Literatura Cronopio

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CHINCHES

Por Camilo Andrés Rodríguez Mora*

Recuerdo que era domingo y yo regresaba de mis vacaciones de verano. El vuelo había sido espantoso, como siempre. Las constantes turbulencias me hacían imaginar constantemente que todos moriríamos allí. Trataba de adivinar el modesto titular de la prensa bajo una frase del tipo Fuertes vientos causan tragedia aérea o Piloto imprudente estrella avión con cincuenta pasajeros. Cuando por fin el avión logró aterrizar, el miedo de morir en el aire fue reemplazado por la angustia de ser retenido por los agentes migratorios a la entrada del país.

Recuerdo que tenía una barba de dos semanas y unas ojeras más negras que el café de olla. El hombre que examinó mis documentos decidió hacerme pasar a una habitación pequeña en donde solo había una silla de madera y un ventilador. Tuve que esperar casi una hora mientras los guardias comprobaban la autenticidad de mis papeles y la sinceridad de mis propósitos en México. A las tres de la mañana al fin pude tomar un taxi que me costó casi el doble de la tarifa habitual.

A pesar de todo, era un consuelo saber que estaba allí y todo el resto había quedaba atrás.

Traté de entrar sigilosamente al departamento, pero al descargar mi maleta en el suelo, se encendió la luz de la habitación de Miko, que salió medio dormido para darme la bienvenida y advertirme que mi habitación estaba en cuarentena por una invasión de chinches. La noticia no me tomó por sorpresa pero me molestaba un poco tener que dormir mi primera noche en el suelo de la sala. Sin embargo, estaba tan cansado que puse una cobija, me tumbé y caí dormido al instante.

* * *

Cuando desperté, Miko, Vainilla y Morado me esperaban con impaciencia, sentados alrededor de la mesa. La espuma rabiosa salía de sus ojos pero ninguno se atrevía a decir nada. Mi taza de café todavía estaba caliente. El primero en estallar fue Vainilla, como siempre:

—¡Mira mi brazo! ¡Aquí está tu chistecito, pendejo! —decía mientras ponía su antebrazo repleto de picaduras delante de mi cara. Los demás miraban la escena con santa indiferencia.

—Ahora hay que fumigar todo el departamento —prosiguió Vainilla—, anoche encontramos una de esas alimañas en el baño.

Yo no sabía qué decir. La verdad es que nunca supe que había chinches en mi cuarto, pues en el centro histórico de la ciudad de México las cucarachas son vecinas de todo el mundo y en verano siempre hay una oleada de mosquitos, zancudos y toda suerte de bichos que se pasea por los viejos inmuebles. También es cierto que en ese entonces trabajaba mucho y no tenía tiempo de pensar en nada más. Lo único que quería hacer en mis horas libres era emborracharme, dormir hasta tarde y leer el resto del día. Todo lo demás me traía sin cuidado.

—Debiste haber hecho algo antes de irte de viaje —dijo César, que normalmente hablaba poco.

Yo permanecí callado. Simplemente asentí.

—¡Es que es imposible que no te hayas dado cuenta, cabrón! Cuando levanté la cobija vi varias manchas de sangre sobre tus sábanas.

En realidad, la invasión de chinches sucedía durante la noche, cuando el olor dulce del calor se esparcía por todo el edificio y había un hormigueo en el aire. A menudo, el único ruido que se escuchaba era el de la televisión que seguía encendida en casa de algún vecino. Hacía falta poner atención para percibir el revoloteo de los insectos, muy en el fondo. De alguna manera, las chinches son capaces de percibir el momento en que sus víctimas duermen. Un amigo me dijo que tienen una especie de censores térmicos (como las antenas de las hormigas) que les permiten identificar los cuerpos por el calor que emiten y entonces, cuando no hay moros en la costa, se lanzan en busca de su sangre.

—No sé cómo fuiste capaz de recoger esa cama en la calle —Continuó Vainilla— Sin saber quién dormía antes ahí. A mí, la neta, me hubiera dado asco.

—Sí, Vic —respondí como buen hijo regañado.

Además de oscuridad, las chinches necesitan tiempo para actuar. Tardan por lo menos cuatro minutos en succionar una cantidad considerable de sangre, tras lo cual cambian de aspecto: se inflan, adquiriendo hasta tres veces su tamaño habitual. Cuando se les mata, estallan, expidiendo un nauseabundo olor a plástico quemado. Supongo que los puntitos de sangre sobre mis sábanas no eran producto de las raspaduras que me hacía jugando al fútbol.

— ¿Qué vamos a hacer contigo? —Fulminó antes de encerrarse en su habitación y dar un portazo.

* * *

Con respecto a la cama que anidó la plaga, debo exponer una pequeña defensa. Esa cama de tela desgastada en color rojo y negro me dio tantos momentos placenteros como desgracias a largo plazo. La encontré tirada en el primer piso del inmueble, junto a la entrada de las escaleras. Fue una tarde de febrero y yo estaba un poco cansado porque venía llegando a casa después de un día de oficina. Apenas la vi, pensé en cambiar la horrible cama sencilla que estaba usando y en donde pasaba muy malas noches. De hecho, era un minúsculo catre y cada vez que me estiraba por completo se me salían los pies y pasaba frío en invierno. No podía moverme unos centímetros sin tocar el borde, y muchas fueron las noches en que estuve a punto de caer al suelo. Además, cuando pasaba la noche acompañado, sufría como un contorsionista para encontrar una posición adecuada en ese minúsculo metro cuadrado. Obviamente, mis esporádicas compañías no regresaban nunca más después de la primera noche.

Cuando traje la nueva cama, que recogí en el edificio, tuve por fin el espacio para comer, leer, fumar y ver películas sobre esa amplia cama matrimonial. En los cuatro meses que permaneció en mi habitación, vinieron a visitarme diferentes amigos desde Francia, Colombia y México. Todos durmieron muy bien allí y yo me alegraba mucho de haberla obtenido sin pagar un centavo. Además, sobre esa cama pasé muy bellos momentos junto a mi adorada Simona, una poeta canadiense que conocí durante una lectura internacional de poesía en francés y que permaneció conmigo sus dos semanas de vacaciones.

* * *

El día siguiente de mi tortuoso regreso a Ciudad de México me desperté más cansado que antes de acostarme. Dormir en el piso no es bueno para nadie —sin importar lo que digan los quiroprácticos—. Apenas abrí los ojos, sentí un ardor intenso en los párpados y decidí darme una siesta en la habitación de Miko —que a esa hora ya había salido a trabajar—. Me eché tranquilamente sobre la cama, pero después de cinco minutos constaté que no podía volver a dormir. Entonces me levanté, somnoliento. Fue entonces cuando escuché que alguien tocaba a la puerta. Supuse que alguno de mis roomies había olvidado su llave, así que abrí de inmediato.

De hecho, era un hombre de unos 35 años, ni gordo ni flaco, de fenotipo mexicano (piel tiznada, facciones indígenas, ojos y cabellos negros) que llevaba una especie de extintor amarrado a la espalda, una gorra blanca y una playera de Cementos Cruz Azul.

—Buenos días.

—Buen día —respondí de mala gana.

—Estoy pasando por todos los departamentos para fumigar cucarachas y chinches… Parece que hay una plaga en el inmueble. Luego de fumigar puede darme una cooperación si gusta. ¿Puedo pasar?

La casualidad de su anuncio me sorprendió de manera positiva. Le sonreí y lo dejé pasar al instante.

El hombre entró con desparpajo, sacando una especie de spray para fumigación, y comenzó a trabajar sobre los muebles. Yo le iba ayudando mientras pasaba por cada lugar de la casa. Juntos fumigamos el cuarto de Miko, luego el de Morado y Vainilla, y finalmente el mío. Yo aproveché un instante para enviar un mensaje a todos informando que había un fumigador en la casa porque todo el inmueble estaba infestado, pero Miko me respondió que ese hombre ya había pasado varias veces por el edificio y que a él no le daba buena espina. Yo me alarmé un poco. Entonces, el fumigador me interpeló:

—Lo único malo con la fumigación de este producto es que no es suficiente. Debe aplicarse otro veneno, pero no lo tengo aquí. ¿Le parece bien que lo apliquemos?

—Claro que sí —respondí animado.

Entonces el hombre hizo una llamada por celular y luego me dijo:

—Mi socio ya viene para acá, pero debo ir aplicando este producto para que el otro funcione mejor. Lo mejor es que usted baje y le reciba el producto a mi socio mientras yo termino acá.

En ese momento, mi ritmo cardiaco se aceleró.

—Eh… No puedo dejar el departamento solo, jefe —Le dije, extrañado —¿No podría ir usted en mi lugar? Yo le voy preparando la cocina y el baño para la cuando vuelva.

Mi respuesta molestó mucho al hombre. Sin embargo, solo refunfuñó algo, me entregó el spray que estaba usando y salió inmediatamente del departamento. Esa extraña reacción me inquietó aún más, por lo cual revisé mi cartera, que había dejado encima de la mesa del comedor, y efectivamente mi dinero en efectivo ya no estaba. En seguida llamé a Vainilla, que era el dueño del departamento, y le conté lo que había sucedido.

—¡No mames, Camilo! ¡Mira si no falta nada en el depa! Yo tenía 1000 pesos encima de mi mesa!

Desde luego, el dinero de la mesa tampoco estaba. Una angustia sin nombre me habitó el pecho. Mientras yo no lo vigilaba, ese tipo podía habernos robado cualquier cosa. De inmediato llamé a Morado y a Miko para preguntarles si habían dejado algo de valor a la vista y, por fortuna, no fue así. En ese momento comprobé que las manos me temblaban un poco. Me sentí ingenuo e idiota como nunca. Una leve paranoia de que el ladrón regresara acompañado me embargó por espacio de cinco minutos. Cerré la puerta, puse todos los seguros y agarré el cuchillo más grande que había en la cocina.

Un rato después, sentí un desazón por la desafortunada coincidencia entre la plaga que asolaba el departamento y este patético ladrón. Esa condescendiente y tendenciosa pregunta «¿Por qué yo?» me rondó en la cabeza una y otra vez. Lo peor de todo era que ambas desgracias me habían sucedido a mí pero habían afectado también a todos mis compañeros del departamento. Así pues, lo lógico —creí— era irme antes de que ellos me echaran.

* * *

—Lo que no logro entender es por qué lo dejaste pasar si ya habíamos contratado a la agencia que viene a fumigar en dos días. —me decía Morado mientras se enderezaba los lentes con cierto temblor en la mano.

—Pues no sé, güey —Respondí lastimeramente— pensé que ese cabrón nos podía echar la mano por un precio mucho menor.

El ojo derecho de Vainilla se comenzó a parpadear a causa de un tic nervioso.

—Es que esto ya es defender lo indefendible. Tú sabes que me caes muy bien pero estás poniendo la casa en peligro. Lo mejor es que busques otro lugar para el mes que viene.

—No hay ningún problema. Ya estaba pensando en eso, chicos.

Al cabo de un rato comenzamos a meter TODAS las cosas del departamento dentro de bolsas plásticas que se iban acumulando como una montaña e impedían el tránsito de la cocina a la sala. Terminamos cerca de las 3 a.m., completamente exhaustos. Mi salida de la casa ya estaba asegurada.

* * *

Durante el tiempo en que mi habitación estuvo cerrada y en cuarentena, fueron pocas las veces que entré. Me producía un extraño escozor el hecho de saber que un nido de horribles insectos anidaba en el que fuera mi espacio íntimo. Apenas iba a sacar mis pantuflas, alguna camisa para ir al trabajo o a buscar cigarrillos. De solo pensar en esos bichos infestándolo todo lentamente, caminando por encima de mi cama y sembrando sus huevos en cada rincón de la habitación, sentía un escalofrío que me subía por la nuca y terminaba en la punta de mi cabeza. Las constantes marcas y ronchas que dejaban las mordeduras en el cuerpo de Vainilla y Miko solo aumentaban mi psicosis.

A menudo me imaginaba yendo hacia mi cuarto para buscar algo y al abrir la puerta me encontraba con cientos de chinches que desbordaban el espacio y terminaban por tumbarme al suelo y devorarme la piel. Incluso una noche llegué a soñar con un escarabajo gigante que emitía horribles alaridos y agitaba sus tenazas dentro de mi habitación mientras yo lo observaba aterrado desde el suelo, reducido al tamaño de una hormiga.

Otro de los efectos secundarios ligados a esta funesta plaga era lo que ahora llamo la «rasquiña psicosomática»: cada vez que hablaba del tema con alguien me venía una súbita e incontrolable comezón que nos hace —a mí y a mi interlocutor— rascarnos la cabeza, el cuello o los brazos. Eso me ha pasado incluso en los últimos días.

* * *

El día de la fumigación me desperté con una leve sensación de tranquilidad. Al fin iba a terminar esa siniestra convivencia con los insectos, aunque fuera parcialmente. A la hora convenida, nos reunimos Vainilla, Morado Micko y yo para sacar las bolsas de plástico que contenían nuestras pertenencias, dejando listo el espacio a la fumigación. Unos minutos después, un joven flaco, nervioso y bastante joven se presentó delante de la puerta como el fumigador. Entre tartamudeos y vacilaciones le comprendimos que todo iba a tardar menos de una hora.

Morado y yo nos quedamos fuera del departamento, cuidando las bolsas de plástico que contenían todas nuestras pertenencias y estaban apiladas por todo el pasillo del segundo piso.

—Pinche Vainilla, ya nos peleamos otra vez —Me dijo con una ligera sonrisa en la cara.

—¿Y ahora qué pasó? —Respondí, poco intrigado, pues sus peleas eran frecuentes.

—Estábamos en la calle sacando al pinche perro. Tú sabes que a veces le da por orinar las puertas al muy canijo. El pedo es que esta vez lo hizo delante de un almacén.

—¡No manches!

—Sí… yo le he dicho que el perro está maleducado, pero tú sabes cómo es él. Siempre tiene que tener la razón. Según él, la culpa era del vendedor.

—Pinche güey…

Morado asintió. La mala noche que había pasado me provocó una somnolencia profunda, por lo cual decidí acomodar varias bolsas para hacerme una especie de colchón y darme una pequeña siesta mientras el joven enclenque terminaba de fumigar.

* * *

El sonido de un portazo me despertó de golpe. No supe cuánto tiempo había pasado. Afuera, la luz del atardecer era casi imperceptible. La puerta del departamento seguía abierta pero la mayoría de bolsas habían desaparecido del pasillo. Pude darme cuenta de que Vainilla y Morado discutían en la cocina. Yo quería pasar a mi habitación para poner todo en orden, pero no quería toparme con ninguno de los dos, así que preferí esperar un poco. Los reproches de ambos me hacían sonreír, no podía creer que una pareja de tres años peleara por banalidades de esa índole.

El tono de la discusión fue subiendo poco a poco. Morado gritaba cada vez más fuerte. Yo esperaba ansioso a que concluyeran hasta que, de un momento a otro, el ruido cesó. Imaginé que la pelea había terminado con un beso de reconciliación y ahora mismo se encontraban en lo que sigue después. Un silencio apacible se instaló en todo el edificio. Ya era casi de noche. Sin embargo, unos minutos más tarde se oyeron varios golpes secos en la puerta de la cocina. Me alerté en seguida y traté de entrar. Entonces vi a Vainilla estrangulando a Morado con sus dos manos mientras este pataleaba y lanzaba golpes sin lograr zafarse. Los ojos de Morado estaban un poco inflados y las venas de su frente brotaban desmesuradamente, resaltando el color rojizo en su rostro. Yo solamente atiné a lanzarme sobre Vainilla y tratar de forzarlo con mis manos para que las suyas abandonaran el cuello de su novio, pero ya era demasiado tarde, el cuerpo de Morado se había sacudido por última vez. El impacto de mi choque sobre ambos, nos tumbó a todos al suelo.

Yo me levanté al instante y traté de reanimar a Morado, cuyo cuerpo se encontraba completamente crispado. Puse mi oreja junto a su boca para saber si continuaba respirando pero no era así. Inmediatamente traté de reanimarlo con leves presiones de mis manos sobre el pecho y la respiración boca a boca que había aprendido en los primeros auxilios. Al intentarlo tres veces comprendí que mis esfuerzos no darían resultado, por lo cual tomé mi celular y pedí una ambulancia. Recuerdo el temblor de mis manos y mi voz al comunicarme. Vainilla se levantó, haciéndonos a un lado y salió del departamento. Yo regresé a la cocina, recogí sus lentes rotos del suelo y subí a la azotea con la esperanza de encontrarlo allí.

* * *

Era una tarde cálida y el olor dulce del calor sobre el pavimento actuaba como un calmante. Los tendederos de ropa estaban llenos y las prendas bailaban al son del viento apacible. Luego de buscar en varios rincones, encontré a Vainilla acurrucado en una esquina que daba de frente a la vieja catedral de policía. Tenía la cara metida entre las piernas y sollozaba suavemente. Me acerqué, dejé las gafas, la caja de cigarrillos y un encendedor frente a él. Luego me senté a su lado.

Por lo general, se cree que la compañía es valiosa porque establece una cooperación directa basada en una especie de mutualismo. Así pues, acompañar a alguien se vuelve como participar en una dinámica de trabajo con un fin común. Pese a esto, hay otro tipo de compañía —más íntimo, más sincero— que es puramente presencial y consiste en permanecer literalmente junto a otra persona sin intervenir de manera importante en la situación; así es como sucede con las parejas que van al cine para ver una película pero no se dicen ni una sola palabra durante la proyección. De esa manera acompañé a Vainilla mientras él lloraba sin provocar ningún sonido. Veía pasar las horas de aquél domingo gris y lo único que se oía era los gritos de los vendedores en la calle.

Después de unos minutos, Víctor se secó las lágrimas con su playera y se encendió un cigarro.

—¿Está muerto, verdad? —me preguntó.

Yo asentí.

Entonces Vainilla tomó sus lentes medio rotos, se los puso y se paró lentamente. Se detuvo a mirar la gran campana que adornaba la torre de la catedral. Las escamas de cal y el óxido roído le daban un hermoso color carmesí. El horrible sonido de la ambulancia se oía cada vez más cerca. En seguida, Vainilla se volvió hacia mí con una mirada de gratitud en los ojos y, por primera y última vez, me tendió su mano para ayudar a levantarme del suelo.

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* Camilo Andrés Rodríguez Mora (Bogotá, 1987) es Profesional en Estudios literarios (Bogotá, 2010) con maestría en letras francesas (Toulouse, 2014) y comunicación (Toulouse, 2015). Colabora en diferentes revistas literarias con traducciones, relatos cortos y poemas. Actualmente vive en México D.F.

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