Escritor invitado

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AMANTES

Por José Ignacio Escobar*

«Si la vida te da más de 5 razones para seguir…
Se fuerza la máquina de noche y de día»
(Manu Chao, 5 razones).

Supuestamente la vida era eso: salir con los chicos al parque, jugar, verlos gritar, reír, montar en bici, correr tras el perro. En ese entonces no se hablaba de rupturas, de conflictos. Las familias compartían en Navidad, todos sonreían; había camaradería, hasta felicidad. Al inicio la vida sí era eso; luego no. Porque sentimos que no teníamos que posar como la pareja feliz que no resultamos ser.

Hoy sé que no pudimos esconderlo más. Era imposible después de tantos años. También influyó, claro, que con los días nos volvimos más descarados. Inventábamos cualquier tontería con tal de salir de casa. Siempre hay posibilidades: una fotocopia, comprar leche, pagar alquiler, ir al banco, en fin. Medíamos a la perfección el tiempo mientras estuviéramos fuera. La treta estaba montada.

Con los años acomodó cada uno su rutina, aunque nunca quisimos aceptar que había alguien más. Era tonto, la verdad, pero nos vimos envueltos en ese manto católico y pacato de nuestras familias, en el que no se habla de lo que no anda bien. Para el cura, para nuestros padres, éramos la familia modelo, exitosa, carente de conflictos. Y entre nosotros también.

Hasta el momento en que dejamos de disimular. Incluso muchos días hasta le respondí con indirectas a él, cuando aducía tener que salir al banco, a pagar no sé qué cosas descabelladas. Yo inventé multas inexistentes por conducir sin los papeles al día y logré escapar de casa mañanas enteras. Todo lo sabíamos, pero no quisimos ponernos en la película detectivesca, no queríamos gastar un solo peso en corroborar lo evidente. Bastaba asomarse al balcón, y darse cuenta de que él salía en dirección contraria a la que había dicho. Yo no me esmeraba tampoco por salir en la dirección correcta.

Y seguimos, y los hijos aprendieron muy bien la lección. Los defectos suelen aprenderse de maravilla. Ellos callaban, como todos. «La ley del silencio», dicen por estas tierras. «La ley del terror», también repiten.

Los años no necesariamente traen éxitos. Somos muchas las que nos acomodamos. Mi madre, para no ir más lejos. Tal vez a ella también mis abuelos le vendieron el cuento. Así es, no aprendemos. Ella aguantó con papá, resignada. Era una época para aguantar. Seguro al inicio hicieron el amor, se deseaban. Luego solo tenían sexo. Más adelante no había misterio para nosotros, sus hijos. Ellos aprendieron también otra lección: los padres no follan, después de los 60 no se habla de sexo, no se tiene sexo. Y no faltaría el comentario de mamá: «su padre ya no me toca».

Aunque miento. Yo no me acomodé. Él tampoco. Por eso ahora cada uno anda por su lado, aun cuando compartimos la misma casa. La maldita mascarada después de tantos años sigue incólume. Lo peor es que no tengo fuerzas para deshacerme de ella. ¡Es todo tan tranquilo cuando mientes! ¡Tu vida se vuelve tan acomodaticia cuando lo haces! Es muy sencillo, más cuando encuentras una pareja que lo hace tan maravillosamente bien. Un día estaba tomando unos tragos de whisky y, apenas entró en casa, quise ser lanzada:

—¿Por qué no te vas? ¿Por qué seguimos juntos a sabiendas de todo?

Él me miró perplejo. Cualquier espectador que hubiese mirado su expresión habría asegurado que yo lo había desconcertado con un reclamo que no venía a cuento. Porque no transmitió preocupación, era más bien una inocencia callada, ni siquiera un ceño fruncido, no, no había en su rostro enfado.

—¿De qué hablas?

No me salieron las palabras. Era el peso de los años, de padres soportando, de madres sumisas, de hacer todo a escondidas, de llevar vidas insatisfechas porque no aceptábamos haber cometido un error al habernos casado; debíamos seguir «hasta que la muerte nos separe». A diferencia de nuestros padres, habíamos dado un paso: teníamos amante. Tal vez la próxima generación, es decir, nuestros hijos, después tuvieran la valentía de desaprender esta tontería y decidieran romper, crear algo nuevo, darse la oportunidad de vivir una vida feliz, de amar a alguien sin pena, sin pesos ancestrales, con convicción, con carácter. Sabía que el ser humano aprendía muy despacio, sí, esa era nuestra condena. No éramos tan hábiles como ciertos animales.

Por eso le respondí, dejando mi vaso de whisky sobre el vidrio que cubría la mesa de madera, donde, debajo, había una bella carpeta tejida por mi abuela, de color blanco:

—No sé, cariño. No sé de dónde vienes. Olvida mis tonterías.

—Cómo que de dónde, ¿no leíste el mensaje que te envié al móvil?

Claro que lo había leído. Respiré unos segundos y tomé el último trago de whisky. Él se sentó a mi lado en una silla; estábamos en la sala que estaba a la derecha, justo después de la puerta de entrada. Al recobrar mi aliento, sentí que no era capaz de traspasar ese límite. Todo de nuevo lo vi como debía estar: él a mi lado, dándome una caricia en la mejilla, los chicos en la alcoba, viendo la tele, y la casa en ese barrio donde las familias como nosotros salían al parque a pasar la tarde sentados en las bancas de madera mientras los más pequeños montaban sus triciclos, jugaban pelota y comían algodones de azúcar.

***

El presente cuento hace parte del libro inédito Parejas, del mismo autor.

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* José Ignacio Escobar (Medellín, 1979). Escritor y editor. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Máster en Edición de la Universidad Complutense de Madrid. Publicó en 2010 Historia de un hombre que soñó (Hombre Nuevo Editores). El mismo año obtuvo el Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán, con el libro Tiempo de zozobra. Finalista en 2017 del I Concurso de relatos Yarning (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Gobierno de España). Ha colaborado en diferentes medios nacionales e internacionales, como la revista Comunicación, Letralia, Libros & Letras y el Literario Dominical El Colombiano. Ha trabajado como corrector y editor en España y Uruguay. Actualmente es colaborador del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República y trabaja como corrector de estilo para varios Fondos Editoriales.

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