían los muertos, sirviendo a sus señores, tal cual, así siempre había ocurrido. Lo cierto es que el noble que les daba la paga era quien enfrentaba al rey. De tal manera que cuando en el siglo XIV, leemos en los contextos eclesiásticos del Libro de buen Amor, que una de las funciones de los arciprestes era mediar entre los bandos de caballeros armados que se enfrentaban, por el poder municipal, no nos sorprende que estos bandos se agruparan desde el territorio modélico de las parroquias. Los caballeros resolvían los conflictos políticos ejerciendo la violencia que se constituía en monopolio del poder.

Para analizar esta compleja situación en perspectiva histórica, es preciso ver el aumento de la población urbana como generador del crecimiento económico. En efecto, la demanda de bienes se suplía en las ciudades, para lo cual se entraba en relaciones de producción diferentes al vasallaje o señorío agrícola. Por consiguiente, crecía el número de mercaderes asociados a los talleres de artesanos, confeccionistas de vestuario y gremios productores de bienes, así fueran suntuarios, como la joyería, la platería. ¿Cómo podían auto representarse socialmente esos nacientes burgueses, sin antecedentes de sangre? ¿Quiénes eran ellos? En una sociedad que circula a través de élites, no se reconocían sólo como hombres encumbrados únicamente por el dinero o el nacimiento, aunque a decir verdad, sólo esto les permitía tener bienes suntuarios: casas solariegas con bibliotecas personales; servidumbre e hijos educados en las universidades.

Tal como lo sabemos, aquella no era la sociedad ideológicamente orientada para un cristiano que únicamente tenía dinero. Pues bien, aunque los burgueses poseían los medios económicos que confieren poder, carecían de los componentes significantes que les dieran un lugar en el largo y penoso juego del mismo. Aquella era una sociedad elitizada o gentrificada, tal cual se la denomina hoy; así fue la sociedad de los últimos siglos de la llamada Edad Media. Con la naciente burguesía la sociedad contrae nuevas maneras de movilidad social y por ello los burgueses necesariamente tienen que elitizarse; mucho después ya vendrían las formas de hacerlo. Tal cual fue el derrotero de la caballería nueva hasta la época de Cervantes.

Alfonso XI avizoró la potencialidad de esos burgueses que inclinaban la balanza social y nada le debían a la nobleza. El monarca se invistió caballero a sí mismo, creó la Orden de La Banda y con ello no le prestó homenaje a nadie; por ahí derecho nombró caballeros y extendió dicha orden para acoger a esos hombres buenos, que reclamaban figuración social. En realidad, la orden de la caballería fue muy tardía y representó a un segmento de esa burguesía que, en su enunciación performativa, quedaba también aliada al rey. Por ello que las cofradías urbanas, con sus cartularios, códigos morales y normas, quedaron neutralizadoas ante la distinción de ser un caballero. Naturalmente, la caballería implicaba mantener caballo y armas, amén de un vestuario cada vez más ostentoso que desató la ira del rey, quien prohibió usar el oro, paños finos, la púrpura y la suntuosidad en el vestido a los caballeros u hombres buenos. Así legalizó sus privilegios hasta en el modo de vestir, anejas a todas las demás prerrogativas de la familia real.

Los Trastámara también sintieron la tentación de crear su orden de caballería y los Austria no la evitaron. Hoy en día, podemos admirar en la sala de armas del Palacio Real, gran parte de la escudería de Carlos V y los Austria. Algo obsoleto para la época, pero válido en la práctica de los torneos y los desfiles militares o posar para un pintor. ¿Por qué es risible en Don Quijote lo que no resulta ser para los reyes? En realidad, estamos hablando de las mismas armaduras de los caballeros aguerridos y justicieros. Don Quijote, un caballero villano, no tenía cómo costearse las lujosas armaduras que Desiderius Helmschmid o Kolman diseñaron para Carlos V; tampoco las que Wolfgang Grosschedel construyera para su hijo Felipe II; así que se arma a sí mismo caballero y desprovisto de jurisdiccionalidad alguna, asume el ideal caballeresco, aquel que siempre había vivido en los libros, no la pragmática que representó la actuación caballeresca en aquella España imperial.

Después de todo, aquel no fue un acto de locura, claro, para un siquiatra lo es. De allí entonces que nos remitamos a la manera como el historiador Pierre Vilar analiza esto: «hay que situar la crisis decisiva del poderío español, y, con mayor seguridad todavía, la primera gran crisis de duda de los españoles. Y no olvidemos que las dos partes Del Quijote son de 1605 y 1615. (…) Esta forma de demoler en cinco palabras todo un efecto oratorio será el procedimiento favorito (muy calculado esta vez) sobre el cual se construirá el Quijote. Ha llegado el tiempo en que España va a confrontar sus realidades con sus mitos, para reír o para llorar». La vinculación de Cervantes a la situación de España con esta extensa novela, que él llama breve, sigue siendo objeto de estudio. Durante décadas predominó la crítica marxista de la teoría del reflejo y desde ella se leyó la obra. Posteriormente, asumiendo alguna validez en los estudios marxistas, se desechó la teoría del reflejo por su carácter físico, ya que su marco teórico de aproximación postulaba un principio estático, ya que desde él la obra literaria era concebida como un recipiente al que se vaciaban las estructuras económicas, políticas y sociales.

Otro acercamiento a la obra postuló su lectura como una actividad entre autor, lector y texto. Entonces se planteó la teoría de la reinstauración de la sociedad en la obra, no su reflejo, lo que incluye autor, texto y lector. En esa visión se hace gala de la fragmentariedad, lo inacabado de todas las obras literarias; puesto que no pueden abarcar la totalidad de la sociedad y mucho menos la del escritor. También se desterró el sicologismo. La vertiente especular en el análisis de la obra literaria salió finalmente de los estudios literarios y el lector quedó privilegiado.

Don Quijote, como paradoja, comparte con Erasmo, el autor de El elogio de la locura (1509), la peculiaridad de ver la sociedad desde lo que para todos es un trastoque, es decir, concebir la vida desde el predominio de la justicia, la caridad, el amor. Por supuesto que Cervantes está muy lejos de aquellas iluminaciones salidas de las cartas paulinas. Aún en su época, Cervantes está muy distante de tales predicamentos, pero no su personaje Don Quijote; por eso se inviste caballero, vela las armas y sale con su escudero a hacer justicia, tal cual como le fue dado a los nobles caballeros que andaban enfrentando los males sociales, pero de manera exclusiva, sólo en los libros de caballería.

Para aquel entonces, el naciente estado tendía a centralizar; empezaba a monopolizar, por ejemplo, el ejercicio de la violencia. Aunque no cabalmente, ahora sólo se justificaba en defensa del Estado; pero, en sentido contrario, Don Quijote, carente ya de jurisdicción, se aferra a los libros y tratados de caballería que abundaban, pero no eran las únicas lecturas de su época. Es de notar que la novela picaresca había logrado posesionarse de manera canónica en la literatura española. El famoso pícaro, Guzmán de Alfarache, agotaba ediciones y con él las imitaciones del género que reinstauraba de muy buena guisa, la sociedad española. Por consiguiente, Don Quijote se da cuenta del mundo que lo circunda: «despierta una mañana bajo un racimo de bandoleros ahorcados y rodeado de otros cuarenta vivos, ‘por donde me doy a entender —dice— que debo estar cerca de Barcelona’. ¿Se trata de un cuento? No, es la exacta realidad. Más todavía: es precisamente entre 1605 y 1615 cuando hay que situar la fase aguda del bandolerismo catalán» (Pierre Vilar).

Don Quijote es un cincuentón, el tipo de caballero de aldea, villa o ciudad que no es convocado en un modelo de revitalización de la caballería, pero él ha sabido muy bien observar el modelo caballeresco y se da cuenta de su fracaso. No admite ningún mérito en esa política de un estado de caballeros que sólo rinde culto al rey, pero del que no derivan ya ninguna normativa que les confiera un ámbito de esperanza social. Están ahora más lejos de los desprotegidos, los débiles y la justicia ya no ocupa ningún lugar en sus ejecutorias.

Don Quijote pertenece al grupo de hidalgos que tienen poco y pueden muy poco para su época; aún así, ya con qué objeto van a buscar la cercanía al rey. Por eso, retirado a sus dominios rurales se convierte, de algún modo, en «un hidalgo de gotera», en la medianía, (léase, mediocridad) sin poder interferir en nada con la política del rey. A todas estas el ejército ya ha cambiado. Como si fuera poco, sobre los caballeros pesa ahora el haberse levantado en comunidades contra el poder imperial. Don Quijote ve que se arma ahora un nuevo ejército que se acerca a la profesionalización, a un cuerpo permanente, desprovisto de iniciaciones, pactos o lealtades en el ámbito de la llamada Escuela de Alba. Por consiguiente, al final de una decepción está la vuelta a casa. Don Alonso Quijano regresa para buscar el cura confesor, testar y morir como buen cristiano.

Sabemos que cuatro años después de publicada la segunda parte del Quijote, Felipe III «emite una cédula de abolición de la caballería de cuantía. Es decir, de la caballería burguesa basada en las ciudades importantes de España, precisamente por el poder económico que han obtenido y que amenaza la integridad de la economía regia». Pero ya don Quijote había muerto y es precisamente cuando su locura empezó a inquietar a los lectores, quienes la convirtieron en la mejor novela producida en Europa.

El viejo hidalgo, en un lugar de La Mancha, pasaba los días de claro en claro consumiendo libros de caballería, ese fue siempre el lugar de la caballería: los libros. Por eso en el mal llamado «nuevo mundo», la representación épica de la conquista tuvo en Hernán Cortés, Pizarro y otros, esos reductos de la caballería extremeña que viajó con sus libros. Finalmente, el ciclo de Amadís de Gaula fue la obra de lectura de la baja nobleza y de los buenos hombres que siempre supieron, a toda costa, que la caballería sólo era cuestión de libros; en esas estaba Don Alonso Quijano, leyendo cuando se hartó de que aquello no fuera verdad y por eso se inviste caballero, vela sus armas y sale como caballero andante, para «las lágrimas o las risas».

Tanto el pueblo como Don Quijote, en aquellos años de pestes, carencias y hambrunas, sintieron alguna simpatía por aquellos jefes de cuadrilla estigmatizados en la documentación oficial. Los levantamientos contra el rey estaban ahora patrocinados por todos los actores sociales. A todas estas los caballeros ya ni ellos mismos se creían que lo fueran, con lo cual, igual que aquel señor del campo, se dieron cuenta que la caballería había sido sólo cuestión de libros y eso no lo quiso reconocer y mucho menos aceptar, Alonso Quijano, por eso salió dos veces a ejercer la caballería.

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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura medieval en The Graduate Center (City University of New York , CUNY). Es PhD. en literatura medieval castellana en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Columnista de la revista literaria Revista Cronopio. Miembro honorario del CESCLAM-GSP, Medellín. Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor». Es autor de la tetralogía «De la antigüedad a la Edad Media».

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