Con Z de Cronopio

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COSECHA SUECA

Por Rafa Burgos*

No sé de dónde vino la orden. Pero seguro que tenía la voz tan suave como un licor de whisky. De otra manera no se entiende que mi jefe, uno de los tipos más poderosos del país, fuera a meterse en un lío de letras. El tráfico de secretos es uno de los negocios más lucrativos del planeta. Basta con saber callar para llenarse los bolsillos e incluso viajar un par de veces a ciertas ciudades donde la noche es tranquila y el mercado no cierra nunca. Apretar las clavijas a los políticos y empresarios, además, es fácil. Lo difícil es saber frenar, pero mi jefe se había doctorado después de tantos años y pisaba el pedal cada vez que la rueda de los sobornos, él los llamaba ventas, empezaba a derrapar como un perro en un trineo. La cosa era tan simple, de hecho, que él mismo solía ocuparse de los casos más jugosos y enviaba a los nuevos a curtirse con alcaldes y propietarios de casinos, que generalmente eran los que más tenían que callar, pero que también solían pagar con secretos aún más suculentos. Mi viejo supo verlo. Ya me dijo que las grabadoras eran el negocio del mañana.

A los tipos como yo nos tenía para la expansión del negocio. Para crímenes de verdad, para algún problema interestatal que obligara a viajar lejos o para sacar a su mujer e hijos de compras. Por eso me extrañé dos veces cuando vino con el encargo de Estocolmo. Te vas a Suecia, me dijo. Repasé mentalmente en el mapa de qué estado había visto alguna vez alguna ciudad con el nombre de Suecia. No, al país, a Europa, me corrigió, antes de que pudiese decir nada. Iba a replicar que me había dejado el abrigo bueno en la tintorería, pero se me adelantó, porque me conoce bien, y se le torció la boca con ese gesto que tiene cuando sus órdenes no admiten réplica. Porque me conoce y porque, además, sabe que no tengo ningún abrigo bueno. No te puedo dar nombres, me dijo mientras pulsaba el botón con el que llamaba a Mindy, su secretaria y uno de mis mayores fracasos. Pero necesito que revientes la concesión del Nobel de Literatura. Mindy entró, me extendió la mano en el que lucía el anillo que le había regalado su reciente esposa, lo agitó brevemente ante mis narices y dejó en el bolsillo de mi chaqueta un billete para Estocolmo. De ida, de momento. Tienes un año para conseguirlo, subrayó mi jefe. Y me hizo salir detrás del perfume caro de Mindy.

En apenas unos días, supe que Estocolmo no era para mí. Como decía mi amigo Lou, aquello estaba lúgubremente limpio, como una morgue preparada para excursiones infantiles. Y hacía tanto frío que ni siquiera podía fumar mientras paseaba. Decidí resolver aquel encargo cuanto antes, volver a casa, darme un buen baño caliente y escuchar cualquier cosa que no fuera pop de peluquería o jazz del bueno, estilos ambos que apasionan a los suecos. Como sospechaba, la orden vino de una voz de seda fina. Una tal Sara Danius, morena y de pómulos afilados, se reunió conmigo en el reservado de un hotel para contarme, yo salgo primero, que habían detectado ciertas conductas inapropiadas. —Espere diez minutos antes de salir usted, en el entorno de la Academia que concede los Nobel, bajo ninguna circunstancia nos pueden ver juntos, sobre todo, a cargo de la pareja formada por la académica Katarina Frostenson y su marido, un artista francés llamado Jean-Claude Arnault. Yo pago la cuenta, me susurró Danius, antes de que ni pestañeara para soltarme que el futuro de la literatura estaba en juego y de que empezara la cuenta atrás de los diez minutos. Como si el Nobel fuera la Academia de Platón y a mí me importara perder más de diez minutos en paladear un buen gimlet con un libro de un tal Borges en la mano.

Con la ayuda de un colega sueco, comenzamos a mover algunos hilos. Había que llevar cuidado, porque en Suecia la Academia es como Fort Knox, una mina de oro, y hasta el rey Karl Gustav podría salir salpicado. Al menos, eso es lo que me advirtió mi jefe por Skype. Yo ya tenía la estrategia estudiada. La había aplicado muchos años atrás, cuando me dediqué a limpiar la ciudad de Personville. Consistía en lanzar mierda a uno y otro lado hasta que impactara en la diana oportuna. Y, a partir de ahí, sentarme en el porche, recibir un par de bofetadas y ver pasar el cadáver de mi enemigo, como dijo el chino aquel. Resultó aún más fácil de lo que esperaba. Mi colega sueco, Víktor, un mastuerzo de dos metros y rubio como el licor de limón aguado, se escandalizó de ver lo que íbamos encontrando. El tal Arnault no sabía tener la boca ni la bragueta cerradas, además cobraba como un neurocirujano saudí de la propia Academia de la que su mujer era arte y parte y, encima, tenía el ego tan hinchado como cualquiera que se dedique a las letras, la pintura, la música o el fútbol.

Víktor y yo hicimos acopio de cuantos trapicheos pudimos encontrarle a la pareja. Íbamos dando cuenta a Danius, que no sonreía nunca para no cortar el aire, y a mi jefe, que ni siquiera me contestaba a los whatsapps. Lo peor fue comprobar la cantidad de mujeres que estaban dispuestas a hablar sobre cómo las gastaba Arnault, quien no parecía darse cuenta de que los tiempos habían cambiado y que las muchachas ya no estaban dispuestas a consentir ni una mirada a destiempo, ni de que tampoco iban a dejar pasar la oportunidad de denunciar públicamente su depravación. Los teníamos bien agarrados, pero el dilema estaba en cómo empezar a agitar el avispero. Lo reconozco, tuve una idea brillante. Deslicé a Danius que había que poner nerviosa a la prensa. Darles carnaza, haciéndonos pasar por Arnault, para que todos los plumillas apuntaran su apellido en sus agendas. Tal vez filtrar al ganador del próximo premio, sugerí, mientras Danius se recogía la coleta y Víktor se secaba el sudor con un pañuelo. Y ahí me llegó la inspiración, probablemente con mi amigo Lou en el recuerdo. Bob Dylan. Va a ser Bob Dylan. Víktor se desplomó en el suelo y se golpeó, nada grave, con una mesa de Ikea en su caída. Danius sonrió por primera vez.

La bola echó a rodar. Dylan era lo suficientemente disparatado, venerado y antipático como para causar un terremoto global. Lo nunca visto desde Pompeya o San Francisco. Varios medios se enteraron un par de horas antes de la proclamación oficial. Los periodistas, sujetos tan maleables como un papel de aluminio, empezaron a golpear en la puerta de la Academia. Una tal Matilda Gustavsson, del diario Dagens Nyheter, fue la elegida por Danius para comenzar a publicar los casos de abusos sexuales de Arnault. Mi jefe me llamó, esta vez sí, desesperado, porque había recibido una llamada de la Casa Real sueca. Mientras me gritaba que me iba a matar por un oído, por el otro atendía a un alto cargo de la monarquía local, un sujeto pequeño y con gafas que en Estados Unidos no habría pasado de cajero del Walmart. Le demostré que estaba todo controlado, le convencí de que la culpa de todo la tenían Arnault y su mujer y le pedí que rogara a su majestad que me prestara un año de paciencia. Poco después, Dylan mandó a Patti Smith a aceptar el premio. Esa noche me emborraché a la salud de Lou.

Dicho y hecho. Para cuando llegó el galardón de Kazuo Ishiguro, teníamos todos los triunfos en la mano. Víktor se tranquilizó, pero dejó la profesión y ahora caza ballenas. Danius no volvió a sonreír e incluso dimitió de su puesto en la Academia. A sabiendas de que la dimisión no está recogida en sus estatutos, claro, me confesó. Mi jefe recibió una invitación formal a pasar una semana en la isla de Fårö, donde decían que había vivido un tal Bergman, director de cine. Declinó la oferta, pero se guardó el billete para intercambiarlo por la confesión de alguien que había oído que otro sospechaba que un tercero había visto a Trump en casa de una prima. Para cuando Arnault y su mujer se dieron cuenta de la que les había caído encima, el Nobel de Literatura había quedado aplazado hasta 2019. Yo cobré más de lo normal. Regresé a casa. Me preparé un buen baño. Escuché The Ballad of a thin man en bucle. Y determiné que los escritores y artistas eran tan iguales a los demás como cualquier otro. Era el momento ideal para llamar a mi amiga Lillian.

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* Rafa Burgos es periodista (Alicante, España, 1971). Comenzó su trayectoria profesional en 1997 como colaborador y crítico de cine en el periódico local La Prensa y posteriormente pasó por El Periódico de Alicante (donde asumió también la labor de editor) y Las Provincias (crítico de cine). En 2003 se incorporó a la plantilla del diario El Mundo, en el que ejerció de redactor de Sociedad y Cultura y columnista. En 2012 dejó el puesto para dedicarse a proyectos personales, como el blog El Faro del Impostor (www.elfarodelimpostor.com), un documental sobre el boxeador Kiko ‘La Sensación’ Martínez (actualmente en post-producción) y el libro ‘La feria abandonada’ (Barbara Fiore Editora, 2013), del que es coautor junto al dibujante Pablo Auladell y el poeta Julián López Medina y que acaba de ser traducido al francés (‘La fête abandonnée’, Editions de l’An 2, 2016). En la actualidad, escribe la columna semanal ‘Vals para hormigas’ para el diario Alicante Plaza. Se le puede seguir en Facebook (El Faro del Impostor) y Twitter (@Faroimpostor).

 

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