El salto Cronopio

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CITY LIBRARY IN FLINDERS STREET

Por Julián Silva Puentes*

La City Library en Flinders Street, fue el primer lugar en Melbourne que me recibió sin la brutal indiferencia de los nativos para con los inmigrantes recién llegados a cualquier país. Llevaba una semana caminando por sus calles frías (llegué en pleno invierno) sin decidirme a entrar a este u a otro lugar, cuando vi un pequeño edificio con el letrero en colores azul y verde aguamarina que decía City Library.

Me decidí a entrar porque estaba lloviendo y hacía frío. Sin embargo, no tenía ganas de tomar un libro o de escribir alguna necedad llena de lugares comunes propia de los llamados «mochileros» o «ciudadanos del mundo». Me sentía triste, esa es la verdad, un poco deprimido también y bastante solo.

Me encontraba en un país totalmente nuevo, sin mucho dinero en los bolsillos y ningún amigo a quién pedirle ayuda cuando las cosas se pusieran realmente duras.

Y ahí estaba yo, caminando bajo la lluvia en pleno invierno sin ningún lugar adonde ir ni con quién hablar. ¿Qué haría cuando se me acabaran los pocos dólares que llevaba conmigo? ¿Encontraré trabajo y un lugar para vivir? Todo esto me lo preguntaba aquel día de lluvia con el sol escondido detrás del infierno y nubarrones así de negros disfrazando de noche a la mañana. Una mañana fría de invierno.

Cuando llegas por primera vez a una ciudad en el extranjero y no tienes a nadie que te enseñe cómo tomar el tren, el nombre de las calles que son tan diferentes a las de tu pequeño país Sudamericano y los restaurantes frecuentados por los estudiantes pobres llegados del otro lado del mundo como tú, debes armarte de valor y aprender todos sus secretos haciendo uso de tu inventiva y capacidad para maravillarte.

Tal era mi caso y por ello debí hacer acopio de las cientos de horas que pasé leyendo libros de grandes viajeros antes de partir de Colombia: Thor Heyedahl y su expedición abordo del Kon—Tiki, F.W. Up de Graff buscando el camino a casa perdido en el Amazonas del siglo XX, Antonio Pigafetta y su Primer viaje alrededor del mundo en el barco de Magallanes, los grandes navegantes Vikingos, Erick el Rojo y su hijo Leif el Afortunado, llegando éste último a América 500 años antes que Colón, todos ellos grandes aventureros, almas inquietas incapaces de permanecer en el mundo que alguien más les impuso. «Entonces —me preguntaba—, ¿por qué tengo tanto miedo si esto es lo que soñé hacer durante tanto tiempo?».

De seguro que mudarse a Australia para trabajar de cleaner no es lo mismo que dejar registro del primer viaje alrededor del mundo, como hizo Antonio Pigafetta en 1519. No obstante, mi vida, según la opinión desmedida que tengo de mí mismo, es la aventura más grande jamás vivida. Eso pensaba entonces, cuando echaba globos mirando al cielo preguntándome si tendría el valor para irme de casa y explorar el mundo con mis propios ojos.

Entonces, ¡Melbourne! Por fin había llegado y una semana después me sentía triste y solitario. ¿A quién puedo llamar para preguntarle si habré cometido un error yéndome tan lejos y sin dinero para pagar un arriendo? Con 13 horas de diferencia, en Colombia era ya de noche como para que alguien contestara el teléfono; en Melbourne conocía únicamente a mi buen amigo Diego quien me dejaba dormir en su sofá hasta que encontrara en dónde vivir, pero él estaba demasiado ocupado trabajando todo el día y no tenía tiempo de mostrarme cada calle, café, restaurante, bar o el sistema de transporte público tan complicado para alguien que no ha vivido nunca fuera de su país.

«Hasta luego», le decía a Diego y a su esposa muy a las 7 de la mañana. Dejaba dobladas las sábanas en el sofá en donde dormiría esa misma noche, y me largaba a recorrer la ciudad.

Los primeros días estaba tan emocionado que no paraba de escribir todas las cursilerías que se me ocurrían; me sentaba en andenes con mi libreta de apuntes, iba a parques habitados por possums, recorría museos y entraba a los 7/11 a comprar café de un dólar la tasa, solamente para practicar el comercio en una tierra desconocida. Estaba tan feliz que no pensaba en los 500 dólares que se esfumaban cada día (presupuestaba 20 dólares diarios para comida y los cafés) y la incertidumbre de un trabajo que bien no podía llegar.

«¡Soy como Henry Miller cuando llegó a París sin dinero, futuro sin prospectos!», me decía a mí mismo caminando por las misteriosas calles de nombres como Swanston, Elisabeth, Flinders o Saint Kilda Road.

Recorría la ciudad desde las 7 am y regresaba a casa a eso de la media noche. No tomaba el tren ni el tram porque no tenía ni idea de cómo usarlos, así que caminaba. Caminaba una hora y media desde el downtown hasta la casa de mis anfitriones.

Recuerdo una de esas primeras noches que caminaba de regreso a casa y vi a este hombre tocando la guitarra en la calle. Tenía el pelo muy largo y un sombrero de copa; la guitarra estaba llena de calcomanías y mapas de distintos lugares del mundo y sus ropas eran coloridas como las de un pirata. Sonreía a todos lo que pasaban y le daban una moneda.

Melbourne está llena de artistas callejeros. En cada esquina se puede ver a un chino con barba de chivo tocando el erhu o a un español rasgando entre dos aguas de Paco de Lucía en la guitarra. Es imposible no emocionarse con la música y las luces de la ciudad, todo tan brillante y nuevo, al menos cuando superas la incertidumbre y el temor de otro día brutal de invierno.

El hombre de la guitarra con ropas de pirata tocaba Lithium de Nirvana, una de mis canciones favoritas de siempre, y justo cuando estaba de pie frente a él escuchándolo, pasó un grupo de personas, todos ellos australianos, y se abrazaron a cantar y me abrazaron a mí también como si me conocieran de siempre, y todos cantamos y sonreímos y dimos por sentado que este mundo es demasiado grande y todos nosotros iguales, al menos en el fondo, asustadizos y llenos de prejuicios así como también nobles y generosos cuando nos olvidamos de nosotros mismos.

Me sentí tan emocionado que quise llorar de agradecimiento con la vida, Jesús, las nubes, el café de un dólar del 7/11 que a pesar de saber a medias mojadas, me daba la energía que la escueta comida que apenas si podía pagar me prodigaba.

Un día te sientes el hombre más feliz del mundo como dijo Henry Miller de sí mismo en Trópico de Cáncer, y al otro un pobre Diablo perdido en una ciudad demasiado grande e indiferente a tu soledad y problemas de dinero. Es entonces cuando necesitas esconderte de la lluvia en un lugar diferente al espantoso McDonald’s de la calle Swanston con Flinders. Ese día del cual hablo, cuando llovía muy fuerte y me sentía perdido y solo en una ciudad desconocida, encontré un refugio para los fríos días de invierno y los sofocantes días de verano: la City Library.

«Would you like to become member of the Melbourne library system?» me preguntó sonriendo la mujer más amable del mundo detrás de la recepción en la entrada de la City Library.

Entré para resguardarme de la lluvia y también porque me gusta el olor de los libros viejos de las bibliotecas. Hacía un calor delicioso allí adentro.

A partir de aquella mañana, fui cada vez que tenía el día libre y no había salido de tragos la noche anterior. Y es que no sólo tenían libros allí. Podías llevarte a casa DVDS con tus películas favoritas, series de televisión y música también, cientos de bandas de las que no había escuchado jamás como Custard y Blind Pilot. En el segundo piso encontrabas un piano y a alguien, usualmente a un joven asiático, tocando Chopin. Exposiciones de arte, aulas de estudio para aprender griego antiguo con alguien de ese país, sala de computadores, videojuegos, y la posibilidad de conectar tu portátil y sentarte en un futón todo el día a ver películas o a escribir meloserías como esta.

No es raro ver a los indigentes durmiendo en las bibliotecas de Melbourne. Llegan con su costal y sus harapos y duermen todo el día; también leen y toman el mismo café del 7/11 que yo me podía permitir en aquellos primeros meses.

Nadie los echa a la calle como si fueran perros. Nadie les pide que se larguen porque huelen mal y no hacen otra cosa que tumbarse en las mesas de estudio a calentarse en los duros días de invierno. Así como ellos, yo no tenía adónde ir salvo a la calle con la lluvia y un millar de transeúntes anónimos preocupados en sus propios asuntos.

«But I don´t have money for that», le respondí a la amable señora de la recepción cuando me preguntó si quería hacerme socio.

Acostumbrado como estaba a pagar por todo en Colombia, incluso por la afiliación a una biblioteca pública como digamos, la Gabriel Turbay de Bogotá, pensé que costaría mi presupuesto de tres días para comer bageles de dos dólares la unidad y tomar café tipo «medias mojadas con agua de río».

«It’s free for everybody», me aseguró la mujer.

«¡Es gratis!», me dijo la señora. ¡Gratis! «En Colombia nada es gratis incluidas las cosas que deberían serlo», recuerdo que pensé. «Tal vez no fue un error haber venido», me dije allí mismo, sentado en un cubículo con una de las canciones más hermosas del mundo sonando en el piano del segundo piso: el Nocturno # 2 de Chopin.

Pasaron muchas cosas después de aquella horrible mañana de invierno en la que aún hoy, tres años y medio después de haberme marchado, pienso es la mejor ciudad del mundo para vivir, trabajar, beber hasta mearse en los calzones y hacer todo lo que te dé la gana. Trabajé lo que pude, viajé todo lo que quise y me emborraché escuchando en vivo a los Smashing Pumpkins, The Vaccines y a Mumford and Sons mientras cambiaba canecas en mi trabajo de cleaner.

Sí señor, pasaron tantas cosas en aquella ciudad increíble que podría escribir todo un libro al respecto. De hecho, ¡lo hice! Escribí un libro y lo presenté aquí en Colombia, en la feria internacional del libro de Bogotá del 2019. Deberían comprarlo, me refiero al libro que escribí de mis días en Melbourne titulado «Que me lleve el Diablo si me voy de la luna». Eso es, cómprenlo ahora que estamos encerrados en casa pensando en lo peor; cómprenlo y sueñen con otros mundos lejos del suyo, del COVID, el desempleo, la posibilidad de morir de hambre como consecuencia de la pandemia y tantas cosas horribles que pueden sucedernos a todos nosotros en estos momentos aciagos. Cómprenlo y sueñen en los lugares increíbles que podrán visitar una vez termine esta pesadilla, porque explorar el mundo es el deber que tenemos todos como humanidad, me refiero a mirar más allá de donde terminan las fronteras de nuestros países alucinados y aprender qué es lo que en verdad hace girar a este planeta nuestro tan difícil de comprender.

Justo acaba de salir el sol aquí en Bogotá. Son las 5:30 de la tarde y todavía me queda mucho más para decir de mis días en Melbourne. Pero no quiero hacerlo ahora. Es suficiente de recuerdos por hoy. Vamos a destapar una cerveza con Diana y a jugar Risk en la sala con el atardecer púrpura de esta ciudad que de vez en cuando te sorprende con un ocaso tipo Monet.

* * *

Así que los dejo. Pero antes quiero darles un buen consejo de vida, a los cuatro pelagatos que me leen, algo que les ayudará a pasar estos momentos de angustia pandémica: compren mi libro y háganme autosuficiente de una puta vez. Es muy difícil ganarse la vida como abogado soñando con escribir y leer todo el día y persiguiendo al mismo tiempo a esos infames, demoniacos, inmisericordemente escurridizos y hasta mitológicos contratos de prestación de servicios.

Que me lleve el Diablo si me voy de la luna. Julian Silva Puentes. Publicado por editorial ZENU año 2018. Pedidos:

https://www.editorialzenu.com/comprar-libros-colombia.php?idprd=521

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

 

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