Mundópolis: Crítica de la sinrazón impura

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ANATOMÍA Y CRÍTICA DE LA REALIDAD Y DEL REALISMO: ENTRE EL REFERENTE, LO VIRTUAL Y LO EFÍMERO

Por Jorge Machín Lucas *

Vivimos en una sociedad obsesionada con el confortable anclaje en la realidad en lo público y en lo privado, una que conformista y hedonistamente no quiere deconstruir lo aprendido para detectar errores de conocimiento. El problema es que, bien pensada, esa realidad no existe como tal, es tan solo un producto deturpado por la combinación de lo que nos permite percibir nuestro programa genético lleno de interferencias de nuestra imaginación, de nuestra educación, de nuestros deseos, de nuestras emociones y de nuestras limitaciones. No hay un referente real único para nosotros. Además, somos incapaces de absorber y de conocer el todo por completo y a un mismo tiempo a causa de nuestra pequeñez, de nuestra movilidad, de nuestra inestabilidad y de nuestra subjetividad. También el hecho de que dormimos, soñamos y morimos puede llevarnos a la sospecha de que todo esto, la vida, ha sido una ficción con muy poca realidad tangible, un pequeño y efímero islote de mínimos sentidos en el gran piélago de la eternidad. Estas ideas no en vano han influido a muchos artistas e intelectuales.

Ello también nos lleva a concluir que el realismo, descendiente o producto suyo, como método artístico de aprehensión de esa realidad es insuficiente y muchas veces un engaño, un modo de calmarnos momentáneamente de nuestra insignificancia y de nuestro escaso saber. Es toda una ética de mínimos frente a una archirrealidad, compuesta de lo perceptible y lo no perceptible, mayor e inabarcable pero no por eso no imaginable o no representable. Si no, véanse los ejemplos de la novela experimental de un José María Guelbenzu (1944) o de las pinturas de un Antoni Clavé (1913–2005) o de un Miquel Barceló (1957), en los que se combinan lo sensorial, lo infrasensorial y lo ultrasensorial de manera más coherente y menos anárquica de lo que parece en su representación de lo interno y de lo externo del controlado caos cósmico que la de la impostada representación realista de un logos y de un ontos o ser tangible, tan llena de inexistentes totalidades, precisiones, límites, contornos, estabilidades y equilibrios.

Más generoso con el movimiento realista y tal vez partiendo de la idea de que en algún momento fue más inteligente y honesto, Terry Eagleton considera que este ha entrado en una crisis epistemológica en tiempos de la postmodernidad, una era que nunca acaba según se ve en su ensayo The Illusions of Postmodernism, publicado entre Oxford, UK, y Malden, Massachusetts, USA, por Blackwell Publishers Ltd. en 1996 (páginas 14–5). Lo que parece ser cierto es que el realismo ya nació con esa crisis o carencia intelectual y con muchas posibles aporías, inviabilidades de orden racional y contradicciones irresolubles. La más importante de estas ha sido aspirar a explicar y a suplantar al ser desde el arte, a darle vida más allá de la muerte desde el artificio. Lo representado, como las firmas o los nombres, nunca da vida a nadie y a nadie le conmueve como si estuviera ante un ser humano. Nunca lo encarna. Asimismo, si tenemos en cuenta que el ser es una entidad de esencia relativa y tal vez artificial o ficticia, algo que la misma muerte podría demostrar, eso anularía por segunda vez ese intento de perpetuarlo con vida ya que nunca la tuvo en puridad.

Estas ideas no son tan peregrinas o de filosofía barata de eruditos a la violeta. Para Robert Scholes, en Semiotics and Interpretation, publicado en New Haven and London por Yale University Press en 1982, el realismo, o la verosimilitud, es un «estándar evaluativo» de la ficción (página 72), la cual se mide desde su escala. No obstante, esta ficción no es solo la artística sino que es también la vital producida por una percepción falsa, limitada o aumentada. El realismo, que ya nació mermado y deformado para sintetizarla y representarla, deviene en pura infraficción tratando a otras ficciones de (ir)reales y artísticas. La primera de estas es la que lo ha engendrado virtual y relativamente. La cuestión es que solo juntando ese micro o pseudorrealismo con la ficción se puede aspirar a representar la archirrealidad, o archiirrealidad si esta fuese virtual, un espacio que comprende lo afirmado y lo dudado o negado tanto por la ciencia como por la religión, tantas veces opuestas entre sí pero tantas otras complementarias. Como se puede inferir, toda reflexión (meta)artística implícitamente nos lleva a callejones sin salida de tipo ontológico y gnoseológico a causa de nuestro desconocimiento metafísico sobre las causas primeras del ser.

De vuelta a la reducida y (anti)natural naturaleza del realismo, cabe insistir en que su representatividad es personal, es parcial, está rota, está descentrada y es plurivalente. Aunque simule criticarlo centrándose muchas veces en las problemáticas de las clases bajas, se ha vendido al poder al rebajar su semiosis, su gramática, su semántica, su amplitud léxica, sus connotaciones y su profundidad conceptual con miras a ser entendido por todo el mundo. De este modo, la gente media no aumenta su capacidad intelectual ni crítica y son menores las probabilidades de que salgan entre ella ideas nuevas y rupturistas que desafíen al statu quo. Lo adoran y fomentan los políticos, tanto de las izquierdas revolucionarias o regenerativas como de las derechas reaccionarias o caritativas. Todos ellos prefieren el argumento fácil de entender que defiende, enseña y expande sus tesis, las que les benefician. Este es un cóctel de combinaciones y permutaciones de los mismos temas de siempre. Sería soporífero y rápidamente perecedero si no fuera por el estilo, que da un marchamo individual a cada obra y la hace superar la prueba del tiempo al constar de muchas más variables lingüísticas. En términos similares opinaba, por ejemplo, Juan Benet (1927–1993) en su libro de ensayos La inspiración y el estilo de 1965 (Madrid: Alfaguara, 1999).

Con el imperio de lo argumental, se educa para repetir lo acostumbrado. En el compromiso y testimonio social hay básicamente contemplación, exposición y hasta, directa o indirectamente, algunas veces regodeo al convertir en materia estética el sufrimiento desde fuera de él. El compromiso se quiere vender a un comercio artístico que ha de apuntalar la maquinaria económica del Estado criticado al que le interesan más las finanzas que la educación. Produce y publica para unas masas que en su mayoría lo van a ignorar. Dice que quiere educarlas aunque en realidad acaba convirtiendo a sus pocas víctimas en conformistas intelectualmente por su escaso poder intelectual camuflado bajo la palabra «comunicación». Pocas veces produce conciencia social porque produce o entretenimiento o aburrimiento. Sus escasos lectores o público se acaban distanciando de su mensaje y solo lo sienten cuando lo experimentan en carne propia. El auténtico desarrollo intelectual está en la imposición de una progresiva dificultad, sin pensar tanto en la economía. Hay que buscar artes de minorías que se han de ir expandiendo lentamente hacia las mayorías para elevarlas en el plano intelectual. De estas saldrán nuevas minorías que liderarán ese proceso de nuevo. Esa es la clave de la evolución humana.

Conviene no olvidar estas ideas: el realismo artístico nunca llega a las masas a las que dice que quiere educar por mucho que baje su nivel de dificultad. A las mayorías les seducen más el dinero, el poder y el hedonismo. El arte sobre todo ha atraído a minorías de gente procedente de ambientes altamente educados o a otras que se han refugiado allí tras perder la gran batalla física de la infancia en las escuelas ante los más fuertes, los cuales lo han despreciado generalmente por ser un espacio de débiles, de sensibleros, poco práctico y con poco futuro crematístico. Es siempre tan minoritario dentro de sus mayorías y con tan lento y poco poder de persuasión y de convicción que no puede ofrecer lucha ni transformación social suficientes por mucho que diga que refleje y denuncie la realidad. No puede en su presente ni con el gran capital, ni con las jerarquías, ni con la clase política, ni con su corrupción, ni con las fuerzas antientrópicas del Estado ([para]militares, policía…), ni con sus constituciones, ni con las religiones, ni con las mafias. El realismo son gritos (estéticamente depurados) si no en el desierto sí en la sabana.

Su lenguaje aspira a ser preciso, comunicativo y efectivo y para ello incurre muchas veces en una aparente denotación sin objetos estables ni ciertos y sin gran perspectiva global ni parcial. Selecciona entre variables muy reducidas por la experiencia personal, por el gusto y por el interés. Todo esto lo hace débil, insuficiente, sesgado, falso, mendaz, lisonjero y servil a la percepción común y a la razón pactada, más aceptadas a pies juntillas, sin cuestionar nada, que de manera crítica, lógica y analítica. Es la manera de comunicarse, entre arrogante e ingenua, del fotógrafo verbal, del científico teórico, del historiador, del jurista y del artesano. Ella se opone a la humilde, fuerte, exigente, expansiva, penetrante y educativa del visionario, del religioso, del místico, del filósofo y del artista, los cuales expanden nuestra realidad o más bien invaden las lindes y los terrenos no percibidos por la media de los humanos, aunque pertenecientes al campo de lo real. Esa es la infra o ultrarrealidad que sumada a la percibida conforma el todo de lo creado, a saber, la archirrealidad.

El realismo, con sus carencias, se jacta de (re)presentar lo ya conocido y lo no realista. Con sus intuiciones, anhela no solo (re)presentar sino también convocar e incluso a (re)crear lo desconocido con materiales de lo ya conocido. El primero subraya lo ya sabido y el segundo (re)escribe a mayor tamaño o con nuevos tipos de letra lo sabido y lo no sabido en conjunto y solapándose parcialmente. El uno hace comparar, pensar y memorizar y el otro repensar, imaginar y soñar. El uno, que aparenta cuestionar, busca satisfacer ajustando y manteniendo un nivel y el otro busca incomodar para elevarlo y trascenderlo. El uno se prostituye a los designios de la masa y de su amo el mercado y el otro hace algo similar con la élite intelectual y con sus dueños: el orgullo de clase y el resentimiento frente a la monótona y triste (ir)realidad. El uno, cual ciencia práctica, desarrolla lo que ya ha funcionado y lo que parece ser rentable; y el otro, cual ciencia básica o pura, investiga e innova mirando el beneficio futuro de la humanidad en aras de acelerar su evolución hacia una mejoría en las condiciones de vida y hacia el hipotético fin ideal de la historia.

Siguiendo este contexto ideológico y sociocultural se puede llegar a las siguientes conclusiones acerca de la realidad y del realismo:

1.- El realismo no solo nunca es total sino que es muy limitado, dado que es producto de una selección arbitraria, interesada o incapaz de partes de lo perceptible, a las que ingenuamente llamamos «lo real» y que bien pudieran hasta ser virtuales. Además, le falta lo imperceptible, sea esto real o virtual. Sin duda, al depender de los límites sensoriales, de una tradición negociada e incompleta y de imperfectas, motivadas o caprichosas estrategias de representación de algo muy superior a nuestros sentidos, se convierte automáticamente en una falacia.

2.- En el realismo no hay centros puros de sentido. En él todo es centro y márgenes ya que representa el caos controlado del mundo. En él todo está centradamente descentrado, todo es unificadamente disperso, todo es centrípetamente centrífugo.

3.- La línea entre lo exotérico y lo esotérico, la realidad y la ficción, la figuración y la abstracción y lo práctico y lo teórico es muy relativa, difusa, imprecisa y cambiante. Depende de la negociación de diversos niveles de percepción y de sus ritmos de evolución o de involución y eso dificulta su representación cabal en términos tan prácticos como universales. Esto se manifiesta de manera diferente en el pretendido realismo metacinematográfico, sea este el del cine de Abbas Kiarostami (1940–2016) o el del de Andrzej Wajda (1926–2016), o en el cine psicológico, de proyecciones mentales, de disociaciones o distanciamientos de la realidad y de realidades hipersubjetivas, de Christopher Nolan (1970) o de David Fincher (1962).

4.- Aunque aparente criticarla, el realismo es descendiente directo de la injusta, dañada y enferma razón pactada, llena de non sequitur o de razonamientos inconsecuentes acerca de la naturaleza global de lo que nos rodea. Se lo debe todo a ella, a esa lógica tantas veces prostituida al servicio del poder, de la ideología o de los intereses de los que han nacido más fuertes, más ricos, en mejores familias o más cerca de los centros de poder político y económico. Por eso, sus ataques se centran desde la letra, que es más débil que las armas, y por eso reduce su nivel: aparenta acercarse a la mayoría pero a un mismo tiempo entorpece, nubla y minimiza su potencia crítica para no afectar en demasía a un Estado conformado más desde la fuerza que desde el diálogo.

5.- Todos construimos y modelamos la realidad y el realismo pero acaban imponiendo su interesada interpretación de ella los vencedores, aquellos que se hacen llamar a sí mismos y a sus productos «Estado», «razón», «lógica», «orden», «ordenamiento jurídico» y «sistema». Los vencidos, por su parte, la aceptan y se la creen por miedo de ser castigados.

6.- La realidad y el realismo también son representados por la ruptura de la referencialidad y de la figuración mediante la abstracción. Es una realidad superior, lo archirreal. Esta combina la percepción común, la científica y la materialista con la infra o ultrasensorial de los intelectuales, de los artistas, de los utópicos, de los idealistas, de los espiritualistas, de los raros, de los locos y de los discapacitados. Estas últimas percepciones no son únicamente inferiores sino que son otras visiones fragmentarias del infinito. La percepción aparentemente normal también está atomizada y es limitada en cantidad y en calidad. No hay tanta diferencia.

7.- Sea real o virtual la realidad, ella y el realismo son tan efímeros para nosotros que lo único que importa de verdad es la inexistencia, solo representable mediante la intuición y la abstracción.

8.- El realismo tiene poco poder para cambiar la realidad y para ejercer un poder pedagógico en masa ya que la mayoría de la gente está poco interesada en el arte y en la cultura y generalmente los usa como meros pasatiempos. La aplicación de estas vías de conocimiento ha sido muy escasa e intrascendente en un mundo basado en la competición y en la depredación capitalistas. Por tanto, el arte debiera centrarse más en explorar el misterio que nos puede redimir.

9.- El realismo, un constructo antinatural, nunca representa el tiempo cronológico, ni el durativo de la conciencia, ni el fluido de la historia. El suyo es un tiempo estático y congelado, sin sincronía ni diacronía —solo evoluciona la mirada que sobre él se posa y su único gran diálogo es con una tradición (ir)real—, artificial —tal vez como el vital—, fracturada —quiere representar un fragmento de «realidad»— y no racional —la razón pactada lo desprecia—. Nos satisface porque, al detener e idealizar el tiempo del fragmento, subconscientemente calma y justifica nuestra ignorancia del todo de lo creado. Solo la abstracción que procede de la figuración se hunde más allá de este fragmentado entramado de collages y de falencias, de engaños o de errores.

10.- Aunque presuma de referencialidad, de remitir a partes de lo real y de representarlas, el realismo está plagado de elementos autorreferenciales que se vinculan a su propia naturaleza artística como artefacto estético. Su estilo y sus cronotopos o articulaciones espacio–temporales (término del crítico Mikhail Bakhtin [1895–1975]) están depurados, cuidadamente descuidados. Es producto de la (pre)meditación y de la tradición.

En conclusión, el realismo, el naturalismo (su versión pseudocientífica) y el costumbrismo (sus retratos) representan a la auténtica realidad, incluso menos que la abstracción ya que esta recoge su información desde lo perceptible y la expande hacia lo infra o ultraperceptible. En este caso, la intuición pretende ser una expansión de la razón acordada socialmente y de lo empírico. Por ello, se pueden considerar como incluso menos realistas las novelas entre el realismo y el naturalismo de un Benito Pérez Galdós (1843–1920) o de un Leopoldo Alas «Clarín» (1852–1901) que la novela experimental de un José María Guelbenzu (1944), que el teatro y el cine de un Fernando Arrabal (1932), que la poesía mística de un Juan Ramón Jiménez (1881–1958), que la surrealista de un Federico García Lorca (1898–1936) o que las intimistas de un Luis Cernuda (1902–1963) o de un Francisco Brines (1932).

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* Jorge Machín Lucas es catedrático de estudios hispánicos de la University of Winnipeg. Se licenció en filología hispánica en la Universitat de Barcelona, en donde cursó también estudios graduados y escribió un trabajo sobre la obra novelística de Juan Benet. Se doctoró en la Ohio State University en literatura española sobre la obra poética de José Ángel Valente. Trabaja temas de postmodernidad, de intertextualidad, de irracionalismo y de comparativismo en la novela, poesía y ensayo contemporáneo español. Fue profesor también cuatro años en la University of South Dakota. Es autor de libros sobre José Ángel Valente y sobre Juan Benet, aparte de numerosos artículos sobre estos dos autores y sobre Antonio Gamoneda, además de un par sobre Juan Goytisolo y Miguel de Unamuno, entre otros.

 

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