Literatura Cronopio

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EL VACÍO Y LA MASA

Por Valeria Castillo*

Es bien conocida la angustia dominical en este pueblo. La existencia de varios estudios, desarrollados por prestigiosas universidades extranjeras, prueba que lo que aquí padecemos no es ninguna invención nuestra. Sin embargo, a pesar del interés de psicólogos, psiquiatras, sociólogos y doctores de toda clase, usted no creerá lo que digo. No, no intente explicarse, no levante los hombros mientras me mira con condescendencia y dice: «no es que no crea en lo que dice, ¡pero seguramente hay una buena explicación, hombre!», porque esas palabras no me saben más que a hiel, y son a la vez mi único consuelo. Usted y yo seremos eternos en este momento en el que usted no entiende, y a pesar de ello, yo no dejo de tratar de explicárselo.

Entonces déjeme que hable hasta el cansancio de cómo usted no entiende, ni entenderá nunca, qué es despertar un domingo en este endiablado pueblo, sintiendo que el vacío en la casa consume todo lo demás, dejándole únicamente el espacio del que lo provee su propio cuerpo, ahora condenado a sucumbir bajo el peso de aquel siniestro vacío. Lógicamente, usted me dirá en este punto que a veces todos nos hartamos de andar encerrados, y que en consecuencia, los buenos samaritanos deben salir a tomar un poco de aire, estirar las piernas, saludar a los vecinos y comerse un roscón en la cafetería del parque. Pues bien, no desperdicie usted su saliva de semejante forma, ya que todos nos arrojamos a las calles buscando el alivio para nuestra angustia, a pesar de que todos sabemos qué ocurre a partir de ahí. Imagine ahora que una vez que se ha embutido en alguna ropa decente, sale a la calle para encontrarse con una mañana idílica. El sol está en lo alto, los pájaros cantan y todo parece estar en calma. Sin embargo, en cuanto empieza usted a cruzarse con otros felices transeúntes, se percata de que sus cuerpos, limitados por una piel como la suya, y ataviados en trajes tan ordinarios como los suyos, comienzan a expandirse cual masa divina. Y digo todo esto en sentido literal, de modo que tendrá usted que imaginar que sus vecinos se hinchan sin parar, mientras caminan cada vez más lentamente. Las ropas se rasgan al paso de la carne, que se derrama por las aceras, aún forrada en piel. ¡Ah, sorpresa! cuando lo único distinguible que queda de tan amables gentes, es la diminuta cabellera que aún reposa sobre una gigantesca masa que se apodera de la calle rápidamente, creciendo en todas direcciones. Usted, en medio del shock, se ha quedado pasmado, como si sus zapatos se hubiesen fundido con el concreto, mientras contempla con irritante torpeza la creciente amenaza de ser sepultado bajo los erráticos cuerpos de otros humanos. A partir de allí sólo contará con escasos segundos para desprenderse de sus miedos y escrúpulos, con el fin de trepar sobre sus ahora enemigos mortales y correr sobre los mismos, descubriendo la más repulsiva sensación al hacerlo. Si todo marcha bien, logrará usted llegar hasta su casa para ocultarse en el armario hasta el día siguiente como mínimo.

Contra sus pronósticos, ese no es el final. Lo más desesperante de esta pesadilla nuestra, es que uno pensaría que tras semejante experiencia demencial, uno sólo podría llegar a sentirse a gusto en el hogar, llevando al interior de este una vida tan segura y completa como sea posible. Pero no cometa nuestra equivocación al pensar de tal forma, pues cada domingo, despertamos aún en nuestras camas, aterrados por el insoportable peso del vacío que nos arroja una vez más a las calles, para encontrarnos sofocados por el peso de los demás.


PARA UN VIEJO AMIGO, POR SIEMPRE ATRÁS

El bus estaba a punto de dejar la estación cuando viniste a sentarte justo frente a mí, viejo amigo. Ni una leve inclinación de cabeza, ni una mirada furtiva, podrían vincularnos, a ti y a mí, que tantas veces reímos a carcajadas y nos contemplamos con torpeza bajo el sol que dibujamos con crayolas en la casita de madera. Ahí jugamos a ser del otro, hasta que la muerte nos separara o el lobo soplase, pero aquello nunca pasó: afuera el bosque fue siempre seguro, sin embargo, lo miramos con temor a través de las ventanitas, sin notar que era precisamente dentro, al besarnos con ojos cerrados, cuando tú me sacabas la lengua y yo te halaba el cabello. Nos habíamos obsequiado manzanas que quizá parecían tiernas, rojas y jugosas, pero que padecían de un ingenuo palpitar y de una piel tan delgada, que apenas podrían llamarse manzanas, pero que en todo caso los gusanos supieron aprovechar. Entonces te hiciste amargo y mi libertad te supo a traición; me hice cruel y pareciste aborrecible. Era ya tarde cuando me percaté de que rodábamos en el suelo, furiosos, embarrándonos de lodo. Espantada, como estaba de nuestra barbaridad, te dije que ya no quería jugar y rompiste en llanto: a pesar de todo, seguías creyendo en cuentos y casitas de madera. Aún quisiera explicarte, ojos claros, que soltarte la mano fue la última, y quizá la más tierna caricia que te di; tú, sin embargo, la maldijiste, creyéndote agredido por mi más sabia decisión. Desde entonces me has mirado como a una extraña, viejo amigo, y eso está bien, porque ahora que estás sentado frente a mí, noto que tu espalda se ha ensanchado, tu voz engrosado, y, en contra de tu antiguo pronóstico, aún eres capaz de sonreír, igual que yo.

CRUCIFIXIÓN DE UNA DAMITA

Pasando por la calle Petroz, casi a punto de llegar a su casa, la damita se extinguió como en un suspiro. Nadie pudo haber previsto que se trataría del final, pues siempre estaba allí, en la misma parada, mirándose las manos entumecidas por el invierno.

En el tren de las ocho todos éramos conocidos. Raramente alguien nuevo subía, quizá tratando de llegar a algún compromiso inusual en aquella zona de la ciudad, de otro modo, se trataba siempre de los mismos rostros. A esa hora estábamos agotados, pero conversábamos torpemente, deseando que no se hicieran más preguntas sobre la familia, el trabajo o el clima, durante el resto del trayecto. Habíamos estado repitiendo el mismo diálogo insípidamente cortés durante años, recitando nuestras líneas con fatigante precisión. Sin embargo, la damita, apartada de todos, en su silla de la última fila, parecía interesada en todo cuanto decíamos. En más de una ocasión le vimos sonreírnos tímidamente desde la distancia, como esperando una invitación que nunca llegó, y hacia el final, parecía incluso dudar antes de elegir asiento.

Nadie debió manifestar entonces pesar alguno, pues lo cierto es que todos y cada uno de nosotros evitamos encontrarnos con su mirada al entrar, y nunca nadie le ofreció un lugar a su lado o preguntó su nombre. No se trataba de odio y ni siquiera del desagrado más superfluo; por el contrario, reinaba un parasitismo absoluto: en un acuerdo nunca hablado, nos turnábamos para verle allí, pálida y frágil, en los instantes en que contemplaba sus propias manos, o se recostaba sobre el cristal de la ventana con la mirada perdida. No, nadie debió comentar entonces lo buena que debió haber sido en vida o lamentar lánguidamente el dolor de quienes la esperaban en casa. En el tren de las ocho fuimos todos fieles comensales en el banquete de su naufragio, que supuso para todos, una bocanada de aire fresco antes de ser arrastrados nuevamente a las profundidades de nuestro ridículo balbucear, siempre ligero, y aún así pesado como el plomo.

A pesar de todo, y después de ver su diminuta silueta desaparecer sin dejar más rastro que la humedad de su leve respiración sobre la ventana, manifestamos pesadumbre, comentamos lo buena que debió haber sido en vida, y aún tuvimos tiempo de lamentar el dolor de quienes la esperaban en casa.

A CADÁVER ALGUNO

La labor de un sepulturero es simple: se gana la vida sepultando el rastro de la misma. Su actividad consiste, en un cincuenta por ciento, en cavar, como cavaron sus padres, y los padres de sus padres, para enterrar semillas o pálidos seres queridos, antes tan tibios como ellos mismos. Los brazos fibrosos y delgados, brillantes de sudor bajo la camisa de franela curtida, le dan vida a la pala, y proceden, al paso que mejor convenga, hasta obtener un hoyo de un metro y medio de profundidad en el que no puedan penetrar los diablillos nocturnos. Entonces la mitad de su trabajo está hecha, y los golpes sordos sobre la tierra inconmovible cesan, para abrir paso a los lamentos que rompen la quietud de un atardecer violáceo de verano. Deberá esperar con solemne paciencia en una esquina, a que familiares y amigos del difunto se acerquen al abismo, no para ver al ser querido, sino a la muerte vestida de formol, y en su aislada espera sabrá, sin saber cómo, que muchas de las lágrimas vertidas nacen en la certeza de sus propios funerales.

Una vez hecha tal pausa, ha de hacer desaparecer al cuerpo en un acto de magia que a nadie le hace gracia, incluyéndolo a sí mismo. No es raro que en este punto alguna mujer gorda e histérica entre los dolientes intente embestirlo para detener su humilde trabajo, como quien busca ponerle fin a una injusticia. Sólo Dios sabe qué sería de la mitad del gremio, si no hubiesen almas piadosas que frustraran la impulsiva voluntad de tan tercas criaturas. Pero no pasa nada, somos conscientes de que tales actos de odio hacen parte de los gajes del oficio: todos saben que el sepulturero no ha matado a nadie, no obstante, como embajador oficial de la muerte, por regla general será secretamente resentido, por extraños y conocidos, sin importar a donde vaya: después de todo, y sin remedio alguno, a ellos también los despedirá un hombre de brazos fibrosos, rostro sereno y camisa de franela algún día.

En tal monotonía habría de transcurrir la vida de un sepulturero, con sólo ligeras variaciones de tiempo, paga y cansancio; sin embargo ayer, a diferencia de los días de trabajo, encontré a la muerte entre los pastizales sin haberla estado buscando. Si hubiese tenido los sesos para oler en el viento los malos augurios que quemaban los pétalos de las flores, tal y como mi madre solía hacer en cuestión de segundos, habría corrido despavorido, lejos, muy lejos, para evitar la desgracia oculta entre el prado. Lamentablemente, fue sólo hasta traspasar la verja, allá en donde el horizonte se vuelve difuso, cuando el olor inconfundible de la descomposición me inundó los pulmones, con una intensidad que haría lagrimear a un principiante. Véase pues la contradicción humana, cuando aterrado, pensé que había entrado en la escena de un crimen con el que sensatamente nada quería, y muy a pesar de ello, fisgoneé y olfateé cual vil rata, buscando el origen de la podredumbre. Busqué mejor que una gallina hambrienta, pero no encontré más que hierba y polvo. Ni un rastro sanguinolento, ni una fosa mediocre —de esas que hacen los asesinos presurosos y los inexpertos— podían ser divisadas. Sin embargo allí, indudablemente, había estado el más justo de los verdugos.

Si fuese indiferente habría deshecho mis pasos más rápido de lo que canta el gallo, para no meterme en lo que no me habían llamado, pero no lo soy, y no creo en las coincidencias, compadre. ¿Cómo marcharse entonces, como si estuviese convencido de que la aparente nada era en efecto nada? Yo no soy actor, y aquello, además de cobardía, hubiese sido un pecado gravísimo y una vergüenza tremenda para todos mis allegados: el sepelio no se le niega ni a un enemigo.

Así que fui por mi pala, de mango suave y liso de tanta muerte, y cavé una fosa de dos metros, en vez de uno y medio para mayor seguridad, aunque no sabría seguridad de qué carajos. Pero cuando estuvo hecho, el problema de la inmaterialidad me abofeteó el rostro. Un cadáver normal no tiene mayor complicación, uno lo lleva a que lo laven y lo llenen de bolitas de algodón empapadas de formol, para que luego lo peinen y maquillen como si en el más allá hubiesen reinados; mas con un muerto así no habían guías qué seguir, excepto el principio que dicta que sólo se entierra el rastro de lo que alguna vez estuvo vivo. Felizmente, tras pensar en eso un buen rato, y como en una revelación divina, se hizo claro lo que debía hacer, compadre: saqué el machete apretado entre los pantalones y la correa de cuero, y lo alargué para cortar la hierba en la que la pestilencia se había alojado. Con las manos desnudas barrí la tierra húmeda y suelta a mi alrededor, y la amontoné en una pila. Al final arrojé tierra y pastizal al interior de la fosa, en un amasijo que no me pareció muy distinto del polvo al que se reducen músculos y huesos después de muchas lunas.

Así, lo primordial parecía haber sido solucionado: una fosa, un rastro, mi pala y yo. Naturalmente, por lo inesperado y singular del asunto, ni acudieron allegados, ni acudieron cuervos, el café no hervía en la estufa y mi traje no era de paño negro, pero ya tenía previstos los versos de San Mateo que tantas veces había escuchado pronunciar al padre, y aunque no pude llorar la partida de aquello sin nombre que esculpir en piedra, mantuve un minuto de silencio para que su espíritu supiera que alguien lo tomaba en serio. Por último, y por primera vez en mis veinte años de trabajo honesto, el cadáver hizo el acto de magia por mí, ya que había desaparecido incluso antes de que la tierra lo escondiera. Me alejé al anochecer, con mi pala y mi machete, pensando que había cumplido con el deber del buen cristiano; mas aún hoy me persigue la angustia de que para haber dado correcta sepultura al muerto, también yo debía de haberme arrojado a la fosa junto a la hierba y la tierra.


FANTASMAS

Mi nombre es Anton Poulev y todos cuantos me rodean no son más que fantasmas. Desde que tengo memoria he estado rodeado por seres que engañarían a cualquiera que no tuviese la sensatez de repararles dos veces, ya que, a pesar de que dichas criaturas aparecen como tangibles durante algún tiempo, lo cierto es que terminan por revelar su naturaleza diabólica y caprichosa, al empezar a desvanecerse con una rapidez que eriza los vellos de la nuca. En la mayoría de los casos, se trata de una desaparición irreversible, lo cual significa que no volverá usted a cruzarse con el mismo espectro una vez éste se ha esfumado. Sólo en muy raras ocasiones alguno de ellos decide manifestarse nuevamente, para interrogarle sobre cuestiones tan desconcertantes como la forma en que se deben doblar los calcetines, o el tiempo durante el cual debe ser cocido un huevo.

Si usted, apiadado lector, nunca se ha encontrado en una situación como la mía, puedo afirmar, sin lugar a dudas, que caería usted gravemente enfermo tras la primera desaparición, pues su sistema nervioso no está acostumbrado a semejantes fraudes. Así pues, este es el momento apropiado para que se sienta agradecido por las personas de carne y hueso que permanecen tan tangibles y reales en su vida como usted mismo. En cuanto a sujetos como yo, pobres diablos, me temo que no hay esperanza alguna, pues se trata de un fenómeno hasta ahora poco estudiado por la ciencia, y carezco de dato científico alguno al qué aferrarme para esperar un mejor destino. Sin embargo, debo confesar que en noches de tormenta, en las que hasta el mismísimo demonio tiembla, he deseado con todas las fuerzas que este cuerpo humano me permite, renunciar al mismo, dejando atrás la carne y huesos que me han impedido acompañar a mis amados fantasmas al lugar del olvido.


INFORTUNIOS

Había acabado yo de salir de la sinagoga en la que mi tía materna me había empujado con un brusco, y a pesar de ello grácil movimiento bamboleante de sus anchas caderas siete horas antes, cuando tropecé con el carnicero del pueblo, a quien yo le había pisado accidentalmente los juanetes en martes, mientras repartía los periódicos que mi sobrino, un pilluelo de apenas ocho años pero que ya tiene porte de extorsionista, me obligó a entregar en su lugar, pues de lo contrario, le enseñaría a todos los buenos samaritanos de nuestro barrio, la desfavorable fotografía que de mí había tomado en domingo, mientras me encontraba lidiando con algunos problemas estomacales que no comentaré aquí, pues no viene al caso, ni a las buenas maneras, perturbarlos a ustedes con tan turbios detalles, que sólo el retrete y la tubería de la casa del señor… nuestro buen señor Jesucristo, conocieron tan a fondo como yo, cuando durante la misa de aquella mañana sentí que el estofado que había comido la noche de sábado, en casa de mi entonces prometida, surtía los más desdichados efectos en mi delicado aparato digestivo, a pesar de que ella había afirmado que estaban en perfecto estado, además de suculentos, mientras trataba de atinarme un buen golpe con la vajilla que arrojaba por los aires, muy seguramente, porque en su sentir de dama, yo no era, cito: «más que un enclenque famélico» que nunca, «¡nunca!» llegaría al altar con ella.

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*Valeria Castillo. Nació en Armenia, Quindío el 1 de junio de 1996. Comenzó la carrera de Comunicación social y Periodismo en la Universidad del Quindío en enero de 2014, y desde septiembre de 2016, mediante un proceso de homologación, la terminó en la Universidad Jaume I de Castellón de la Plana, España.

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