Literatura Cronopio

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LA ESTRATEGIA PETROSIAN

Por Juan Carlos Vásquez Prudencio*

Compré mi boleto y me metí en el tren. Quería ver las noches blancas de San Petersburgo, porque en esta época del año el sol no se oculta: el  día y la noche son iguales. La  gente paseaba a las dos de la madrugada como si fueran las cinco de la tarde, con un sol que no acababa de nacer,  ni ocultarse, como si estaría quieto, esperando las sombras de la noche que tardaban en llegar y no llegaban nunca. Era como un amague a la naturaleza,  a la rutina de cuatro estaciones marcadas por una misma fecha.
Con un sol que se oculta a las tres de la tarde en invierno y en verano desaparece la oscuridad, no hay sobras nocturnas escurriéndose por las calles, y callejones, los amantes góticos de la noche prefieren vivir con cartulinas negras en las ventanas.

Terminaba  el mes de mayo. Todavía quedaban manchas de nieve en lo alto de las colinas. Más que colinas eran interminables bosques de abedules y pinos, cuervos pensativos descansando parados sobre filas interminables de cables de luz, o en  hilos solitarios del telégrafo. No había cercas de alambre dividiendo la tierra  en parcelas largas o cuadradas.

Era el recorrido que hacia un largo tren de pasajeros, con los camarotes en una fila, a lo largo de los diez y ocho vagones, con la elegancia y el cuidado de los viejos trenes europeos. El encargado de recibir los boletos esperaba en la puerta de ingreso. Con su sacabocados en la mano, marcando cada boleto apretaba dos veces como si dudara de tener la fuerza necesaria para hacer un hueco que invalidara el pasaje para un próximo viaje. De rato en rato veía la hora en su reloj de bolsillo,  la misma hora que marcada en la oficina de maquinas y en el reloj que estaba en el andén, para que coincida con el aviso que anuncia la partida.

Con el ultimo pitazo del tren  se sentaba  al fondo del pasillo, controlando a los pasajeros: qué cada uno esté en su respectivo camarote, que consistía en dos literas, frente a frente, un pequeño lavamanos, un ropero y maletero a la vez y una mesa plegable debajo de la  ventana. El hombre se quedaba toda la noche despierto esperando si alguien tenía frío y necesitaba una manta. Asimismo el té hirviendo en un samovar eléctrico, para los que vivían la angustia de desvelarse y se quedaban pintando mándalas, que le tranquilizaran la soledad de una noche de insomnio; una botella de Vodka o Coñac, bajo la almohada, para venderlas en el triple del valor del mercado. Ese era el precio que le pagaban  por consumirse la noche haciendo crucigramas.

Entonces se  abrió la puerta. Entró un hombre envuelto en un abrigo negro, el gorro de nutria, cubriéndole las orejas,  con una variedad de colores y matices. La misma piel  estaba en  las solapas del abrigo. Me observó de pies a cabeza,  confundiéndome  tal vez por los rasgos, con un  árabe, o un checheno, georgiano  o un gruzino,  como dicen a los nacidos en Tibilis. Lanzó a quemarropa la pregunta de rigor:

– ¿Cuál es el  compartimiento que ocuparé?

No me quedó muy clara la pregunta: si se refería al camarote, la litera,  la cama.

-Elija usted –le dije-por mis años, será más sencillo deslizarme a la cama de abajo.

-Como usted guste-me respondió.

Lentamente se sacó el abrigo, luego las botas, para quedar en buzo deportivo y usar al instante unas pantuflas descoloridas por el tiempo. La maleta de cuero quedó bajo la cama, el maletín negro cerca de sus pies,  pegado a la pared.

Atrás quedaba la Estación de trenes “Belarusia”. Era la misma de rutina de hace treinta años. Después de la guerra, salía todas las noches a la nueve de Moscú – Leningrado, la ciudad de Lenin como la nombraron. Después volvería a ser San Petesburgo en homenaje al zar Pedro El Grande,  una de las ciudades mas bellas del el mundo, construida con los planos robados de las ciudades más importantes de Europa. Pedro el Grande ordenó a sus hombres de confianza, robarse los planos de las ciudades, para hacer un museo al aire libre.

Convenció a los arquitectos más renombrados de Europa, para que trabajaran en la construcción  de la gran ciudad. “Construiremos la ciudad más importante del mundo, la ciudad más bella, con cuarenta y cuatro islas que la circundan. Una mezcla barroco, rococó y lo bizantino de cúpulas y catedrales” decía el emperador. Solo imaginable en un cuento de hadas. Con sus malecones egipcios,  sus puentes de hierro forjado, con caballos de bronce en los extremos, relinchando a las doce de la noche, cada vez que pasara una señorita que no era virgen.

Al caminar por las calles de San Petesburgo, uno se encuentra con los canales de Ámsterdam, la similitud de las calles del Gamlestan, el centro antiguo de Estocolmo, las calles y las casas de Paris. Lo más exquisito de Europa está reflejado en la larga avenida Nievky, recorrida miles de veces por Raskolnikov cuando vivía la angustia del crimen.

Esa era la ciudad que nos esperaba a dos personas tan diferentes: un latino como nos identifican a  los venidos desde  México hasta el sur del continente, con excepción de los cubanos que siempre decían que eran cubanos. Y un gruzino de unos sesenta y cinco años.

-¿Y usted de dónde es?   _
– Soy latino
Me miró seriamente.
-Si, pero eso es muy amplio. Es como decir ciudadano del mundo.
-Es que eso soy…bueno… nacido en Bolivia.
-Ah Bolivia-se quedó pensativo, trazando imaginariamente cada país, dibujando el mapa del continente en su imaginación y entonces me dijo con una seguridad única:
¡Es donde murió el Che¡

Es la pregunta que me la hicieron miles de veces, y no sé si respondí con orgullo o frustración, pero era la única forma en la que nos conocían: o por los golpes militares o la muerte del Che.

Abrió su maletín, sacó una servilleta para limpiar la mesa que después sirvió  como mantel, en una mesa de sesenta por treinta centímetros, plegable a la pared. Entre los dos asientos, para quedar frente a frente, puso sobre la mesa una botella de vodka, un plato con pepinos, tomates en salmuera, un trozo de tocino,  pan negro de centeno, y con la sencillez más grande del mundo me dijo:
-Tomemos un trago para conocernos

Qué podía hacer, si no agradecerle y extenderle la mano. Tomé medio vaso de vodka, o cien gramos, como es la costumbre. Sentí la quemazón en la garganta; cogí  el pepino y lo pasé  por la nariz, para olerlo, impregnarme del olor a salmuera,  el gusto a tomate salado,  el tocino, el pan negro de centeno, y sentir el estremecimiento producido por el vodka, que se apagaba poco a poco con una variedad de sabores.

-Se ve que aprendió a tomar vodka- me dijo. Era una forma de identificarse de igual a igual.
-¿Hace mucho tiempo que vive acá? El tiempo es relativo, para mí no son los años que pasan, sino, los inviernos que se soportan. Si usted viene de un clima caliente, debe ser difícil acostumbrarse seis meses del año con una temperatura bajo cero. Si por eso, si  algo  aprendimos paralelamente al idioma, fue tomar vodka, justamente en condiciones bajo cero. No se olvide que la dotación para cada soldado en la guerra era de doscientos gramos al día en invierno. En la guerra bajó la producción de muchas cosas, pero nunca escaseó el vodka. Es parte nuestra, es algo que va unido al espíritu ruso, es la esencia a la que estamos ligados cada uno: el amor a la patria,  al socialismo, a nuestras alegrías, a nuestro dolor, todos ellos fueron paliados con un trago. Al marcharnos o al retornar, nuestro espíritu está contento, si alimentos nuestra esperanza de ser mejores con un trago de vodka.

-Nosotros también tenemos costumbres similares a las de ustedes-le dije.  Al tomar un trago, agachamos la cabeza, vemos al suelo y lo regamos suavemente. Solo el primer trago a la tierra, con el mayor respeto, agradeciendo por lo que nos da, por lo que somos, pidiendo que siempre nos vaya mejor, a la Pachamama. No es una palabra en español, es un a palabra aymará o quechua.  Es la Madre Tierra, donde se refleja nuestro agradecimiento, nuestra alegría y nuestros sueños.

De repente sirvió nuevamente la misma cantidad de vodka, agachó la cabeza mirando al suelo, regó un poco de vodka al piso del tren.

-Entonces esta vez brindamos por la Pachamama -dijo con su inconfundible acento ruso.

Entre trago y trago, recordábamos las injusticias de la guerra. Me preguntaba por cada país. Qué como eran: preguntaba por Chile, por la dictadura,  por los dirigentes del partido comunista presos. Me hablaba de Corvalan.  Me contó que lo vio en Moscú y que hacia poco tiempo fue cambiado por un espía americano. Yo le pregunte si conocía a  Solschenitzin.

-Estuve en México hace unos diez años, también conocí Cuba por cuestiones de trabajo-me confesó- ¿Sabe? Agradezco a mi país, a mi partido  todo lo que me dio, y todo lo que soy se lo debo al partido.

Se paró y metió la mano al bolsillo de su saco. Extrajo de la billetera -como si mostrara la foto de la enamorada, o la del hijo -el carné rojo con la hoz y el martillo, y la cara de Lenin en alto relieve, junto a  las siglas del  partido comunista (PCUS) en letras doradas.  Me dijo:

-Vea, vea mi foto en blanco y negro,  mi identificación como miembro del Partido Comunista, el año de ingreso en 1944. Al finalizar la guerra, antes de entrar a Berlín, me decía que si moría era un honor morir siendo comunista. Cuando tomamos Berlín, fui de los primeros en llegar, porque nosotros abríamos el camino para que entrara la tropa. Tenía veintidós  años cuando  me fui a la  guerra.

Me habló de sus muertos, victimas de un bombardeo, de la enamorada que dejó en su pueblo y lo espero para casarse.
-Todavía me espera cuando viajo. Ella también combatió en la guerra. Era radialista,  codificadora del la KGB.

Hablaba de su hermano que murió cerca de él, de sus padres. Hablaba con el dolor reflejado en los ojos.

-No existe en este país una familia que no haya perdido un familiar en la guerra. Lo que me gusta de ustedes es el fútbol, repita conmigo. Comencemos con Brasil -y conocía el nombre de todos los jugadores brasileños- ahora  la  Argentina y los recitaba uno por uno empezando por el arquero. El rey es Maradona, no Pelé ¿sabe que mi sueño es ver al Spartak ganando la copa de campeones?  En este campeonato nos fue mal, ganó Italia. El próximo mundial será en México. Seguro que ganaremos.

En Bolivia, como es el fútbol, solo atine a decir más o menos que vivíamos de la esperanza. Sin eso no hay que perder nunca-le dije

Se agachó a sacar debajo de la cama, un poco mas de pepino y tomate. Alcancé a ver entre sus cosas varios libros, su ropa correctamente acomodada,  un ajedrez de madera, doblado, con las bisagras al medio.

-¿Juega ajedrez?-le pregunté
-Si hace cincuenta años desde mis doce lamentablemente. Me hubiera gustado aprender antes, así no hubiera perdido doce años de mi vida. ¿Quiere jugar?
-Si juguemos.

Ocultó el peón negro, y el alfil blanco, tomados al azar en ambos puños. Me ordenó:

-Escoja sus fichas. Las blancas es un buen comienzo.

Iniciamos el juego con esa inocencia de mal jugador de creer en la debilidad del contrincante. Luego de un rato me sentí superior, con un juego de peón, alfil y reina, tratando de encontrar el ángulo perfecto para decir jaque, sin dudar que en la próxima jugada pudiera ser un mate. No hay mejor defensa que un buen ataque, pero un ataque inteligente.

-Usted está suicidando a la reina-me previno con una combinación de gambito de dama.  Terminó con mis ilusiones, observé como perdía la partida y tuve que cambiar totalmente de estrategia, al pasar de la ofensiva a la defensiva, buscando como proteger mi rey. Después de una arremetida de caballo y alfil, no me quedó otra cosa que enrocar y protegerme detrás de una pared impenetrable de peones. Torre, caballo,  alfil,  el hombre miraba el tablero. Con una sonrisa, tocando cada pieza, con la delicadeza que uno tiene al desnudar a una mujer, o la magia de un orfebre, decía que eran acertijos fantásticos, elegantes, altamente especializados.

Dará mucha pelea antes de caer, pensé. El sujeto comenzaba las partidas con una clásica jugada, un defensa siciliana magistralmente utilizada.  Decía que “el ajedrez era una hermosa amante a la que se volvía una y otra vez, sin que nos importe las muchas veces que nos rechace”.

Nos acabamos media botella de vodka. Cuando empezamos la segunda partida, disfrutaba, no del triunfo , si no de la alegría de jugar, el respeto al contrincante al comer una pieza,  sentir la ausencia por los peones que perdía,  como si fueran soldados parados al frente dispuestos a defender una fortaleza. Nos tomamos media  botella de vodka más y todavía nos quedaba el entusiasmo de la primera partida. Mi táctica y estrategia se confundían en un alocado ir y venir de peones, alfiles, caballos de dos patas relinchando, con un jinete, una lanza y una espada en alto como San Jorge matando al dragón.

Era como si le avisaran sospechosamente cual sería mi próximo juego. No existía táctica y estrategia. Me quedé naufragando en el recuerdo de los poemas de Mario Benedetti. Se acabó la botella y yo sentía el silencio cómplice de bebedor, conminándome a que a partir de ahora las siguientes botellas las pagaba yo. El boletero serio, jodido, porque tenía la rigidez en el rostro impenetrable, insobornable, pero llegado el momento su seriedad se confundía con la inocencia de un niño.

-Vodka no tengo, solo coñac-me dijo.
Le pedí dos botellas, seguimos jugando. Era imparable, no existía forma de llegar a la mitad del tablero. Me decía que cada partida era sufrir un estado de embriaguez excepcional, que solamente se siente al jugar  ajedrez.

Perdí la cuenta las veces que jugamos, el horizonte nunca oscureció. La noche tardó en llegar y no arribó. Embriagado por el alcohol y el ajedrez, grité:
-Hoy nos robaron la noche, hoy día nos quedamos sin noche.

Lanzaba una carcajada, que retumba a lo largo del tren, sin sentir la misericordia por el vecino del camarote continuo. Bailaban las piezas de ajedrez. Ya no era yo que el que daba las instrucciones a mi juego, eran ellas las que jugaban conmigo, eran ellas las que me tomaban de la mano. Aproveché un largo espacio que se inició en la primera casilla de la izquierda  y la ultima de la derecha, al lado del tablero que desembocaba en una diagonal perfecta. Esa vez era la distancia más corta entre dos puntos. Fue como correr con el último aliento, con el miedo a que yo dijera: perdón, me equivoqué y entonces volver con la ficha un paso atrás. No dijo nada. Me dio el espacio tan esperado,  para así llegar al extremo del tablero, tomar la única torre desprotegida, y decir jaque.

Con mi reina triunfante abriéndose paso hasta llegar al frente, me miró de reojo sintiéndose cómplice de mi alegría. Fue donde más cerca llegué. Esa noche quedamos ebrios de ajedrez y de vodka.

Desperté con la sirena del tren, con la cabeza en otro lugar, con las manos temblándome, con el miedo a encontrarme conmigo mismo al final del pasillo, mirando a todas partes,  como sintiendo que alguien me perseguía.  Con miedo a todo, maldiciendo el vodka, en un ruso con todos los adverbios y puntuaciones propios de la exquisitez de un idioma. Aprendí hasta para maldecir y mandar al carajo la nausea que me producía  el solo hecho de recordar el sabor del último sorbo de vodka que me tomé la noche anterior.

Volví a mi asiento,  con la palidez de haber botado todo lo que tenia adentro. Lo detallé sentado,  con la mesa desplegada, el ajedrez armado perfectamente, con las blancas en mi lugar,  con media botella de coñac, el resto de pan y  pepinos y tomates en salmuera, los cien gramos de coñac  servidos. Me estremecí sólo de ver el trago. Me extendió nuevamente  el vaso.

-Salud,  usted es de los nuestros-exclamó
Tomé el vaso de trago, sin ver, sin sentir el olor ni el sabor. Fue un trago largo. Después sentí  como si la mano de Dios se posara en mi, para devolverme la alegría, olvidar la resaca,  hundirnos nuevamente en una nueva partida de ajedrez.

Los letreros entre pueblo y pueblo eran más cortos. Llegábamos a la ciudad.

-¿Este es el ultimo juego?-pregunté
-No, el último es el juego de Dios, este es el penúltimo.

Charlamos lo que quedaba del viaje, como viejos amigos, intercambiando direcciones. Me dio la dirección de su casa en Moscú. Yo le di la dirección de la Universidad donde estudiaba.
-Te bajas en la última estación de la línea roja del Metro, Miklujo Maklaya, después tomas el bus, dos paradas y te encuentras con la universidad. Te espero-le dije.

-Yo también te espero. Vivo en calle Piatnitckaia Nº 5.

Abrió su maleta. Sacó un libro y en él escribió una dedicatoria: “No te olvides que todo juego comienza con una estrategia. Así como comienza una amistad, se gesta una estrategia de vida,  para compartir y aprender contigo”.

-No te doy el tablero  de ajedrez porque el retorno a Moscú será aburrido-comentó

Nos despedimos con el abrazo y el beso ruso,  expresión del aprecio y el cariño mas grande. Salí del tren arrastrando mi bolso, en busca de las noches blancas, con la sed y el hambre comiéndome las entrañas. Me senté en el comedor de la estación. Esperando la comida  me puse a leer la tapa  del libro: “La estrategia Petrosian”. Autor: Tigran Vartanovich Petrosian. En la contratapa aparecía su biografía: noveno campeón del mundo, master en ajedrez, campeón de Rusia en todas las categorías. Su foto era la misma que la del carnet del Partido Comunista

¡Carajo! con él  jugué interminables partidas de ajedrez. Nos tomamos una botella de vodka y dos de coñac. Con él bebí y jugué la noche a la espera de la luna, que nunca llegó, muerto de risa, sin haber podido ganar una sola partida de ajedrez. No me dijo nada: estaba ahí sonriéndome, mirándome con el ojo izquierdo,  como si fuera el mismo guiño de la dama de pica en el cuento de Pushkin.
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* Juan Carlos Vásquez Prudencio es escritor de Cochabamba-Bolivia. Autor de dos novelas, Pájaros en Desbandada y Todos tus muertos. Autor de varios cuentos del libro Nostalgias de Moscú.

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