ADAPTACIÓN ANOMALÍA
Por Darío Rodríguez*
KAUFMAN
Desde aquí nuestro saludo a Charlie Kaufman, adaptador y guionista, insomne escribano de imágenes. Saludo que no puede ser sino condolencia. Víctima menos de un sistema industrial que de sus propios manuscritos, debe encontrarse en su habitación intentando por enésima vez, infructuosamente (qué duda cabe), obtener una buena adaptación cinematográfica de un libro exitoso. Su ejemplo nos sobrecoge. Tiene en frente suyo, de seguro sobre la vieja mesa donde estuvo la máquina de escribir, el mamotreto redactado por otro que no funciona del todo en palabras y párrafos, que cojea en ocasiones con los dos pies, y debe cambiar su lenguaje, trasladar esos cúmulos de verbos e interjecciones a un puñado de escenas, de cuadros que el futuro director de la película tendrá que agarrar con las cámaras.
Suma de divisiones, de apartados que Kaufmann señala (los lápices de colores contribuyen con su ilusión; él cree que puede diseccionar, interpretar, reacomodar lo escrito) en el cuerpo del libro. Tal vez sepa, tal vez no, que el adaptador se compara con un lazarillo que conduce al espectador por terrenos que no logra ver con claridad. Territorios de otras lenguas, de otras instancias o atmósferas. Suma de escenas, así mismo, que el realizador verá con su lente, ceremonioso, pausado, el guión adaptado y fresco en las manos. A su modo el director es lazarillo también.
Charlie Kaufmann corre el peligro de convertirse, sin quererlo, en un iluso que establece pactos tácitos con el director (¿otro engañado?) para hacerle creer que las palabras ilustradoras o alusivas derivarán en tomas de película. El espectador llega a consumir la cinta sin sospechar que se ha realizado un intercambio dialéctico previo, o por lo menos intuyendo ese intercambio lo imagina diáfano, inofensivo. Sin embargo no hay nada más peligroso y arriesgado que una supuesta adaptación.
DE LA LETRA A LA IMAGEN
El tranquilo término «adaptación» quiere englobar un conjunto de actitudes que, por separado, resultan casi inaprensibles, casi inmanejables. Decir adaptación parece en ocasiones una forma de calmar asuntos como la domesticación, la versión, la inspiración a partir de un modelo o el más descarado calco. No puede ser de otra manera. Lo que algún día consiguió buenos efectos en lectura, tiene que causar una buena impresión en imágenes. No obstante ese modo de pensar (propio de las lógicas de la industria cinematográfica, que han procurado pasar por las armas del celuloide cualquier libro que se les atraviese, y no exageramos) un texto escrito corre el riesgo de ser capturado, comprimido y ver su sustancia más plena amansada en orden a la difusión generalizada de su contenido. Esta doma de las palabras pretende que poemas épicos o epopeyas de tiempos antiguos se conviertan en producto o artefacto mecánico. Pierde lo escrito porque se lo subvalora. Pierde también lo audiovisual pues se encasilla en arquetipos y estereotipos que encarcelan la prodigalidad antes brindada por las palabras en cuanto a imaginación, sugerencia o proyección se refiere.
Una forma escrita camina con sus propias limitaciones para el que la recibe. Podar las limitaciones en la adaptación —antes de las imágenes— es necesario. A menos que se desee escribir acerca de la lista de limitaciones. Eso sería otra cosa. Entramos en el terreno de la inspiración o de la versión. Víctor Gaviria no hubiera podido llevar al cine el modelo original de Andersen que tomó para escribir y realizar «La vendedora de rosas». «La vendedora de cerillas» resultaba inoficiosa para nuestra cinematografía y sin embargo motivó, empujó, impulsó al realizador. La película del antioqueño es una forma de ver a Andersen, pero desde la zona propia, colombiana. Así logra un buen efecto. Su propia visión, su propia lectura del cuento (separados por un siglo entero) pero, a la vez, algo diferente, algo que ya es nuestro y que tiene vida independiente del texto literario danés. Las similitudes saltan a la vista pero son dos historias totalmente distintas. Aquí tenemos un ejemplo de adaptación como traducción porque tiene en cuenta las limitaciones y nos deja lo esencial (suponemos: noche de navidad, niña protagonista, maldad, amistad, pobreza, marginalidad).
Se discurre sin empacho acerca de nuevos modos de lectura. Se dice en estos apocalípticos tiempos post Macluhan que las imágenes merecen también un lector apropiado. Pero pretender la imposición de un productor ejecutivo sobre un libro patrimonial, de manera que llegue a más clientes, que sea demandado para ser más consumido, nos resulta excesivo. La versión de los hechos literarios o históricos puede tornarse —sin que lo notemos— en diversión, en negación de los mismos hechos.
TRADUCCIÓN
Y aquí entra el diablo. Y escoge. Nuestra postura es purista. Aboga por un regreso a la concepción de lo adaptado como traducido. No redireccionado ni sometido.
Una lectura serena de la hermenéutica nos permite entender que existen cuatro adaptaciones o versiones de una obra cinematográfica: la del que escribe, la del guionista, la del realizador y la de los ojos del público. En cuanto a la primera se puede citar un ejemplo emblemático. Thomas Mann recogió sus emociones, las organizó, las vio y luego pasó ese acopio a palabras. Ahí existe o subsiste una primera versión de la cual tenemos constancia porque podemos leer «La muerte en Venecia». Se presenta en esta primera versión una traslación de lenguajes (lo que se siente y las palabras que intentan dar un testimonio de esa experiencia). Luego Visconti escribirá otra vez y filmará «La muerte en Venecia».
El guionista adaptador sabe, o debería saber, que su trabajo se lleva a cabo con el uso de lenguajes. No intenta proponer un mensaje en otra lengua (de lo escrito a lo fílmico). Intenta, por el contrario, traspasar el mensaje del texto original a través de otra lengua. Parece lo mismo, pero no lo es, y en ese sentido la adaptación es una traducción. Lo que podríamos llamar «el mensaje» o «el contenido» de lo adaptado está circunscrito al lugar donde el texto fuente se escribió, a su autor, a un contexto. La labor del adaptador es acercarnos a ese contexto de la manera más honesta posible. Es obvio que le exijamos esto porque el adaptador conoce, se supone, lo que adapta.
En el caso de la adaptación efectuada por el espectador, a este se le exige casi asimilar lo que ve (si ha leído el libro, mejor todavía) y devolverle dentro de sí el carácter emocional que tuvo en el realizador, en el guionista y en el escritor. Al espectador le corresponde construir su propia versión de lo que ha visto.
El libro requiere conocimiento preciso de una atmósfera, de un hálito que la imagen puede rescatar si se le brinda la debida importancia. El adaptador juega con fuego, con idiomas diferentes, y su responsabilidad gira en torno a procurarnos un puente entre esos mundos tan disímiles entre sí. Este conflicto no solo es dialéctico sino que roza lo epistemológico. La vía de acceso al libro es delatada en el momento de su escenificación. La práctica del guión cinematográfico es un arte menor, pero su creador es un artífice, y de lo que inspiren o revelen sus palabras dependerán en gran parte los resultados fílmicos. Sólo un espontáneo o un desconocedor filma a destajo de lo escrito, haciendo camino al andar. Se dice que Fellini grababa sin guión. Pero Fellini sólo hay uno.
¿Quién establece los límites entre lo que debe ser mostrado o simplemente aludido?, ¿quién es árbitro en el conflicto traslacional del signo entintado a la colorida pantalla? Es difícil de establecer. Convendría entonces, desde la posición del espectador, ver las películas con maneras de cinéfilo y no de lector de libros. Aunque no conformarse con lo exhibido en la pantalla es también saludable. Si se ha saltado de la página a la linterna mágica, otro salto en caída libre del cinematógrafo al texto sería enriquecedor.
DESCANSA UN POCO, CHARLIE
Recordamos dos casos de adaptación.
Sergio Cabrera y su equipo quisieron transmutar, trasplantar, los climas y atmósferas de una novela de Álvaro Mutis a imágenes. El resultado fue precario. El autor del libro escribió una especie de ensoñación con 150 páginas de longitud. La historia es importante, sí, pero pesan más cierta decadencia y afectación que son muy difíciles de llevar a escena. Vienen a nuestra mente las putas de ese cabaret que administra Maqroll el Gaviero. Esas mujeres son seres literarios de una artificiosidad muy lingüística. En la película abandonan su carácter semidivino, casi fantasmal, y se transforman en putas comunes y corrientes. «Ilona llega con la lluvia» es una metáfora descomunal, un guiño a otras realidades que pertenecen a un corpus; así, Cabrera y su gente se veían en la obligación de crear el mundo de Mutis en celuloide. Y eso no siempre se logra.
Francis Ford Coppola reedificó la novela «El corazón de las tinieblas» de Joseph Conrad y la convirtió en «Apocalipsis ahora». La historia es la misma. Cambian tiempos, escenarios, personajes, incluso estructura. Pero, leyendo con detenimiento la novela y viendo la película, se sabe, se intuye que el conflicto está intacto. Es una adaptación muy bien lograda en la medida en que no se cambian las reglas de juego, sino el sitio donde se lleva a cabo el juego. Parece algo sencillo pero requiere una serie de requisitos muy singulares: saber sobre Conrad, Vietnam, cine, tensiones literarias y cinematográficas, saber sobre qué se está hablando y sugiriendo. El arte de la sugerencia es uno de los mayores atributos en toda adaptación. Asunto complicado en el mundo según Hollywood.
El adaptador es un actor. No es una exageración. El adaptador está entre el público y el creador, como un actor. Intenta comunicar el mensaje (otra vez el mensaje). Sin el actor que interpreta o representa no hay comunicación. Esa misma función cumple el adaptador, guionista, escritor. Es un medio pero debe resultar profundamente discreto, somero, para evitar que el mensaje se distorsione. De ahí que deba crear pero respetando al que lo hizo primero, el escritor. Todo esto parece una especie de código moral. No lo es. Se trata de la aceptación de un material delimitado, de un conocimiento de linderos. Sólo así se puede crear bajo los parámetros de cada disciplina. La adaptación es una reescritura. La película es una reelaboración de lo escrito. Suena raro pero el adaptador es en el fondo un artista.
Como soñar con cinematografías demasiado literarias es propio de almas cándidas; como pensar en literaturas cinematográficas está en boga, pero no es el rumbo más conveniente, le deseamos al señor Charlie Kaufmann una buena noche. Y algo de descanso porque mañana van a llamarlo los sabuesos de la productora y el afanado director para preguntarle cómo van las cosas y qué pasó con la adaptación que le habían ordenado hacer. No tendrá una respuesta que dirima esos conflictos. Al fin y al cabo es el conflicto lo que edifica al guión, la sal de la película. Lo dijo Stevenson: «Viajar es mejor que llegar». Tanto o más poderoso es escribir un guión (por lo que entraña, investigación, recepción, discusión, fiebre) que filmarlo. Descansa un poco, Charlie. Mañana seguirá siendo otro día.
Francis Ford Coppola habla sobre su última película “Tetro”. Clic para ver el vídeo
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* Darío Rodríguez nació en Duitama (Boyacá, Colombia), donde reside. Ha publicado textos en la antología titulada «Desde el umbral —Poesía colombiana en transición» editada por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia en 2009. Este año (2011) piensa publicar la novela «Cuaderno invisible», con el apoyo de la Biblioteca Municipal de Duitama. Estudió filosofía y literatura, hizo algo de teatro y actualmente dirige un taller literario.