EL MELANCÓLICO TRIÁNGULO
Por Eduardo Escobar*
Entre las agrupaciones humanas la más enigmática es la orquesta sinfónica. En todo caso, es la más jubilosa. Unos sujetos vestidos como para una cena de mucho bombo, armados con unas máquinas inútiles en apariencia que tan solo sirven para gemir o bufar, se entregan a producir sonidos efímeros, que se lleva el viento.
Y obedecen sin hacer críticas, ni ofrecer resistencia, al ritmo, al tiempo que marca un hombre subido en un podio, al mando con una vara de madera que agita como si estuviera loco. ¿Cuál es el único músico que no suena? Adivina adivinador. El director de orquesta. Y sin embargo es el que tiene la sartén por el mango.
En últimas la interpretación, el color y la emoción de la sinfonía o el concierto dependen del humor de ese caballero, frenético pero mudo, de su traducción caprichosa del cucaracheo de los signos del papel pautado que los otros siguen con un ojo mientras lo observan con el otro confiados en su criterio.
La orquesta sinfónica es la culminación de un largo proceso desde las agrupaciones de los tiempos de Bonporti y Vivaldi. La humana locura de inventar con los siglos añadió otras voces, instrumentos de caza y de guerra y pastoreo, de madera, de bronce, y de plata, y a veces le arrimó al colegio el escaparate mágico del piano o la monstruosidad del órgano de mil gargantas.
La gordura alcanzó su máxima expresión en los compositores del romanticismo que se empeñaron en llenar los teatros con los ríos de su infancia, las tormentas de su juventud, rayos y centellas, y hasta las guerras de Napoleón y las batallas entre los dioses antiguos.
Entonces las orquestas se hincharon hasta la elefantiasis con Wagner, Liszt, y Berlioz. Y Tchaikovski que llegó al exceso de disparar cañones en una overtura famosa como si el estruendo no fuera suficiente. Y sobre los cañones, añadió campanarios.
Uno no sabe a quién admirar más en la maravillosa conjunción de voluntades. Si a los opacos oboístas, los brillantes flautistas, los violoncelistas que proyectan sombras sobre los piropeos de las violas, a los contrabajistas cavernosos que sirven de humus al jardín o a los que soplan a dos carrillos, trompas y trompetas como Eolos. El primer violín hace de mayordomo del hiperactivo hombre del podio. Y al final a veces merece incluso una venia suya y un apretón de manos mientras el respetable echa un ¡hurra!
Siempre me inspiró mucha lástima un personaje en la orquesta. Detrás de todos como si no existiera, circunspecto, y ocioso. El hombre, a veces una mujer, del triángulo. El de los timbales espera su turno tardío a veces a su lado, el momento de su alarde tan breve casi siempre.
Pero el triángulo, humilde entre todos, prescindible casi, parece menor incluso que el tipo de los platillos con sus dos soles estridentes abiertos como esperando una mosca. El de los timbales tiene con qué decir lo que se le encomienda con su formidable batería. El de los platillos, rechina, y se hace oír. Pero son incomparables con el triángulo y su voz de monja recién profesada.
La disciplina de la orquesta sinfónica parece excesiva. Parece una inutilidad obligar a permanecer desde el comienzo de la obra a esos postergados. Quizás deben hacerlo para justificar los honorarios. De otro modo podrían esperar detrás de bambalinas tomándose un trago o jugando una tranquila partida de póquer, mientras llega su hora.
Pero no.
Deben presentarse en el escenario desde el comienzo, a la misma hora que los demás, con el traje de etiqueta y el corbatín. Es absurdo. Y después de hacer tín, tin, tin, uno, como cualquier paletero de la calle, chin, el otro, brrrum, el tercero, si no los necesitan, debería permitírseles marcharse a casa con sus niños, a mimar sus mujeres y sus mascotas. Casi todos tienen un gato.
Pero deben quedarse hasta los aplausos, para compartir la miel de los aplausos que los otros en la orquesta merecen cada uno según sus méritos, incluso el de la batuta, que no suena, y que ellos, sin duda, comparten con vergüenza, por tan poca cosa como les dejan.
Tal vez esos músicos modestos manifiestan contra el orgullo, allí, contra el protagonismo desaforado de casi todos en este mundo.
Ellos, (pero sobre todo el triángulo), son ejemplos de humildad en una tierra enferma de demasías. Reminiscencias de un orden y unos tiempos cuando la gente cumplía su deber aunque fuera pequeño sin sentirse menospreciada. Sin envidiar los papeles imperiales, protagónicos, los más brillantes y estentóreos.
En la posmodernidad las ganas de destacarse son la peste. Y la peste lleva diversos nombres: codicia, afán de éxito, voluntad de poder. Y desgraciamos el mundo con el desafuero. De modo que honor y gloria a los timbales y los platillos. Y sobre todo, mis respetos, allá, atrás, casi tragado por los pliegues del telón de fondo, como paradigma de modestia, humildad, desinterés y carácter, al discretísimo encargado del mínimo triángulo.
Por la seriedad que pone en su trabajo, debo suponer que conoce la bíblica promesa que dice que los últimos serán los primeros.
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* Poeta, periodista y escritor colombiano. Nació el 20 de diciembre de 1943 en Envigado (Antioquia). Es cofundador del movimiento literario Nadaísta en 1958, junto a Jotamario Arbeláez, Gonzalo Arango, Amílcar Osorio y Alberto Escobar Ángel, entre otros. Realizó sus estudios en el Seminario de Misiones de Yarumal. Ha publicado varios libros de poemas y ensayos, entre los que se destacan: “Invención de la uva” (1966), “Del embrión a la embriaguez” (1969), “Cuac” (1970), “Confesión mínima” (1975), “Correspondencia violada” (1980), “Nadaísmo crónico y demás epidemias” (1991) y “Ensayos e Intentos” (2001). Como columnista en el diario El Tiempo obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 2000, por su columna llamada “Contravía” que publica desde hace más de 20 años. Además ha escrito en otras publicaciones como El Espectador, Revista Cambio y revista SoHo.