CRÓNICA ETÍLICA
Por Diego Alfonso Landinez Guio*
«No sé cuántas botellas de cerveza
consumí mientras esperaba que las cosas
mejoraran».
(Charles Bukowski).
El grito enfurecido de una mujer perturba el silencio de la calle. Se manifiesta ante mí la delincuencia que inunda a diario los noticieros y periódicos amarillistas. Esta vez es un joven que agrede a una señora que no tarda en hacerse sentir, con la esperanza de que algún caballero de buen corazón la defienda de aquel púber criminal. Sin ningún reparo, el tipo toma la cartera tras un leve forcejeo. No corre, simplemente camina, tras el caso omiso que hacemos los pocos presentes de aquel llamado de auxilio.
Segundos más tarde, y como saliendo de un desprevenido letargo, dos solidarios ciudadanos salen a la caza del ladrón, que al fin se ve obligado a correr. El encuentro de estos tres personajes termina en la golpiza justiciera que repara el honor de la víctima. Dos nuevos héroes han nacido, para la vergüenza de quienes no nos atrevimos a hacer nada.
En diez minutos, llega una moto policial para defender al magullado asaltante y dejar caer sobre él todo el peso de la ley. Con toda seguridad, lo dejarán en libertad al día siguiente y probará en otro lado la suerte con la que hoy no contó. Se lo llevaron, no sin la advertencia de que, si volvía, le iría peor.
No sé por qué me quedé en aquel lugar. Quizá por la morbosidad inherente a dichos acontecimientos o por la atracción que genera en los transeúntes curiosos, como lo hacen las bombillas con los insectos. Quizá por la sorpresa simulada que se desprende de atestiguar un acto reprochable (o dos) que atenta contra la convivencia tantas veces amenazada, o la resignación de que pasen cosas similares, pues la tierra de la que nacen las plantas es siempre la que depara su marchitar. O quizá es un poco de todo, sumado a cierta simulación de interés y preocupación que, con esfuerzo de urbanidad, oculta una más honesta indiferencia.
Vuelvo así a mi camino y a mis preocupaciones. Pienso que las botellas no se vacían solas y que alguien tiene que ocuparse de ello. Como siempre, son esos nublados días los que me invitan a perderme en los abismos etílicos de la ciudad. Esta inclinación por lo sórdido me hace sentir la realidad en su crudeza, sin los eufemismos de la propaganda ni el romanticismo de la vagancia bohemia.
Llego a un lugar en medio de una improvisada plaza de mercado, y a mano derecha me sumerjo en su fondo más apartado. Sea la hora que sea, en este lugar siempre es de noche. Aquellos que se encuentran ya sentados me miran con la extrañeza de siempre, pero con el gesto de camaradería de quien ve a un viejo conocido. Sin decir una sola palabra, me siento en la mesa contigua a la de aquellos individuos. Somos una pequeña comunidad de alcohólicos anónimos. Su mesa llena de botellas me indica que llevan algunas horas de ventaja. Están en ese punto en el que las conversaciones suben de volumen y en el que cualquier canción es propicia para demostrar las pocas dotes para el canto y el baile. Igual, a nadie le importa.
Como de costumbre, pido algo suave. Una cerveza está bien para hoy. Los tragos más fuertes los reservo para los días de compañía. Hoy estoy solo y con seguridad beba poco. Al menos, cumplo con esta especie de autoengaño reglamentario, para no pensar que ya no tengo remedio.
Llega la primera cerveza. La bebo con timidez para sentir el sabor amargo al que poco a poco se va uno acostumbrando. Mientras quito la etiqueta de la botella, me pregunto por qué considerar a estos lugares como «de mala muerte». Quizá porque aquí el ambiente se inunda de malos modales, malas palabras y caras de pocos amigos, porque está lleno de gente que pierde su tiempo en el vicio, que dilapidan su dinero y su conciencia en la tumba del alcoholismo y la miseria, personas que, seguramente como yo, piensan que no tienen mejores cosas que hacer y que es inevitable hundirse en el sinsentido. Total, de algo hay que morir y no vale mucho la pena prolongar lo inevitable.
Pero a pesar de todo, soy optimista. Veo los rostros de mis compañeros de tragos y pienso que son personas trabajadoras que solo buscan alejarse un poco de su dura realidad, que buscan un rostro amable que quiera prestar atención a sus desilusiones y resentimientos y que, al menos, aparente cierto interés por algunas horas. Es el juego de siempre, y es así que tiene sentido. En el fondo, es gente buena, «el pueblo» que vive, que sufre, que ha sido sometido, explotado, vejado y… de pronto, mi reflexión nueveabrileña [1] es interrumpida por gritos (sí, nuevamente gritos) y el sonido de botellas quebradas.
Una masa de personas, confundidas en una orgía de golpes y botellazos, se acercaba hacia mí envuelta ya de sangre, gruñidos y furia. Estupefacto, solo puedo cubrir mi precaria existencia para no meterme en lo que no me importa. El vaho asqueroso de sudor se mezcla con un olor a pescado del que acabo de percatarme, quizá por el contraste con el aroma dulzón del aguardiente que ya alcanza mi chaqueta. De pronto, la caricia vengadora de un vidrio se arrastra sobre mi cabeza. No hay manera de salir limpio de una fosa séptica y menos cuando uno mismo hace parte de la suciedad que la reboza.
Asumo mi cobardía y escapo despavorido, no sin antes renegar del hampa del que ahora sí me considero proscrito. Solo me queda limpiar la sangre de mi trauma craneoencefálico, no sin exagerar un dolor más moral que físico. Ahora, con el dinero del trago no pagado, tendré que buscar un nuevo lugar para embriagarme.
NOTA:
[1] Alusión al «Bogotazo» o disturbios posteriores al magnicidio de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, en Colombia.
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* Diego Alfonso Landinez Guio estudió filosofía en la Universidad Libre, historia y maestría en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Es docente de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Ha escrito artículos de opinión para medios digitales y publicado artículos académicos como «Resistiendo al control», «La superación del nihilismo en la búsqueda del eterno retorno» y «Libertad: un efecto ético de la literatura». En la búsqueda de nuevos horizontes expresivos ha experimentado con la narrativa, de lo cual ha resultado la publicación de uno de sus cuentos: «episodio psicótico».