GRACIAS POR LA OFERTA
Por Carlos Marín*
El sargento de la policía, Orobio Pedro J., se acercó a José y le dijo:
—Amigo, ¿me recuerda?
—Claro que sí, sargento, buenos días —contestó José, temeroso. Se puso lívido, sintió la pálida, y volvieron a la mente, una vez más, los recuerdos que lo atormentaban desde hace un mes.
José era mecánico de una bicicletería de barrio, donde trabajaba desde su niñez. El gran amor de su vida fueron las ciclas, las cuales reparaba como sí de una caricia se tratara. También gustaba de montarlas y efectuaba tres veces por semana un paseo a Jamundí y sus alrededores. Su uniforme amarillo combinado con vivos rosados, su pequeña estatura, su piel negra y el abundante bello que cubría su cuerpo, producía al mirarlo un sentimiento que era una mezcla de risa y humildad. La gente del barrio que lo vio crecer lo quería.
Mientras pedaleaba soñaba que era un gran campeón, su mente se perdía en proezas y hazañas, en las que ganaba las más importantes carreras del mundo y por supuesto La vuelta a Colombia. Pedaleaba solitario y le ponía gusto al paseo ‘picándole’ a los postes del alumbrado con los cuales disputaba heroicos embalajes. También los árboles, las vacas y los ciclistas cargados de cantinas de leche eran víctimas de su velocidad. Cuando sentía el fragor de un pelotón de ciclistas, que pasaban por su lado envueltos en sus multicolores uniformes, era tal su emoción que sus ojos se llenaban de lágrimas.
¡Cuánto hubiera querido ser uno de ellos!
Como amuletos llevaba envueltos en el sillín de la cicla los escapularios benditos del Milagroso de Buga y el de la Virgen del Carmen, para que lo protegieran de todo mal.
Pero este amor por la bicicleta fue la causa de todas sus desgracias, como lo que le había sucedido hace algunos años en que fue empujado brutalmente y golpeado por unos bandidos para robarle su primera cicla, ¡su bien más preciado! Para él fue como volver a perder a su madre. Después de esta tragedia, ahorró cinco años y se pudo comprar una Monark de carreras de segunda, igual a la de los profesionales. También decidió añadirle a la protección de los santos una pistola.
Los hechos por los cuales ahora recibía la visita del representante de la ley sucedieron una mañana de domingo mientras entrenaba. Acababa de pasar el puente del río Jamundí, de regreso hacia Cali. Vio un jeep varado a la orilla de la carretera, y dos hombres le agitaron las manos pidiéndole ayuda. El siempre fue un hombre solidario, esto lo aprendió desde la época en que pagó servicio militar y fue auxiliar de enfermería en muchas batallas contra la guerrilla.
—¿Les puedo ayudar? —se ofreció amablemente.
—Si. Bájate de la bicicleta, negro hijueputa. —Le gritó uno de los bandidos y le apuntó con un arma de fuego, mientras el otro, lo amenazaba con un machete.
José obedeció. ¿Qué más podía hacer? Se tomó su tiempo mientras su mente buscaba una salida. Rápidamente se decidió. Sabía que en el bolsillo de atrás, junto con los bananos, el bocadillo y las galletas, tenía la pistola. Fríamente cogió la cicla, la levantó, hizo el amague de que la entregaba mansamente, y la lanzó con toda su fuerza contra el bandido que le apuntaba. Su puntería —y Dios en su infinita misericordia— hizo que el golpe del plato de la cicla atinara justo en los testículos del sorprendido bandido. Éste se encogió de dolor, momento que aprovechó José para sacar la pistola, y descerrajarle un tiro en medio de los ojos.
El segundo bandido fue poseído de un pánico tal que se lanzó al piso, suplicando por su vida.
—«¡No me mate… no me mate…!» —mientras su cuerpo empezó a ser presa de unas fingidas convulsiones y vomito. José sabía que esto no era más que el teatro que hacen las ratas cuando son atrapadas, para producir pesar.
—Yo no soy un asesino —Contestó.
Se dispuso a continuar su camino, cuando en ésas llegó una radiopatrulla con cuatro policías. Lo detuvieron, y el comandante del grupo —un moreno de casi dos metros de estatura, cuyo nombre se veía impreso, encima del bolsillo de la camisa «Orobio»—, dijo:
— ¿Qué pasa aquí?
—Acabo de ser atracado por estas ratas, mi Sargento, —distinguiendo José el rango del agente —y me defendí con esta pistola, como usted lo puede ver.
El policía miró cuidadosamente el cadáver.
—Está muñeco — sentenció.
Después se dirigió al bandido que había empezado a llorar.
—Cómo te llamas.
—Salvador. Y este tipo trató de robarnos el jeep, balbuceó temblando del susto.
—¡je, je, je! Rata mentirosa fue la respuesta.
El sargento y los agentes esculcaron detenidamente el jeep donde encontraron muchos indicios de atracos y fechorías.
—Hace días buscábamos estos atracadores, dijo, bueno tarde o temprano ellos van cayendo. La vida se encarga —sentenció filosóficamente.
Luego, dirigiéndose a José le propuso con pasmosa tranquilidad:
—¿Quiere usted «quebrar» la otra rata? por nosotros no hay problema, le damos permiso para que se desquite.
Al bandido le volvieron las convulsiones y el vómito.
—No, mi Sargento. De todas maneras ¡gracias por la oferta!
—Bueno está bien, si no quieres, no quieres, allá tú, no te vamos a obligar. Déjenos sus datos y váyase, no se preocupe, que nosotros nos encargamos —torciendo la boca al decir la última palabra.
José montó en su cicla para marcharse y vio la cara aterrada del bandido. —No se alegró.
Así pasó un largo mes hasta esa mañana en que recibió la no muy esperada visita del sargento. Quien rompió el hielo diciendo:
—Gracias a Dios todo terminó bien, no hubo ningún inconveniente, yo y los muchachos nos encargamos del muñeco y del otro. Pero tenemos un problema.
—¿Cuál mi Sargento? —Preguntó José muerto del susto.
—Nos debes treinta mil pesos. ––dijo secamente. Tuvimos que pagar en la comandancia el valor de seis balas. A cinco mil pesos cada una.
___________________
* Carlos Marín es arquitecto egresado de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá), profesor de la Universidad Autónoma de occidente UAO, donde enseñó semiótica visual e historia del cine, dirije el cine club Agarrando Pueblo de la UAO, tiene sesenta años y reside actualmente en la ciudad de Cali.
exelente, condensacion de la realidad, como este cuento tenemos llena las vivencias colombianas…son el pan de cada dia… cinco años para comprar una monareta de segunda? ese es el alma del colombino. gracias por el cuento
Que buena proyección de las ‘autoridades’ que andan por ahí de policías. Me gusta mucho el componente de esa ‘libertad’ que alcanza el personaje a través de su bicicleta en esos recorridos que le permiten la evasión y el sueño. Creo que todos necesitamos de un elemento que nos permita evadirnos a veces.
Saludos.
Muy bien escrito el cuento, està basado en hechos
reales, que me constan.
Estupenda la publicación de mi cuento, muchas gracias, magnificas las ilustraciones. gracias