Acronopismos y otras delicatesen Cronopio

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Criaturas perversas

CRIATURAS PERVERSAS

Por Manuel Cortés Castañeda*

para la mujer que insiste en que me ama

la rama

sueño que estoy junto al árbol donde pasaba mis días cuando niño… ahí me escondía del mundo y de mí mismo… siempre bien alto en la misma rama que ya no podía vivir sin mí y yo sin ella… yo era algo así como su pájaro para ella y ella mi jaula…

solo que esta vez no está, ha desparecido, la han cortado a ras del tronco… un corte perfecto y casi fugaz…

cierro los ojos como antes lo hacía y bajo y subo cuantas veces quiero y cuento rama tras rama y todas están… solo falta la mía… mi rama…

la cicatriz que ha quedado es grande, pero ha cicatrizado bien… la mía, al contrario, está más abierta y viva y todavía sangra y se desangra…

La potranca

Recuerdo que ya había aprendido a montar a caballo. Lo hacía a pelo y casi siempre sin cabezal y sin freno. A veces tengo la sensación extraña de que aprendí a montar a caballo antes de aprender a caminar.

Lo cierto es que era un niño que le gustaba ver a los caballos cogiéndose a las yeguas al atardecer. También a los toros y a las vacas y en ocasiones a los venados que venían a beber al río. Me sentaba en una piedra enorme que estaba en un potrero y todas las estrellas se dibujaban en mi cuerpo y quemaban con una delicia que nunca he sabido cómo escribir. Los toros eran rápidos como un relámpago. Los caballos se tomaban más tiempo como si les pesara demasiado su verga desproporcionada. Los venados parecían muertos de amor.

Ese día, que sigue vivo en mi memoria como si fuese hoy, montaba una potranca tan hermosa como mis sueños. Durante esa época todo en mí manaba el zumo de la delicia. Me detuve ya casi al atardecer. Ya había estrellas en el firmamento. Me bajé. Busqué una piedra. Llevé la potranca. Me subí a la piedra temblando y feliz. Mis ojos ahora estaban a la altura de su órgano maduro. Sudaba intensamente y palpitaba haciendo un sonido como de labios enamorados que se chupan y se muerden…

Todavía no recuerdo si ese día amaneció. Busqué otra piedra más alta que me permitió tumbarme sobre sus ancas… casi amarrarme a ellas haciendo un nudo que aun hoy en día no he podido desatar… el agujero estaba caliente y goteaba el cansancio del galope del día… creo que le metí la mano y después todo el brazo hasta la madre, como hacemos cuando ayudamos a un potrillo a nacer. Después el río se salió de su curso, y la piedra se vino a pique como un naufragio, y la potranca relinchaba obediente y casi divina como un juguete enamorado de las manos de un niño…

cuentos para niños 1

que por qué sigo durmiendo debajo de la cama y me refugio en la algarabía de los niños y huyo de los adultos dando tumbos y casi ciego… y que por qué paso horas enteras detrás de la puerta como si esperara a alguien todo el tiempo, o hubiera olvidado algo… y que es absurdo que a esta edad los rayos y los truenos y las tormentas me hielen la sangre y me dejen a la deriva buscando de mil formas hacerme roca, lluvia, sombra, o uno cualquiera de ustedes para poder sobrevivir…

acaso ya no recuerdan que sangré por primera vez en la misma tierra donde ustedes se desangraron por primera vez… y que desde muy niño vi que los ríos eran de sangre y las tormentas y los rayos y los relámpagos golpes de sangre, aullidos de sangre, fantasmas de sangre, cadáveres que se desbordaban y bajaban con la creciente, también hechos de sangre y animales muertos que sangraban sin cesar y heridas y machetazos y balazos y traiciones y lamentos y venganzas y odios que llovían como grandes gotas de sangre, estallidos de sangre, lágrimas de sangre, que no dejan de caer, cada vez más enormes, monstruosas y que arrecian, y se hinchan y se desbordan y lo sangran todo de un líquido pegachento y espeso del color del crepúsculo, del color del odio, del abismo, del color de la muerte…

y yo inundado, desangrado, debajo de la cama, maniatado, amarrado a mis fantasmas con dientes y uñas, cocido de cuerpo entero en lo más íntimo del miedo, lamiendo mis heridas, cegado y sangrado y destazado hasta lo más recóndito de mi intimidad, y solo para sobrevivir una noche más, otro cadáver sangrando en el río, en las tormentas, en los residuos del tiempo, los despojos de la cama, el aullido del último agujero, la última grieta, el ultimo hueco del sueño… otro amanecer que anochece sangriento y vaciado y degollado…

y el río y la lluvia que arreciaban y se desangraban y cada vez más cadáveres apilados en el borde de la cama, empujados, metidos, apeñuscados, miembros y cabezas cercenados y órganos todavía calientes, y olores sangrientos de esos como solo puede oler el odio, metiéndose por todas partes, el odio empujando por todas partes, rasgándome la piel, arrancándome las entrañas, lamiéndome los últimos intestinos de la muerte…

y yo siempre amarrado, bien atado y anudado debajo de la cama, como nadie, como nunca, como todos, como nada… siempre debajo de la cama, velando y malgastando como un condenado a muerte, ciego y mudo y desnudo y cada vez más desplumado, atravesado en el instante que también sangra y se desangra y busca refugio y se acomoda como una criatura herida a mi lado, agarrándose al calor de mi intimidad…

acaso se les olvidó que sangramos el mismo día en la tierra que nos vio por primera vez desangrarnos de placer y de dolor y de odio…

venta en el mercado

mi madre tenía una venta de frutas en el mercado y los padres de muchos de mis amigos y amigas también… frutas de todos los colores y sabores, extrañas en sus formas y en su origen

y solíamos ir antes y después de la escuela al mercado a comer cuanta fruta alcanzábamos a comernos, y otras nos las metíamos en los bolsillos, y en el maletín junto con los libros, las más olorosas y jugosas, y de salida, a la carrera, entre risas y miradas furtivas, nos robábamos otras tantas que nos empujaban a llegar a la escuela más felices, más enamorados, más henchidos de placer y de sueño extraños

y fueron tantas las frutas, y tantas las veces que fuimos al mercado y comimos, nos untamos, nos hartamos, y tantas las que nos robamos y escondimos y refundimos y perdimos en nuestra carrera del placer y de la dicha, que aun hoy en día llevo su olor y su sabor y sus colores untados en la delicia de mi carne, mi respiración, mis secretos, los rincones más perdidos de mi intimidad, mis manos, mi mirada, mi silencio

y todos los días como antes, como siempre, de la mano de mis amigas, vuelvo al mercado cada vez más, y como y me unto y me robo cuanta fruta puedo delante de un espejo, y quiero creer que tengo un alma, un espíritu, solo para saber que también lo que no tengo huele y sabe y se ilumina lo mismo que los olores y colores y sabores que me unto en mi intimidad, cada noche, antes de irme a la cama

nosferatu

hoy más que nunca como cuando niño quiero ser vampiro… pero no por esos delirios que tienen los poetas de ser eternos, de sentarse al lado de la divinidad, incluso si se trata solamente de limpiarle los zapatos para siempre…

tampoco se trata de morder un cuello delicioso y delicado que se dobla y se entrega, hasta que la sangre de la presa nos ahonda en los pozos de la intimidad… lo cierto es que mi pasión por los cuellos fue otra y otros los pozos de mi intimidad…

ser murciélago tampoco es mi obsesión y mi deseo… desde muy niño me cortaron las alas y a los murciélagos mis amigos los cazaban y los crucificaban y les daban de fumar antes de arrancarles la vida. además, también nací ciego, pero sin radar…

no se trata por ningún motivo, tampoco, de echarme a dormir todo el día y salir en las noches a merodear y acechar como un perro hambriento, ya que en el lugar donde yo nací no existe el día… solo la oscuridad de vivir a cada instante pegado al regazo de la muerte…

y mucho menos se trata de querer llevar por todos lados la peste, empobrecido por un cenáculo de ratas… pues ese es un papel que solo le queda bien al Flautista de Hamelin que buen servicio les hizo a sus huéspedes despareciendo para siempre una manada de criaturas perversas…

no… nada de eso, y nada de lo que cada uno de ustedes, quizás, pueda estar pensando, ahora, en este mismo momento, mientras yo escribo lo que ustedes —quizás— nunca leerán…

quiero ser vampiro, solamente para no poder verme cuando sienta la tentación de mirarme en el espejo… el mismo espejo donde tantas veces se miraron mis amantes…

leyenda

últimamente me siento como los murciélagos hasta tal punto que, poco a poco, me he ido acostumbrando, más y más, a vivir con los ojos cerrados… dicen que los murciélagos viven en la oscuridad porque sienten horror de mirarse y reconocerse en el espejo del día, donde antes consumían su tiempo contemplando su belleza… su desnudez tan cerca del abismo y tan febril…

y el cuento de las cuevas donde dicen que se esconden es solamente el deseo de una pasión de amor, que se quedó en veremos, que no pudo consumar sus últimos quejidos, su último espasmo, su último silencio una vez el espejo del día se hizo trizas… y el eco aún se duele y se lamenta en el fondo del olvido…

y el radar que llevan clavado en la intimidad, en sus sueños más perversos, es solo un mecanismo que les ayuda a encontrarse a ellos mismos… que les ayuda a evitar a tiempo la tentación de volver a sumergirse en las aguas quietas de su propia mirada…

eso dicen y tantas otras historias dicen y repiten, pero ninguna como la mía… yo solamente quiero ser murciélago porque cuando niño, para mí, los murciélagos eran los únicos pájaros que se quedaban despiertos durante la noche, y me cuidaban y me acompañaban en medio de la oscuridad…

y cuando acosado por los fantasmas y el horror —de ser comido y digerido por la nada—, me quedaba dormido debajo de la cama, ellos también se quedaban dormidos conmigo en las esquinas del horror…

ella

se acercó, casi en vilo, de puntillas, se inclinó ligeramente, fugaz, como si no quisiera romper un hechizo, un secreto tanto tiempo guardado y refundido y me quitó el lápiz de la mano, con el que sobrevivía una página llena de tachones y borrones y miserias, y arriba, en la esquina derecha de la hoja, bien al borde, dibujó un corazón,

tan pequeño, casi nada, casi un soplo de luz en las tinieblas, y aunque podía verlo nítido en su pequeñez exagerada, poco a poco fue desapareciendo de la esquina, —mientras yo lo miraba—, hasta quedar en nada… solo un pisotón, una mancha de amor en mis pupilas

y de repente, como ocurre en el circo, en un número de magia, ella también había desaparecido —ya no estaba—, y después el lápiz y finalmente yo y los borrones y los tachones y todas las miserias, quedando solamente en la página unas manchas diminutas de sangre, como cuando las pulgas pican y se hartan toda la noche y las picaduras manchan las sábanas, el silencio, el amanecer…

cosas de animales

cuando me canso de lo poco que soy, de las migajas que caen de la mesa del delirio, sueño y pretendo que soy uno de esos personajes de los cuentos de hadas que se transforman con una sola mirada, un beso, un hechizo de amor, una silaba que destetamos en el momento preciso, un secreto que de repente se revela o se encabrona, una caricia, una pérdida irreparable, un sinsentido, un absurdo y tantas veces un simple capricho, un simple azar…

transformarse de repente en un sapo es mi sueño preferido y quedarse cantando toda la noche en el pantano, tu pantano, bajo las estrellas… qué maravilla, qué ilusión, qué deseo no querría ser tal sapo y tal pantano y canto y noche y solo estrellas y tanto azar…

y entonces un atardecer, bajo una lluvia copiosa a la vera del deseo, bien perfumado y acicalado, sales a refrescar las verrugas, el absurdo, las caricias y los besos y el amor… y a la espera de la princesa que todavía no es más que pedazos en los remolinos del sueño y del delirio para que te recoja y se apasione y te suspenda en el aire de una sola pata y te bese…

y pasa que la princesa que nos ha sido asignada en el libro, en uno de los párrafos, en la última línea, para que nos dé el beso y desnudos —una vez despiertos— nos esconda en los brazos, sin saberlo, se ha equivocado de camino, de libro, de párrafo, de línea, de situación, y lo que aparece es un príncipe de otro libro, otro párrafo, otra línea y te besa pensando que eres la rana del cuento que a él le asignaron para hacerse con su princesa y regresar a su castillo muerto de amor…

y entonces resulta que te despiertas también desnudo, desamparado, todavía casi sapo, en los brazos de un amor que no es el tuyo y una historia que no es la tuya y ya no te queda de otra que ser princesa, aunque nunca lo serás… y con la vana esperanza de volver a soñar…

cosas de niños

salió y, como siempre, a la misma hora de siempre, se quedó de pie en el porche de la casa… la calle estaba vacía, el aire quieto, el tiempo mudo… tuvo la sensación de que la calle siempre había estado vacía y que no era como siempre la misma calle de siempre…

sintió, pensó, sufrió, que era la primera vez que estaba ahí en el porche de la casa, de pie, sin palabras, sin mirada, sin golpes en la memoria y como si algo o alguien le murmurara al oído en silencio que no estaba… que todavía no había entrado ni salido de la casa… que todavía no se había quedado de pie en el mismo lugar de siempre en el porche de la casa…

abrió la puerta y entró y volvió a salir de inmediato solo para asegurarse que era él mismo el que había entrado y salido y que era la misma puerta de siempre y la casa de siempre y el porche de siempre y la calle de siempre y el aire de siempre y el tiempo de siempre y lo que le faltaba y lo que no estaba de antes que de siempre…

otra vez en el porche en el mismo lugar de siempre, casi reclinado, suspendido, empujado, miró observó, quiso tocar y vio que el porche no estaba… abrió la puerta y quiso entrar otra vez, pero la casa no estaba… echó a correr intentando escapar calle abajo, pero la calle no estaba…

cerró los ojos y se tocó de pies a cabeza todavía levantado, casi maltratado, desvanecido… como queriendo reconocerse, recordarse, olerse, encontrar al menos la última sílaba de su nombre…

abrió los ojos lento como si esperara un milagro, ese milagro en el que nunca hemos creído pero que pensamos que ahora creemos, y vio que en el porche solo había una mecedora enorme y vacía moviéndose indiferente en el aire quieto…

criaturas perversas

hoy tuve ganas de estar conmigo, como si me hubiese perdido y de repente me hubiese encontrado y me reconociera, me alegrara, aunque me queden mis dudas, mi asombro, mi silencio, mis miradas furtivas…

sin embargo, creo que soy el mismo, aunque un poco más delgado y como fugaz… un poco más intempestivo, impredecible, indiferente…

me tomé entre mis brazos, una vez ya no quedaba nadie, y me acaricié, como cuando lo hacía de niño… derrame pedazos de mi intimidad en el silencio, como cuando lo hacía de niño, tantas veces, y tardes, y a escondidas… como cuando lo hacía de niño…

y me desnudé ante el espejo y vi que era el mismo, aunque un poco más pálido, ausente, fragmentado… y de repente siento como si tuviera una espina clavada en el corazón… como si mi mirada fuera mi propia mirada, pero no lo fuera…

y el niño no se asoma por ninguna parte, por ninguna grieta, por ninguna herida… se perdió, o quizás se quedó escondido en un corazón que nunca fue mío ni lo será…

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* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

2 COMENTARIOS

  1. Increiblemente hermoso y delirante. Manuel es un poeta a lo Rimbaud pero ya liberado de sus ataduras.

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