Literatura Cronopio

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COSAS DE LA VIDA

Por Carlos Eduardo Vásquez*

Noche de mi muerte. Comienza a amanecer. Han pasado varias horas. Ya no siento nada, sólo imagino el cuerpo vacío de Raulito sobre mí. Trato de tocarlo pero mi brazo sufre el mismo vacío de su cuerpo.  Me hubiera gustado pasar con él estas últimas horas hablando de cosas simples como del partido del domingo contra «los de arriba», el equipo del gordo que le soba las nalgas a los amigos de «Mi niño» cada vez que esperan cerca del arco para cabecear y liberar la adrenalina de su gozo en un gol; o de las novias de sus compañeros y sus proezas eróticas entre los algodones oscuros de la taberna de su único amigo mayor de veinte años. No me esperaste «Mi niño». Así eras siempre. Dentro de mi cuerpo que los años han hecho lento como el carbón, desfogabas tus hormonas como si apuraras la última gota de tu helado de cumpleaños. El cuarto huele a sangre y a rosas; a muerte y a recuerdos. El ramo que traía Jorge es un desorden de pétalos por la habitación.
Pensaba lucirme con María y de paso, cubrir el olvido de nuestro último aniversario. Aunque, después de tantos años de «matricidio», como dice el mensajero de la oficina, uno no debería preocuparse tanto.  La champaña se enfriaba en la nevera. María estaba al borde de otra crisis. Lo sé porque empezaba a mirarme con ojos de fiera herida. Yo quería darle una gran sorpresa, pero la sorpresa fue para mí. La llamé desde un supuesto hotel: «Mi amor, los suizos quieren ver otra vez la casa de don Absalón para el negocio de banquetes. Tengo que atenderlos, tu sabes… la comisión».  Mentira.  De mi oficina salí para «El Viejo Bar». Nada como unos whiskys para vencer la rutina de acostarse con la esposa. No recuerdo cuántos me tomé, pero fueron bastantes a juzgar por los baches de mi memoria.

Pedí que pusieran a Olimpo Cárdenas y pregunté por Nancy. La llamaron y vino a sentarse a mi lado.  Se veía buenísima con su faldita negra y esas tetas descomunales que querían reventarle los botones de la blusa. Se lo dije y se cagó de la risa. Esa rubiecita me tiene loco. En la cama es toda una salvaje. Se me enciende la sangre cuando hundo la nariz entre sus cabellos que huelen a hembra fuerte. Nancy pidió lo de siempre: trago, billete y catre… Despachó media botella de aguardiente en un abrir y cerrar de ojos mientras yo curioseaba bajo su falda con un rollo de billetes de veinte mil. Me lo arrebató divertida. Dijo que le había dado hambre de macho con tanto manoseo y trató de empujarme hacia los cuartos de arriba. Yo le conté que era el aniversario de María y que tenía que llegar temprano. Se rió hasta que la tos la dobló sobre la mesa, y luego, resignada y dispuesta a dejar inviolado a su mejor cliente, regresó a la barra donde un tipo con pinta de «chulo» la empelotaba con la mirada.

El peso del brazalete de mi mujer en el bolsillo me hizo recordar que esa noche tenía que cumplirle en la cama. Firmé la cuenta y salí. Hacía frío. En el camino compré un ramo de rosas rojas, las favoritas de María. Imaginé su cuerpo desnudo y entregado al sueño y me sentí afortunado, pues a sus cuarenta y siete años, mi mujer todavía merecía una segunda mirada. Quería seducirla esta noche y disfrutármela toda. Cuando me bajé del taxi, sentí un dolorcito frío en los testículos y me alegró saber que a pesar del tiempo, María no tendría, tampoco hoy, razón para quejarse.

Abrí con cuidado para no despertarla. La imaginaba en la cama, sola. Oí gemidos en la habitación, ¿María llorando?  Me detuve a escuchar. No, claramente se trataba de otra cosa. ¡Mi mujer se acostaba con otro en mi propia cama! Como un rayo entré a la cocina. El cuchillo brillaba sobre el mesón.  Tumbé la puerta del cuarto… mis ojos no daban crédito a lo que veían. ¡María!

Nunca antes pasé por alto nuestro aniversario, Jorge. Pero anoche… Jamás tuve un amante, Jorge.  Pero… Debes creerme, Jorge, yo…  ¡Me sentía sola, Jorge!  ¡Qué querías, por Dios!  Veinte años de aguantar es mucho tiempo. Además… ¡Jorge!  No, Jorge… ¡Jorgito, por favor!  Él no tiene la culpa… ¡Fui yo!  ¡Fui yo la que…!  ¡Jorgeeee! … Pero, lo mató.

¡Tremendo empujón! Me agarraron por la espalda. Primero, oí el grito de María. Luego, sentí el dolor.  Miré. La sangre bajaba por mi pene, todavía erecto. Dos golpes más. Yo me sentía débil como cuando me sacaron las amígdalas el año pasado y mi mamá me tenía que acompañar al baño. Alguien más gritaba, un señor… No pude entender lo que decía porque la lengua se le enredaba como a mi papá cuando llegaba borracho. El cuarto comenzó a dar vueltas. Pensé: «¿Pero, qué hace este tipo aquí?»  Nunca había sentido tanto miedo. ¡Me estaban apuñalando! Las piernas se me aflojaron. ¡Virgencita linda! ¡No me quiero morir! ¡Maamaaá!

Después del grito Raulito se sostenía inexplicablemente. Luego cayó como la hojita de un árbol sobre mí. Pobrecito, no entendía qué era lo que pasaba. Era demasiado inocente y no sabía nada de Jorge.  Parecía mirarme, pero sus ojos estaban ya muertos. Jorge llegó borracho. Quise proteger a «Mi niño», pero me enredé en las sábanas. En el piso sentí mi espalda partirse en dos. Era el mismo cuchillo que hubiera utilizado para matar a Jorge el día que el portero me avisó del espectáculo que estaba dando con la prostituta dentro del carro. Ese día sentí miedo de matarlo y ahora la hoja del mismo cuchillo nos cercenaba la vida a Raulito y a mí.

¡Perra! ¡No tenía derecho! ¡Yo nunca le negué nada! Me cegó la furia. María suplicaba. Él, parecía un niño. Cuando entré y le vi el culito de maricón subiendo y bajando sobre mi mujer, me enceguecí. Un puntazo entre las costillas y otro par en el estómago fueron suficientes. No tuvo tiempo para defenderse. Se quedó ahí, parado como un idiota. Yo quería vengarme de mi mujer y demostrarle que era una vulgar ramera.  Aunque, con una basura como ella, cualquier miramiento está de más.

Estábamos Wílmar, Guille y yo hablando de fútbol y tomando cerveza en el bar de «Johnsmith». Le decíamos así a la heladería porque el mesero era igualito al tipo de Pocahontas. Hacía poco que mi mamá había aflojado con el asunto de la bebida y había que aprovechar. El campeonato entre barrios terminaba el fin de semana y contábamos con que Guille sería el goleador de la temporada. María estaba sola en la mesa de al lado. «¿Me dan un cigarrillo?», preguntó. Y yo: «Claro, señora».   «¡¿Señora?!», «Oiga niño, no soy tan vieja».  El «niño» me sonó ofensivo y le dije que tampoco yo era un niño y que si quería un cigarrillo, pues que se lo pidiera al mesero que para eso estaba. Le dio risa, «Eres bastante susceptible, mi niño». Y me dijo «mi niño» de nuevo, pero esta vez lo dijo con tanta dulzura que no le di importancia.

Me invitó a su mesa y me pidió un trago dizque «más acorde». Al rato, Wílmar y Guille se dieron cuenta de que estaban sobrando y se fueron aburridos. Ellos tampoco habían estado con ninguna mujer, aunque los tres presumíamos de cancheros con los de octavo grado. Yo ya había tomado mucho y estaba muy mareado. Me parecía escuchar el escándalo de mi mamá cuando llegara todo borracho y envalentonado. De pronto, sentí la mano de María desabrochándome el bluyín debajo de la mesa. La verdad, me asusté al principio, pero luego me relajé. Era delicioso sentir allí la mano de una mujer de carne y hueso. Esa noche supe de qué era capaz.

María le puso música a mi vida. Además, me daba montones de plata para comprar ropa y hasta me regaló un iPod. Siempre la visitaba en su apartamento cuando ella me llamaba. Jamás me dijo su número, así que cuando yo era el que tenía ganas de mujer, me encerraba en el baño, como antes, y me masturbaba pensando en ella. Un día le pregunté por su marido y ella me contestó: «No tengo esposo, bobito, si tuviera marido, ¿crees que podría verte a ti? ¿Verdad que no podríamos hacer nuestras cositas?» Me enamoré como un loco. Hasta iba a casarme con ella cuando terminara la secundaria.

«Mi niño» no quería venir… como si presintiera. Pero a mi edad cuando la libido se alborota, no acepta razones. Jorge tuvo la culpa. Primero, me cambió por su trabajo y después, se dedicó a derrochar la plata de la inmobiliaria con sus amiguitas de burdel. Él creía que yo no me daba cuenta y cuando se lo reproché, se puso como un energúmeno. Ahí fue lo peor porque se descaró. Pasaba días completos sin aparecer por la casa. Me cansé de limpiar las manchas de lápiz labial en sus camisas y de soportar su tufo a licor, a cigarrillos y a sexo barato en las madrugadas. No me siento una mujer fea y además, no resisto la falta de caricias en la piel. Mis amigas del club tienen amantes. A veces, los llevan discretamente y los dejan estar por ahí en la piscina o en el gimnasio, donde no se noten mucho. De reojo pude notar que ninguno era tan lindo como «Mi niño», y eso me gustaba. A Jorge debió dolerle lo que vio, pero se lo merecía.

Acababa de ponerme los guayos y me estaba acomodando las canilleras cuando sonó el teléfono. Supe que era María por el tonito ridículo de mi hermana. Un día de estos iba a contarle a mi mamá de aquella vez que la pillé manoseándose con el novio sobre el sofá. Se movieron rápido, pero estoy seguro de que la muy puerca se la estaba chupando. La voz de María era urgente: «Vení, esta noche te espero desnuda». Traté de explicarle que mis amigos me estaban esperando en la cancha y que no les podía quedar mal, pero me dio vergüenza sonar inmaduro y le dije que iba a ir de todas formas… Los muchachos en el barrio me habrán extrañado. Era un partido importante.

En la sala quedaron los zapatos manchados de sangre. Camino calle abajo en medio del aguacero. Voy por la acera dando tumbos como un loco. Las piedras me tallan los pies. Ha comenzado a salir el sol a través de la lluvia. Quizás convenga confesarle todo a la policía. ¿Los habrán encontrado?  Todavía me alumbran algunos pesos, de pronto hasta podría tomarme un trago y así pensar con claridad qué voy a hacer. ¡Maldita Ley Zanahoria! No se ve ni un local abierto a esta hora. A lo mejor en el centro…

El «sueño del pibe»: tener una mujer madura para que le enseñe a uno cosas. Yo era un muchacho con suerte. Todos me envidiaban en el colegio porque casi nadie tenía experiencia. Me buscaban en mi casa para preguntarme cosas. De un momento a otro, por cuenta de María, me había transformado en un tipo conocedor. Mi madre sospechaba: «Tené cuidado, Raúl, mirá que el que corre mucho…»,  y yo: «No se meta en mis cosas, mamá.  No me eche más cantaleta que yo veré que hago». El pobre viejo callado en su cuarto, al final ¿qué podría haber dicho? Después de que la parálisis lo convirtió en un estorbo, mi mamá y mi hermana ya no sienten respeto por él. Dicen que eso le pasó por ser tan borracho y tan irresponsable. Yo lo trataba bien y hasta le pedía dinero de vez en cuando. Entonces, el pobre arrimaba la silla de ruedas hasta el armario y de allí sacaba un par de billetes crujientes de nuevos y me los daba.  Era la pensión del seguro social por lo de su accidente. La mantenía detrás de los frascos de Roger Gallet, su loción preferida. Luego, mi mamá se inventó la manera de cobrar la platica ella misma y yo dejé de visitar con tanta frecuencia a mi papá.

Le enseñé a hacer el amor. Aprendía fácil y era impetuoso. Me gustaba sorprenderlo con nuevas caricias en la cama. Él abría sus ojos entusiasmado y se dejaba hacer. Lo buscaba siempre que Jorge salía de juerga. Era fácil prever que si Jorge no llegaba un viernes antes de las ocho, era por que ya no vendría a dormir esa noche ni, seguramente, durante el fin de semana. La hermana de «Mi niño» vivía pegada al teléfono y por eso siempre contestaba mis llamadas. «Raulitooo, te llama la señoraaaa»,  y enfatizaba la palabra «señora». Una «putica escandalosa», decía él. En la mañana despertaba sobre mi pecho. Yo acariciaba sus cabellos con ternura y después apoyaba mi mano sobre su miembro infantil hasta que recobraba su dureza. Entonces, se lanzaba sobre mí con desespero. «Cálmate, ‘Mi niño’, el amor no se bebe de un solo sorbo», le trataba de explicar.

Para verme más humillado se metió con un muchachito. Como si no apreciara a todo un hombre como yo a su lado. Maté al mariquita para que aprendiera a no meterse con la mujer de un varón. ¡Lo mataría un millón de veces!  ¡A los dos!  ¿Qué pensarán en la oficina de todo esto? Imagino que ya no importa mucho. ¿Por qué no deja de llover, carajo? ¡Me estoy cagando de frío!

Los ojos se me cierran. No hay dolor. Lo siento por él, tan joven…

Tal vez debí haber escuchado a mi mamá: «Busca una muchacha de tu edad, Raúl». Se me acabaron el fútbol y los gritos de triunfo por las tardes. Roberto estará espiando a las chicas en el baño del colegio.  La primera clase era la de matemáticas. «Careteta» debe estar llamando a lista en este momento. Nos darán el día libre como el año pasado con el alumno de segundo grado que se ahogó en el río. Mi mamá estará preocupada escuchando las noticias y pensando en el regaño que me va a dar cuando me vea. Ni se imagina que su adorado hijo…

¿Quién se cree el cretino este?  Ni siquiera se digna mirarme. Ya me habría escapado si no estuviera tan cansado. «¿Un asesinato?», me ha preguntado el policía con mirada de trasnocho. «Sí, hombre, yo los maté a los dos». Me miran con cara de imbéciles. Seguro piensan que estoy loco por aparecerme en la comisaría y confesar un crimen en un país donde la impunidad es aliada de los delincuentes, pero, ¿qué les puede importar? Las esposas lastiman. Mi aspecto no está como para fotografías. Toman tres. «Para el archivo», me dicen. Voy a perder la cita con Larralde. Me parece verlo con sus ojos de animal ponzoñoso mirando su relojito de oro… ¡Qué coma mierda! Yo no me arrepiento de nada… ¡Maldita mujer!

Hay sirenas en la calle y gritos en las escaleras. Imagino la cara de los vecinos. Tumban la puerta.  «¡Que entren los paramédicos, la mujer todavía respira!». «El muchacho está… muerto». Lo siento, Raúl, eras un hombre de verdad. Querías ser periodista y hubieras sido uno muy bueno. Estarías en el noticiero de la noche, tal como lo deseabas y yo, desde mi vejez, te vería y maldeciría tu juventud. Tal vez sea mejor así «Mi niño muerto», para no sentir la crispación de los años y el fuego en la entrepierna que ya nadie se atreve a apagar. Me deslizan en una camilla. Insertan tubos en mi garganta. Se desesperan porque me quieren viva. Todos son muy profesionales, todos menos el médico joven que está de pie cerca a la puerta. Tiene una cara bonita y es quien más se preocupa por mí. Parece demasiado nervioso, debe ser un practicante. Se acerca y toma mi mano con dulzura mientras me susurra: «Tranquila señora, todo va a estar bien.»  Trato de pedirle que no me llame «señora» porque me hace sentir vieja, pero mis labios se niegan a transformar el aire en sonido…

Perdóname, muchacho, esta vez llegaste demasiado tarde.
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* Carlos Eduardo Vásquez es periodista, escritor y editor literario. Autor de «El colmillo de la paloma» y «De mi puño y letra». Fue editor de la revista hispana Guest Florida Magazine. Ha sido Coordinador de diversos talleres literarios, coordinador de talleres de escritura en la Asociación Internacional de Poetas y Escritores Hispanos en Estados Unidos, y profesor de redacción y periodismo. Actualmente, coordina el programa de Comunicación Social de la Universidad Católica de Oriente y escribe un libro sobre la historia de El Tablazo y sus personajes.

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