Literatura Cronopio

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LOS BALCONES

Por Analía Melgar*

«Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?»
(Baldomero Fernández Moreno)
Implica cierto riesgo (pero todo riesgo sabe sabroso). Cierto riesgo, sí, más aun si se lo combina con la caminata, la pedaleada en bicicleta o la conducción de un vehículo. Sí, andar mirando balcones puede ser peligroso. Porque los balcones son, en la mayoría de las ocasiones, cosas de ciudad. Y en las ciudades abundan ladrones para paseantes desprevenidos, baldosas flojas para tacones pizpiretos, desechos resbalosos para «el prohombre y el gusano», y una larga lista de circunstancias enemigas de los balcones. Los balcones están hechos para mirar y ser mirados, y sin embargo tantas cosas conspiran contra esta condición…

O quizás no van en contra de los balcones, sino precisamente a su favor, porque nos obligan a la pausa. Para los balcones, hace falta una demora: aguzar la atención, detener el paso, levantar un poco —o mucho, sobre todo si se trata de un piso 19— el mentón y encender la imaginación.

* * *

Los balcones invitan a la curiosidad, y todavía más, a inmiscuirse en la vida ajena. Los balcones incitan el voyeur potencial en cada quien. A través de esa abertura de la privacidad, desafiando cortinas y persianas censuradoras, el ojo se cuela, y los objetos visibles y las siluetas que se adivinan desencadenan fantasías.

Un puntilloso estudio realizado en Harvard ha arrojado que en el 67.3% de los casos, los habitantes de los balcones deciden no colocar ningún objeto en ese lugar que forma parte de sus hogares. El estudio resiste toda contraprueba que pretenda desmentirlo. Con un breve paseo por las calles de cualquier barrio, se confirma que, sean propietarios o penosos pagadores del mensual alquiler, la mayoría de ellos ignora ese espacio. No se animan a proyectar los límites del departamento, se quedan metiditos dentro de su sala y se pierden de ir más allá, de sentir la brisa que circula en el balcón —cierto que, mezclada con smog—, de dejar expandir sus narices y pulmones. Se guardan burguesamente, negándose a socializar su intimidad, a que el mundo vea un pedacito de su mundo. Y, sobre todo, hacen que las ciudades sean más ciudades, es decir, más iguales, más monótonas, aburridas, con sus mismos edificios monstruosos y sus mismos balcones fabricados con sus mismas medidas, esparciendo por el aire el homogéneo cemento.

Pero de ese 43.7% de los casos restantes, hay mucho material para saborear, escribir, bosquejar, registrar, filmar…

* * *

Los seguidores de El Salmón practican lo de «hagamos el amor en el balcón», no importa si con frío o calor, y comunican su momentánea felicidad a sus vecinos. La visión humana todavía no alcanza las habilidades del lince, pero los largavistas son un buen remedo: en el paisaje urbano, se usan bastante, aunque hay que decir que sólo esporádicamente por inquietudes astronómicas; las performances (in)voluntarias en el balcón del frente son un irresistible espectáculo de completud espiritual que una lente de aumento regala con suculentos detalles.

Y los hinchas de Boca, River, Huracán, Los Pumas, el Barça, el Atlético Huila, América o Necaxa, si no han podido comulgar como corresponde en la cancha oportuna, también son usuarios de los balcones. Ahí salen a gritar, pitar, saltar, insultar (sí, cómo no) y a agitar banderas de colores.

Lamentablemente —esto se conoce a través de otro meticuloso estudio— de las 24 horas del día, los balcones apenas reciben presencia humana un promedio de 21 minutos. El resto del tiempo, funcionan como depósito de objetos inservibles, sucios y viejos, o como perrolandia.

Escobas, secadores, plumeros, trapos, guantes de goma, baldes: hay una especie de imán entre los balcones y todos los implementos de limpieza. Las cajas de cartón de los electrodomésticos, en lugar de desecharlas para su consecuente reciclaje, también van a parar al balcón… —por las dudas—, aunque nunca jamás vuelvan a usarse, convirtiéndolo en cementerio de trastos indeseables. Carritos de bebés, cunas y un moisés: la pareja toma todos los recaudos para no tener un nuevo hijo; sabe que no cabe nadie más en esos dos ambientes; y sin embargo, conserva ese rejunte de ruedas y colchoncitos. ¿Dónde? En el balcón, claro. Todo arrumbado, junto al aparatoso motor del casi vital aire acondicionado.

La gente parece tener una falsa idea según la cual el balcón es el lugar que no se ve. He aquí el meollo del asunto, la médula de la condición existencial de los balcones: se trata de un problema de estética en el punto de encuentro entre lo individual y lo social, entre la libertad irrestricta y los códigos de convivencia. ¿Cómo no voy a poder hacer de mi balcón una bodega donde poner lo que se me antoje? ¿A quién le importa sino a mí? La señora no se percata de que su balcón se ve desde la acera, desde la autopista que pasa al costado, desde la ventanilla del avión cuando se acerca su aterrizaje, ¡y hasta en la foto del Google Earth! ¡Claro que importa el estado de su desordenado, descuidado, polvoriento balcón!

¿Que con qué criterio es posible aseverar que un balcón es feo? Vamos… no hace falta sacar a relucir un compendio de Diderot, Kant, Hegel, Heidegger, ni ponernos vanguardistas y decir que lo feo es lindo, etcétera. Única concesión para la duda: ropa húmeda secándose en los balcones, ¿sí o no? Si todo fuera como cuando «Irene cuelga sus trapos al sol… bragas comprometedoras y sábanas alcahuetas… columpiándose en los alambres», la balanza se inclinaría por el sí…

Algunos de los que se autonombran ciudadanos cometen penosos atentados a la civilizada preocupación por hacer del ámbito común —los arquitectos y los urbanistas ya lo dicen: el balcón es un espacio privado abierto al público— algo ameno, confortable, placentero. Así, entonces, sacan a su estorbosa mascota y la confinan al balcón, donde se acumulan pelos, restos de galletas, heces. Y uno no puede evitar, cuando tiene la mala ocurrencia de mirar justo hacia ese balcón, encontrarse con la cara del pobre animal vencido por el aburrimiento, que se desploma sobre el piso de su momentánea prisión —apenas 2 m² de superficie— y saca el morro por entre los barrotes, mirando con el ceño fruncido y con esa tan cara de perro, que hasta el corazón más acorazado se estruja…

* * *

Por suerte, los balcones pueden ser refugios de felicidad. Felicidad no sólo de la venérea y de la futbolera (que también es casi venérea). En los balcones, suceden meriendas sin reloj y la lectura del periódico del domingo, sobre una coqueta mesita de roble, mientras los dedos de los pies mordisquean las pantuflas. En los balcones, se siente el alivio cuando se posan entrometidas gotas de lluvia. En los balcones, las conversaciones tienen un horizonte más amplio. Cuando se anuncia diciembre, hay quienes despliegan en ellos divertidos (no necesariamente hermosos) adornos. Y en fechas patrias, los colores nacionales se plasman en todos los productos que el ingenio de la industria textil es capaz de vender. ¡Qué importa el sentido de banderas, escarapelas y otras insignias; lo que importa es que los balcones se ponen preciosos!

Y si de preciosos se trata, las reinas de la preciosura son las plantas y las flores que, cuando se adecuan a las rejas, transforman ese hierro del temor en arquitectura vegetal. En 2008, en Chueca lanzaron el Primer Concurso de Balcones. ¡Es cierto! ¡Antonio y sus estrepitosos geranios lo ganaron!

Ahora bien, por la cantidad y empecinamiento de algunas horripilancias, sería oportuno lanzar ya no un concurso, sino una normativa de penalidad, para los vecinos que un día pasaron por el vivero, se trajeron cuatro o cinco macetas para cubrir el ‘horror vacui’ de su balcón, y desde entonces, ahí las dejan vivir–morir sin ni una gota de agua ni de amor. Así proliferan infectos balcones con hojas secas acumuladas desde hace años, recipientes cuarteados, troncos que se desesperan buscando un poco de luz: retratos del abandono y la depresión. Con penas menores, igualmente merecerían un castigo a la infracción que cometen los que creen que su balcón mira hacia adentro y, en lugar de colgar sus helechos hacia el exterior del balcón, sólo nos dejan ver las espaldas de las macetas y se guardan el show de las ramas vigorosas sólo para ellos.

Muchas personas simulan que los balcones, como las espaldas o sus ombligos, están escondidos. Son el patio trasero a donde los invitados nunca deben llegar. Son el baúl de los oscuros secretos. Por eso, son focos de suicidio. Y ni qué decir de la tragedia aquella de los Montescos y Capuletos: ¡todo empezó por un maldito balcón! Pero no todos tienen tan mala estrella como el de Verona. Otros son codiciados, exitosos, anhelados, como los que hay en casas de playa, de cara al mar, con sonido a oleaje incorporado, todo por el mismo precio. Veneración despiertan el balcón en la Basílica de San Pedro y los de hoteles cinco estrellas por donde asoman otras ‘celebrities’.

* * *

No es fácil ver los balcones, ni los de aquí no más, porque podemos tropezar en el intento, ni los de más allá, porque nos separan varios miles de kilómetros. Pero el riesgo vale la pena. Y mucho más vale el gozo de saberse generoso compartiendo belleza públicamente, a través del modo de vivir y de construir el propio ramillete de malvones y una catarata verde de hiedra marmolada.

Texto previamente publicado en Revista Justa, núm. 20, febrero de 2011. www.justa.com.mx
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* Analía Melgar (Buenos Aires, 1979) es licenciada en Letras Modernas, por la Universidad de Buenos Aires. En el ámbito editorial, se desempeña como editora y traductora, en medios dedicados al arte, a la cultura y a la educación. Como periodista especializada en artes escénicas, sus artículos son publicados en revistas y diarios de Argentina, Uruguay, México, Ecuador y España. Es la editora de Justa y de Revista DCO-Danza, Cuerpo, Obsesión. Participa como conferencista y maestra en seminarios, congresos y cursos dedicados a la literatura y a la cultura del cuerpo. Coordina la Comisión «Investigación Coreográfica», del Centro Cultural de la Cooperación. Paralelamente, desarrolla una intensa labor de práctica y difusión de la danzaterapia entre niños, adultos y personas con discapacidad, desde hace quince años. Ha bailado en diversos teatros y espacios no convencionales de Argentina y México. analiamelgar@gmail.com

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