Literatura Cronopio

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LA RANA Y EL MOSQUITO

Por Baltasar Fernández*

1.

Las ranas son seres perfectamente consecuentes. No esconden su apariencia viscosa, a ratos repugnante, sino que hacen gala de su saber estar. De una presencia aristocrática, estirada, que nos hace olvidar su piel fangosa para prestar atención a las palabras que profiere su boca, por demás enorme y seria. Sus frases, que algunos confunden con croas, son a menudo grandilocuentes y sentenciosas, como quien dicta cátedra ante un público ignorante, lo cual no les quita interés. No se les entiende bien debido al tamaño abultado de su lengua, que apenas pueden retener en la boca mientras hablan. Sus maneras son lentas y pesadas, de una estudiada elegancia más allá de los gustos del día, es decir, algo vetustas y berroqueñas. Las ranas son gente de orden. Saben que una cigüeña es una cigüeña, descarada y peligrosa, que una rana es una rana, que una piedra es una piedra, y una charca es una charca. Las cosas son como son, y así habrán de ser mientras este mundo siga su buen curso regido por normas, principios y valores seguros, sensatos y bien establecidos. Desde que el mundo es mundo, las ranas han ocupado un lugar preferente en la vida de las especies anfibias, y mucho se precian de haber contribuido al equilibrio racional de arroyuelos y pantanos.

Los mosquitos, al contrario, son seres volubles de mente avispada, mirada curiosa y caminar diligente e inquieto, incluso acelerado a ratos, tanto que apenas podemos seguirles con la mirada. De una delgadez lineal desde la cola hasta el pico, sus alas, de forma y nervaduras agradables, asoman pulcramente a los lados de la ropa. Los mosquitos no se preocupan por la marcha del mundo, dado que su vida es breve, y no hay tiempo para tanta seriedad y tanta previsión. Su modo de ser es liviano, desenfadado y solitario. Apenas necesitan un poco de comida y humedad, y sólo se preocupan por tener una vida nocturna alegre entre la camaradería de los demás mosquitos. Su voz es aguda y siseante, tampoco se les entiende mucho, pero usan de argumentos inteligentes y concisos, sin perífrasis gratuitas ni innecesarios rodeos. La sociedad de los mosquitos es individualista, valoran su libertad de acción, el respeto a los demás y el derecho a no ser molestado con conversaciones inoportunas. Cuando beben dos gotas de sangre de más, se vuelven dicharacheros y elaboran alambicados sofismas que encandilan a su audiencia, mezclando tintes éticos y dramáticos no carentes de cierto lirismo y buen gusto.

2.

Una vez los personajes han sido debidamente presentados, pasemos a la fábula.

3.

Una noche calurosa, últimos días de la primavera. Una luna enorme y baja ilumina las calles de la ciudad, vacías ya de peatones y de vehículos. Una rana y un mosquito llegan a un semáforo. Sin darse cuenta de que el artilugio está roto, la rana pulsa el botón y espera pacientemente a que la luz les indique cuándo pasar sin peligro. La espera se prolonga en exceso, así que, tras las pertinentes toses nerviosas y miradas interrogantes, entran en conversación. La noche está despejada, tenebrosa incluso ante tanto silencio que sólo rompe a lo lejos el canto de algunos grillos.

4.

La rana habla con voz tronante y contundente.

—Ejem… (silencio),

ejem… (más silencio).

He dicho “ejem”.

—Oh, lo siento, no había reparado en que quisiera usted hablarme. No piense que es descortesía, los mosquitos no solemos prestar especial atención a las demás personas. Que cada cual se las haya con sus cosas, nosotros vamos a lo nuestro.

—Ejem…, deberían ustedes guardar cuidado, podría parecer una falta de educación. Hay mucha gente sensible a los malos modales, y no conviene hacerse enemistades por razones como ésta. Una sociedad de buenas formas es una sociedad con futuro.

—Disculpe que no me interese el futuro, mi vida es corta y moriré mañana.

—Ello no es óbice para que piensen ustedes en la colectividad, en esta gran empresa histórica que es la sociedad de los animales inteligentes. Debemos pensar en las generaciones próximas, disponer para ellos un mundo gobernado por la razón y el sentido común. Es nuestra responsabilidad sostener lo que hasta hoy se ha logrado, y entregarlo engrandecido a nuestra descendencia.

—Mi descendencia será numerosa. Precisamente esta mañana he puesto cuatrocientos huevos junto a unos juncos. Liberarme de tamaña carga en el abdomen me ha permitido volver a mis actividades. Ya ellos lucharán por sobrevivir dignamente cuando yo haya muerto. No es algo que me preocupe.

—Ejem…, una sociedad egoísta es una sociedad derrotada, pues carece de la argamasa necesaria para vincular los esfuerzos de todos ante las grandes tareas y retos que afrontamos. Piense no más en la construcción de los edificios de oficinas, en los puentes y ferrocarriles, en la limpieza de las muchas áreas comunes, resuelta prestamente por una miríada de escarabajos y ratones, o piense en las importantes tareas de nuestro gobierno, siempre aplicado y renuente al descanso. Qué sería de nuestro buen gobierno si todos y cada uno de nosotros no cumpliera correctamente con las exigencias obvias de nuestra parcela dentro de la vida en común.

Ejem…

Siempre lo digo, un animal de orden es un animal sano, y es necesaria mucha sensatez, contención y disciplina para llegar a ser un animal de orden.

—No le discuto. Estas cuestiones de las que habla me son por completo indiferentes. Por mi parte, el gobierno sólo es una camarilla de personas que ambicionan el poder, gente sin escrúpulos que ocultan sus perversas intenciones tras una cortina de buenas palabras. Fatuos como el fuego, y tan peligrosos como él. Si tuviéramos que hacer todas las cosas que este gobierno suyo nos pide, no acabaríamos nunca y yo tendría que retrasar mi muerte. No, amigo, la vida se vive una sola vez, y debemos tomar nuestras propias decisiones.

—Sus palabras me llenan de asombro. Nuestra sociedad ha avanzado hasta lograr cotas de bienestar inalcanzables para muchos, y todo ha sido gracias a la labor de nuestros gobiernos y a la inestimable colaboración ciudadana. Animales sensatos en los que uno puede confiar, haciendo cada uno en su momento lo que ha sido establecido por el bien de todos. No tenemos desempleo, en las familias reina la armonía y el respeto de los hijos hacia sus progenitores, las calles son lugares seguros, y la violencia entre especies se ha reducido hasta niveles desconocidos en las estadísticas. Dígame si no es motivo de orgullo y satisfacción. Ningún otro ecosistema del planeta puede presumir de un estado tan meticulosamente planificado y satisfactorio como el nuestro. La racionalidad es la llave para el progreso. Las ranas somos animales racionales, esto no puede dudarse, las pruebas son numerosas, así que sabremos dar la talla y ocupar el lugar que nos corresponde entre los demás.

—Pero los animales están empleados en tareas que les agobian y les enferman. A cambio de una mísera ganancia, comprometen su tiempo en proyectos que no les pertenecen y que poco tienen que ver con lo que desean. El orden en las calles es evidente, esto se lo concedo, pero el resultado es esta desolación que ahora mismo nos rodea, ningún alma alegre para compartir los placeres de la noche, todos en sus casas, durmiendo pronto para levantarse aún más pronto, tan pegados al reloj que su corazón reproduce rítmicamente el tic–tac cansino y asfixiante.

—No haré caso de sus palabras. Comprendo que no está usted en su momento de mayor sobriedad. Quién diría, hablar así de nuestro gobierno y de la perfección de nuestras normas de comportamiento, tan sutiles y bien elaboradas.

—Querrá usted decir de las infinitas normativas, regulaciones, protocolos, avisos, notificaciones, que tan estúpidamente generan los organismos de la administración, y que aún más estúpidamente repiten por inercia unos y otros hasta la extenuación. No, amigo, eso no es progreso, sino esclavitud; no es calidad de vida, sino mansedumbre y acomodo. No hay dignidad en ello, ni libertad para que cada cual decida su vida a su antojo bajo su propia responsabilidad.

—Acabóse, cada cual haciendo su vida a su antojo. Debo reconocer que sus ideas resultan extravagantes y mueven a la hilaridad. No lamento haber coincidido con usted en esta noche. Sus opiniones, disolutas y asaz desvariantes, refuerzan mis convicciones y mi orgullo de rana correctamente integrada.

Ejem…,

ejem…

—Tose usted mucho, amigo, ¿puedo ofrecerle un trago de mi botella?

—De ningún modo, muchas gracias, yo sólo bebo en fuentes debidamente homologadas.

—Oh.

5.

La rana mira constantemente su reloj de bolsillo y constantemente lo vuelve a guardar en el chaleco. El semáforo continúa sin darles paso, a pesar de haber pulsado el botón en varias ocasiones espaciadas.

—Ejem…,

ejem…

Vea, por ejemplo, este semáforo. Su correcto funcionamiento permite que peatones y vehículos crucen por turnos sin temor a los accidentes. Se enciente la luz verde, adelante; se enciende la luz roja, deténganse; se enciende la luz verde, adelante…, se enciende la luz roja… Cómo no pensar en las magníficas obras de la ingeniería, en la arquitectura de las catedrales, en el acoplamiento armonioso de las orquestas, de las grandes maquinarias de las cadenas de montaje. Cómo no recordar las muchas virtudes de la coordinación entre los animales. Cómo no hacer loas de una sociedad tan bien engranada, cada objeto en su lugar, cada suceso en su momento. El orden, querido amigo, garantiza la vida.

—Diga usted lo que quiera, para mí que este semáforo está estropeado y deberíamos cruzar sin mayor problema. Evidentemente, nadie pasará por aquí a estas horas de la noche.

—Estropeado…, estropeado… (la rana tose alterada), cómo podría ser eso posible. El sistema de mantenimiento de semáforos y muebles urbanos ha sido mejorado de manera importante en los últimos años, la prensa ha informado sobradamente sobre ello, y nuestra ciudad ha sido galardonada con el semáforo de oro, un prestigioso reconocimiento que muy pocas ciudades pueden lucir en sus vitrinas. Sin duda, los equipos de control del tráfico, después de innumerables cálculos y cotejos, habrán estimado que este semáforo deberá permanecer así durante un tiempo mayor. Aunque aquí, efectivamente, el tráfico sea escaso…

—Querrá usted decir nulo.

—No, quise decir escaso…

Aunque aquí el tráfico sea escaso, como decía, la red de semáforos se extiende ordenadamente por toda la ciudad, y es seguro que éste deberá permanecer cerrado a los peatones para que la circulación esté controlada en otros cruces y lugares. Que nosotros no podamos verlo no es relevante. Ya se encarga de verlo nuestro gobierno con sus innumerables ojos que no descansan.

—¿Está usted sugiriendo que no podemos cruzar, y que deberemos permanecer aquí parados por tiempo indefinido hasta que el gobierno lo decida?

—Exactamente, esa es mi actitud.

—Haga usted lo que le parezca mejor, no se lo impediré. Yo cruzaré cuando desee. Sólo seguía aquí parado por la curiosidad de entablar conversación con usted. Nunca había tenido la ocasión de tratar con una rana personalmente.

—Hágame caso y no cruce. Tengo muchos años de experiencia en la vida urbana, y al final, el gobierno decidirá lo mejor para nosotros.

6.

El tiempo siguió pasando, y ambos contertulios callaron observando de puro aburrimiento las pocas cosas que pueden observarse en semejante lugar ya entrada la noche. La rana sintió un rugido en el estómago, tosió avergonzado y miró fijamente al mosquito. Su fina estampa, sus alas bien formadas, el gesto distraído de su mirada, le parecieron por primera vez interesantes. Antes de darse cuenta, se le engordó la lengua dentro de la boca y, lanzándola impulsivamente, engulló al insecto. Mientras masticaba el crujiente bocado, la rana volvió en sí y levantó la vista hacia el semáforo. Rayando el alba, la luz verde se encendió, y se congratuló de llevar tanta razón sobre el buen funcionamiento del servicio técnico. Sumido en estos pensamientos, echó a andar atravesando la calle sin reparar en la silueta gigante de una cigüeña que se aproximaba en un picado casi horizontal, demasiado rápido para el andar mayestático y pesado de la rana. Ejem…, apenas pudo entender la situación cuando ya era tarde.

___________

* Baltasar Fernández Ramírez es psicólogo social, profesor de la Universidad de Almería. Licenciado y doctorado en psicología en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha escrito trabajos variados sobre psicología ambiental, evaluación de programas, apologías del relativismo, ensayos sobre teoría urbana y teoría social. Coedita la recién nacida revista de acceso libre URBS, Revista de Estudios Urbanos y Ciencias Sociales, y ha dedicado algunos esfuerzos a investigar, criticar y denunciar el estigma social contra las mujeres obesas.

Web: https://ual-es.academia.edu/BaltasarFernándezRamírez

 

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