CÓMO HACERLE EL AMOR A UNA MUJER
Por Laura Juliana Muñoz*
To really love a woman
Hear every thought
See every dream
And give her wings when she wants to fly
She needs somebody to tell her that you will always be together
You’ve gotta breathe her
Really taste her until you can feel her in your blood
Then when you find yourself lying helpless in her arms,
You know you really love a woman
(Bryan Adams)
Oliverio. Él sí sabía cómo hacerle el amor a Dominique y no sólo hablo de dejarle tendidas cada amanecer, así fuera tarde, sus sábanas felices. También lo digo porque sabía cómo barajar a su lado las horas entre la tisis de la ciudad o la sombra cálida de una casa pequeña. Sabía, óigame bien, darle sensaciones tan voluptuosas que con asiduidad ella se sentía embriagada desde el tacto hasta el paladar. De pronto era por eso que desde que lo conoció nunca tuvo sequía de impulsos, ni siquiera por el miedo de quedarse fuera de él, sin él.
¿Cómo lo conoció? Por casualidad, como todas las presentaciones que forzamos porque las pupilas se nos quedan atascadas en un simple sujeto que sobresale entre la muchedumbre, o porque se meten en un día cualquiera sin siquiera preguntar si tenemos el corazón habitado. Aunque tal vez el romance con Oliverio no tenga un principio realmente. Más bien es un trazo de cadena helicoidal que la fue llevando con la pura magia de los eventos sencillos.
Por eso, por eso mismo, Dominique se sintió feliz, aunque estuviera entumecida por la lluvia o aturdida por el tráfico abultado, cuando lo vio llegar con el carro acobijado de pequeñas flores de color magenta, pues del árbol de su casa se desprendieron botones de violeta que estallaron sobre el capó y el parabrisas justo cuando nadie los veía. También la hacía feliz repasar con Oliverio sus recuerdos de otros lugares, de otros tiempos, incluso de otras mujeres. Eran pequeños tesoros regados por toda la casa o relatos ambientados por los labios, las manos, el brillo que uno cree adivinar en la mirada de los otros.
Sobre la vida pasada de Dominique desconozco mucho, aunque sea su más cercana confidente. Tal vez porque para llenarnos la voz con conversaciones lujuriosas, imprudencias femeninas y, no lo niego, un poco de hipocresía también, eran mejores los libretos con un inicio contundente y un nudo que hiciera palpitar aquí y más abajo, aunque el final fuera muchas veces triste. Y eso, eso sólo lo hacía Oliverio. Los demás daban abrazos demasiado apretados, surcaban la piel con innecesaria humedad, acariciaban en vano zonas y movimientos que a ella le importaban un pito, eran obvios sus ritmos egoístas o repetían las mismas declaraciones de amor que ya habían malgastado con otras. Y Dominique detestaba ser otra más.
Oliverio, en cambio, bosquejaba caricias periféricas, trasversales, hondas, superficiales. Le surgían, de pronto, besos calmantes para el estrés aunque luego los utilizara como una excusa para demorarse en sus erizamientos y hacerla aguantarse el derroche de placer, tan insoportable a veces, tan premonitorio siempre. Es que le quitaba el aliento antes que la ropa, antes de dedicarle los labios incluso a la planta de sus pies y olvidarse del resto hasta que, finalmente, se quedaba allí donde la piel toda lo acogería ya líquida y, ¿sabe?, tal vez le bastaba con esos ojazos clavados en los de ella porque no tenía que construir una sola palabra para decirle que en ese momento era la mujer más bonita del mundo, así no fuera cierto.
Luego —me contaba Dominique con la expresión encendida— quedaban anclados en la oscuridad para evitar que amaneciera y, mientras tanto, él se convertía en un testigo desvelado para que la belleza de la mujer no fuera inútil. Cuando el alba se les colaba por entre las persianas con irremediable soberanía él la despertaba con una ráfaga como de besos sin fatiga, que se tomaban la curva de la espalda y se volcaban en el abismo de la nuca.
Ahhh… el cuerpo de Oliverio. Yo nunca lo ví de cerca ¿sabe? Pero a Dominique le gustaba bordear el lino de su camisa para preparar un clavado y dispersarse sobre su pecho. Para eso, ella se negaba a beberse un trago o a fumarse un porro, pues quería conservarse lúcida y no perderse un instante de las expansiones y contracciones de su dermis. El estremecimiento que promovía en ella dice mucho de cómo lucía su amante. Era el estremecimiento lo que le permitía identificar la belleza.
Lo mejor era que Oliverio era desperfecto y estaba lleno de daños. Él mismo se le presentaba como un hombre, un hombre y su pasado a cuestas, un hombre y sus neurosis de diaria vigencia. Y digo lo mejor porque eso lo hacía más personal, si se quiere más íntimo, más susceptible de recodos por explorar y ser disfrutados. Así Dominique amaba también su ausencia, sus dosificadas indiferencias e, incluso, la luz de las velas -¿quién no ama la luz de las velas?- aunque prefiriera siempre descubrirlo en la luz y aprenderse así fuera sólo algunos tramos de su cuerpo.
Él le daba libertad, le dejaba el espacio suficiente para que lo extrañara en menos de un día de separación. Él sabía cómo hacerle el amor a una mujer, o al menos a Dominique, hasta el día en el que lo asesinaron.
Ese día Dominique se rompió en mil pedazos, a ver si la pena la podía repartir por el mundo y no cargarla toda a la vez. No tenía un teléfono para llamar a Dios y el aire frío se le pegó al cuerpo como si fuera un amante. Le di agua de caléndula aunque no sirviera de nada para desboronar los nervios. Me buscó, por supuesto. Buscó a su mejor amiga, la misma que hoy la traiciona. Tan solo fui una botija vacía, sin vida propia, en la cual ella derramaba todos sus secretos cada vez que necesitaba espacio para inventarse más.
Espero que este sea el fin del trato, señor Rodríguez. Ahora déjeme en paz. Aunque ¿sabe? Siendo sincera creo que esta información no será suficiente para conquistar a su anhelada Dominique. A veces uno simplemente se enamora de alguien cualquiera y eso es todo.
Sin estrategias, sin prototipos, sin porvenir. Más que maquiavélico, fue redundante que haya mandado a matar a Oliverio, pero eso se lo dejo a su conciencia, ya la mía está jodida.
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*Mis días y mis tardes y, muchas veces, mis estrellas las vivo en la redacción de El Espectador, en medio de las costosas facturas judiciales. Mis caminos favoritos son los recodos de Bogotá, la ciudad madre, la misma que ando, amo, lloro y encharco. Las horas teóricas las atribuyo a la Universidad Javeriana, de donde soy comunicadora social y periodista, y las prácticas, al teclado negro de mi computador, a mi escritorio rayado bajo el manto luminoso de una lámpara improvisada y, sobre todo, a los maestros y maestras que han coincidido en mi vida. Fanática de la palabra ‘cronopio’, pues sé que es más que una palabra. Adicta al café, al insomnio, a las muchas verduras en el plato, a mi caballo de acero para ir a cualquier parte, a los lagos acariciados desde un botecito lento, a la variedad infinita de verde que cabe en un paisaje natural, a comenzar varios libros a la vez, a las películas esmeradas en la fotografía, los escenarios y el libreto. Estoy segura de que no todas las adicciones son malas. Con experiencia profesional en géneros periodísticos y con experiencia de aficionada a los cuentos y poemas eróticos. Esa última tonada será mi catarsis en la Revista Cronopio. Signo tauro, por si este breve perfil no fue suficiente.
Algun dia quisiera escribir cosas asi,quisiera poder transmitir al papel lo que mi loca mente imagina…asi sean unos cuantos retazos de ese maravilloso mundo que me queda por explorar en mi achicada mente!!
wow, quede enamorado! sublime!
Como siempre, me encantó.
quiero decir que esto es lo mejor que he leído de ud pequeño fantasma…