Literatura Cronopio

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PRESAGIO DE MUERTE

Por: Juan Guillermo Jiménez Moreno*

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Después de haber detenido su mirada en un retrato de “Schan”, su hijo, que guarda al lado de una estampita de San Martín de Porres, el santo de su devoción, (dizque para que lo contagie de su santidad) pone su cara al espejo con un rictus de desconsuelo, luego lanza sus marchitos ojos a la mariposa negra que hace tres días la acompaña, y que, desde el día en que llegó, no se ha movido del techo.

“Schan”, inútilmente, a petición suya, estuvo tratando de alejarla con una escoba. Afuera, las lechuzas entonan la melodía de su feliz desdicha. Con el  cha – cha – cha – de las arrastraderas se acerca a una ponchera con agua, y humedece su cara con ambas manos. Una gata en celo maúlla en el tejado al tiempo que el reloj de la iglesia de San Germán, con sus campanadas, anuncia la media noche.

Vuelve sus ojos hacia la mariposa y se santigua en señal de que comprende su mensaje. Se acerca nuevamente a la ponchera, y esta vez bebe agua con el cuenco de la mano derecha. Va a la cocina con el mismo cha – cha – cha, destapa, una a una, las ollas vacías. Toma un cuchillo y prueba su filo con la yema del dedo pulgar. El silencio es interrumpido por un estallido que viene de afuera, pero, a ella parece no importarle. Los perros del vecindario ladran sin cesar. La mujer sigue reburujando en la cocina, abre la alacena, y la desazón se dibuja en su rostro al no encontrar la libra de panela que le mandó ayer su amiga Virgelina. “Schan” debió habérsela llevado —piensa—. Hoy, igual que muchas otras noches, se tendrá que acostar sin merendar. Penetra en su habitación, una luz mortecina que alumbra una pequeña estatua de San Martín de Porres, difícilmente le permite ver para caminar, mira por la ventana. El pavimento húmedo brilla con la luz que le lanzan las lámparas. Los celadores, con la cachucha en la mano, están tomando tinto en la esquina, su hijo no está con ellos como suele hacerlo a esa hora.

Enciende un cigarrillo para distraer el hambre. Alarga la mano instintivamente para
encender el radio, pero, se le va más hondo de lo que pensó, porque no recordaba que “Schan” había alzado con el. Era lo último de valor que quedaba. Contrariando las súplicas de su madre, “Schan”  todo se lo había ido llevando en los últimos años para venderlo por naderías o canjearlo por aguardiente y marihuana.

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Como anunciando lo que sucederá cuando raye el día, el cielo se resquebraja con un trazo irregular, todo se impregna con una desvaída luminosidad azulosa muy fugaz, después viene el estruendo y, detrás de éste, otros sucesivos de menor intensidad como si se tratara de una hecatombe. No hay estrellas en el firmamento. Comienza a llover con fortaleza, al poco rato está diluviando. “Schan”  está sentado en un arrume de adobes que hay en el corredor de la casa de doña Trinidad Aristizabal, la última que se encuentra antecitos de las escalas para ascender al cerro “El Volador”. Sus dientes castañetean de frío, el ojo que le queda (el otro se lo tumbó Jhon Casimbo de un machetazo en represalia porque lo aventajó en el reparto de lo que le robaron a un repartidor de quesitos en el barrio) lo tiene como un coágulo sanguinolento.

El aroma de la marihuana que hace años fuma mezclada con picadura de cigarrillo Pielroja le sale por los poros de su magra anatomía. Su estado físico es francamente deplorable, su cara está desinflada, sus pómulos sobresalen. Un amonado bigotito apenas se insinúa. La camisa desabotonada deja ver su tórax cubierto de vellos y el abdomen con innúmeras cicatrizaciones. Después de beber el último trago de media botella de aguardiente la deja caer al suelo sin que se quiebre y, seguidamente, saca otra, sin descorchar, que tiene guardada en una oquedad del arrume de adobes, la tumba sobre ellos y escarba insistentemente con sus dedos el bolsillo de la camisa.
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Su cara pálida se ilumina con el relampagueo que viene del cielo, en ella se aprecian algunas de las muchas huellas que le dejaron los plomazos que le metió Albeiro Cañaveral, “El Mono”, en el granero “El Son Catorce” del barrio “Las Mercedes”, porque no le quiso pagar un pucho de marihuana. Fueron siete, todos los que estábamos en la esquina, los contamos. Lo dimos por muerto. Ninguno tocó fondo, parecía que cuando le llegaban a la piel rebotaban, porque al otro día estaba en la misma esquina con la cara remendada.

Con mano temblorosa extrae del bolsillo de la camisa un “varillo” que tiene armado, y luego de escupir, lo aprieta entre los labios para prenderlo. Su cara se ilumina con la llamita del fósforo. Su mente viaja a épocas pretéritas, recuerda el día en que por primera vez quemó un “marihuano”. Salía del Liceo de la U. de A. cuando un estudiante de sexto se lo regaló y le enseñó a chuparlo. Aquel día llegó a su casa con los labios tumefactos, una risa incontenible y comió con apetito voraz todo lo que encontró en la cocina.

La tormenta ha disminuido, pero, continúa lloviendo. En lejanía se ve pasar un sirenazo y en las ramas del eucalipto del frente está el lúgubre ulular de las lechuzas que noche a noche bajan del cerro “El Volador” en busca de los ratoncitos que pululan en el basurero del barrio.

“Schan”  sigue pensando. Se dice para sus adentros: hoy no tuve necesidad de pedir la “liguita” a nadie. Ese radio alcanzó pa’ mucho. Es bueno dejar descansar la gente. Mañana les caigo. Hey parcerito tírese ahí la liga pa’ pasar este guayabo.

“Schan”  coloca el “cachito” humeante sobre un adobe para poder destapar la botella de aguardiente, de la cual bebe directamente un trago que se le chorrea por la comisura de los labios. Le alarga la mano con la botella al celador que está observándolo, y le dice con voz pesada: ¡Empújese uno pa’l frío! Scahn no entiende lo que le farfulla el sereno, quien continúa su marcha, metido en su ruana impermeable dejando caer gotas de lluvia al pavimento.

Tres estallidos impidieron que “Schan” cogiera de nuevo el cigarrillo de marihuana que había soltado para destapar la botella. Esta vez los plomazos si fueron realidad.  Dos hilos de sangre manan de su frente y se desplazan por la cara hasta perderse en la nuca. Por su boca sale sangre espumosa. Sus labios no volverán a pronunciar palabra alguna.

3

Ansiando el día en que pueda acostarse a dormir tranquila, la mujer se arrellana en la mecedora con los brazos en cruz entrelazando los dedos detrás de la cabeza. Sus varices comienzan a dolerle con el frío y tiene que cubrirse las piernas con las medias que usaba su hijo, “Schan”, cuando jugaba al fútbol en el equipo de Invatex.
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Con el fru – fru – fru  de su bata de dormir, deja la mecedora y se acerca a la ventana a ver chorrear el agua de las tejas de las casas vecinas. Su mirada gris es el reflejo de una profunda tristeza. No es la primera vez que ve el crepúsculo esperando a “Scahn”. A esta hora, baja, muy despacio el primer bus de Palenque-Robledal que va para el centro de la ciudad, aún lleva las luces encendidas y se detiene en la esquina, con el motor en marcha, a esperar unos pasajeros que vienen del lado de la iglesia. La mariposa se despega de su sitio y, después de dar varias volteretas por la habitación, golpeando las paredes con sus anochecidas alas, encuentra la libertad a través de la ventana donde está la mujer, a quien, en su huída, aletea en el rostro. Ella la mira yéndose por encima del bus. Con ella vuela su preocupación.

4

Doña Trinidad, indicando horror con las palmas de las manos en las mejillas, mientras miraba el cuerpo de “Schan” sobre los adobes, le decía al inspector de policía que ella no había escuchado ningún disparo, y que cuando abrió la puerta de la casa para salir a comprar la leche, creía que él estaba dormido. Ella apunto con estupor que no se le podrá olvidar la manera tan particular en que “Schan” actuaba después de que se bebía un trago. El, indicó, tintineaba el borde de la copa de vidrio contra los dientes del maxilar inferior y la descargaba con fuerza contra el mostrador forrado en lámina de aluminio del kiosco, mientras le decía que se lo apuntara. Agregó que ella no tenía necesidad de apuntar porque él nunca le pagaba.

La mujer llega envuelta en un pañolón negro, y, después de saludar con la cabeza a doña Trinidad, con su mano derecha, le hace la señal de la cruz a lo que queda de su hijo “Schan”.

Luego, sin pronunciar palabra, se dispone a ascender las escalas que la llevan al atrio de la iglesia, para, finalmente, perderse, tristemente feliz, por la nave central limpiando con la punta del pañolón las gotas de agua que han caído sobre el retrato de su hijo, que luego guarda dentro de las hojas amarillentas del misal que siempre lleva a la iglesia.
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* Juan Guillermo Jiménez Moreno es Juez 12 Penal del Circuito de la ciudad de Medellín (Antioquia). El presente cuento fue finalista en el concurso de cuento del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia, año 2008.

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