Literatura Cronopio

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LOS INDIOS QUE MATÓ JOHN WAYNE

Por Germán Cuervo*

A las seis, a esa hora en que la tarde se va poblando de azul, me encontré bajando por la Avenida Sexta, con mi amiga Ana Lucía, que es de la cuadra. La acompañaba una muchacha en bluyines que yo no conocía. Yo tenía catorce años y ella trece. Se llamaba Lucero Londoño y apenas se quedó mirándome detenidamente, yo no se por qué me sonrojé.

Ella se paró al frente de mí, riéndose, moviendo la cabeza así, en un gesto como de apartarse el pelo de los ojos para mirarme mejor, o de despejar ese mechón de pelo que cortaba el paisaje de su cara, y más atrás el ‘Cerro de las tres cruces’ se iba de espaldas como una mancha verde recortada en cartulina y mucho, mucho más atrás, el cielo había empezado a estallar en pedazos azules y rosados como pintados con acuarela.

Ante la imagen de Lucero, me había olvidado completamente de mi amiga Ana Lucía, hasta que ella me hizo volver diciéndome: «¿a usted qué le pasa?». «No, nada”. «¿Ustedes se conocen? «No; mucho gusto, Fernando Martínez; mucho gusto, Lucero Londoño”. Y al darle la mano me acerqué tanto, que tropecé y casi caigo encima de ella. Había quedado tan cerca, que una parte de su larguísimo pelo en donde revoloteaba el viento y se extendía como una bandera, me cayó suavemente en la cara a la altura de la nariz, perdón, tal vez fue allí donde percibí, por primera vez, un rico olor a duraznos.

Ya empezaba a oscurecer, a ensombrecerse el aire. Bajamos por la sexta conversando, juguetones, sintiendo en la limpieza de su sonrisa y en esa expresión luminosa de su mirada, brillando en la oscuridad, detrás de su pelo que aleteaba con el viento, una agradable sensación de confianza entre brisa cálida y olor a pan caliente, pues íbamos ya por esa panadería que queda al frente de una fuente de agua, cuando sucedió lo desagradable.

Vimos y oímos los cadenazos. Cadena metálica golpeando carne humana. Bajo las sombras de una ceiba brillaba una cadena que se levantaba y caía contra alguien. Nos acercamos un poco, lo suficiente como para detallar bien al castigador que apenas nos vio se quedó asombrado mirándonos, estupefacto, mientras el otro aprovechaba ese momento de distracción para escaparse. El que llevaba la cadena en la mano era el famoso Roberto Calderón, de familia rica y religiosa, miembro de la Legión de María y muy conocido por todos, por el número de ladrones que había capturado en el barrio. Estaba vestido de azul, con pañuelo amarillo amarrado al cuello y una franja también amarilla al costado de la pierna, como se visten los soldados de caballería que salen en las películas del oeste.

En todo caso, cumplí con mi deber como Legionario de María y aunque después se me escapó, le alcancé a dar sus buenos cadenazos. Pero no se por qué, precisamente en el momento, en que yo pensaba irme con Lucero para la fuente de agua, y cuando cayera ese atardecer tan lindo que hizo, con nubes de colores y golondrinas y decirle todo lo que siento por ella y apartar el pelo de su cara y besar su boca entreabierta… apareció en escena el indio de Fernando con la heroína de la película y al verlos pasar a ellos dos al frente mío, me quedé desconcertado, viendo cómo el ladrón se escabullía de mis manos y viendo cómo ellos dos se perdían en la avenida riéndose, felices de la vida, entre los carros y la gente que a esa hora desfilaba por la sexta. Por eso, a veces me parece ver una diabólica sombra negra que le oculta las verdades a la gente, que no la deja diferenciar lo bueno de lo malo. Por eso creo que esta ciudad ya está perdida, tal vez por el calor o por los atardeceres, pero en todo caso a la gente ya no le interesa sino dedicarse a gozar.

Durante toda la semana no hice más que pensar en ella, hasta que llegó el sábado en que fuimos al Teatro Calima, en donde daban una película de guerra con John Wayne. Ya todos sabían que yo, Fernando Martínez, debía declarármele en ese matiné a Lucero Londoño, pero lo que nadie sabía es que era la primera vez en mi vida que iba a tener una novia.

Éramos como cinco y nos sentamos en una fila un poco adelante. ¿Ahora qué? ¿Le digo ya? No, mejor todavía no. Esperemos un rato. Ana Lucía me mira de reojo. Me siento incómodo. Mejor voy a comprar unos chocolatines y unas colombinas y cuando venga le digo. ¡Qué fatalidad, detrás de mí se sentó Roberto Calderón con su cadena amarrada a la cintura! Y me está mirando golpeado. Ya me vio, cuando me senté, se quedó aterrorizado mirándome la cadena. Ya sé que va a tratar de declarársele ahora, todos lo saben. Pero él no le conviene a Lucero.

Ella se merece algo mejor pues aunque su familia no es rica, es demasiado decente, en cambio el es uno de esos lobos que usan mocasines apaches, un indio vulgar que no respeta ninguna tradición, no hace sino contar chistes verdes en la puerta de la iglesia, además no tiene buenas intenciones con Lucero. Yo me conozco al mestizo ese, y como también me conozco a Lucerito desde chiquita, y ella es como una hermana para mí, no puedo permitirlo, por eso me iré como en las películas a todo galope, detrás de su carreta desbocada… Ella grita y jala de las riendas pero no puedo parar los caballos y yo voy detrás con mi uniforme de soldado del oeste a todo galope. Bajo una lluvia de flechas envenenadas alcanzo la carreta, me monto encima del primer caballo y lo voy controlando “soo sooo soooo”, lo voy parando hasta poder darle vuelta para salir por el cañón hasta el fuerte del ejército construido con troncos de madera al final de la inmensa llanura, en donde estaremos a paz y salvo.

Esta será mi buena acción que hoy le ofrezco a la Virgen, y así con toda acción correcta que vaya haciendo, iré despejando esta diabólica sombra negra. Regresé despacio, por el pasillo, asustado y nervioso, pues era la primera vez en la vida que iba a tener una novia y no sabía como comportarme. Antes de llegar le miré el pelo lacio y largo que caía encima del espaldar, imaginándome la mujer más linda del mundo que era ella, cuando viniera corriendo con los brazos en alto para abrazarme en un campo de trigo ‘cheverísimo’ que se levanta ondulante con el viento.

Yo que ni conozco el trigo, esto lo debí haber visto en alguna película gringa y ya Ana Lucía se había parado y con las manos en la boca, me decía: “Quiubo pues”. “Decláresele”. “Dígale ya”. “Miedoso”. Yo estaba frente al asiento y quería parecer interesante como los galanes mafiosos que salen en las películas de gansters. Me puse serio. Frunciendo el entrecejo y sacando un cigarrillo extralargo, subí el codo encima del espaldar y con mi mano que casi rozaba el hombro de Lucero, prendí un cigarrillo. Así estuve un buen rato echando bocanadas de humo y haciendo caras de hombre experimentado y mundano. De repente me di cuenta de lo que verdaderamente tenía que hacer en ese momento. Entonces me entró un susto, un miedo, yo no sé, en todo caso el humo del cigarrillo extralargo se me enredó en la barriga y en los bronquios atrancándome, y empecé a toser hasta ponerme rojo.

La cadena en la cintura me tranquilizaba, pero ¿qué será esta diabólica sombra que se me ha metido en la cabeza? Yo que debo mantenerme despejado porque soy el guía, el jefe de esta caravana de colonos que recorre las llanuras en busca de un futuro de pastos más verdes.

Hemos cruzado todo el oeste, hemos franqueado en balsa los ríos y a pesar de los caminos tortuosos, de los indios y de las calamidades, esta caravana sigue marchando bien bajo mi dirección. En el momento en que nos ataquen los Apaches mandaré a formar las carretas en círculo, pero no son los Apaches, son un grupo de amigos de Ana Lucía que llegaron haciendo bulla. Yo desde mi puesto detrás de Fernando, alcanzaba a oír: “Quiubo, ¿ya se le declaró?”. “No, pues fíjate que todavía no le he dicho nada”. “Que le diga rápido que ya va a empezar la película”. “Afánenlo”. “Que le diga de una”. “Es que se va a correr o qué, no sea marica, dígale de una”. Así me gusta que lo batan de marica, pues eso es lo que realmente es él y lo más probable es que no sea ni siquiera capaz de declarársele. Ahora todo el barrio va a conocer la verdadera cara de Fernando Martínez, a mí siempre me pareció un muchacho equívoco y dudoso.

Las cosas se pusieron más trabajosas con la llegada de los demás, y el ambiente delicioso de los teatros y la música estilizada que siempre ponen antes de empezar la película y la tos que me había puesto rojo y el resto de gente que llegó y Roberto Calderón que está detrás de mí mirándome golpeado y pasándose la mano por la cadena, me estaban haciendo dar la pálida. Sofocado, no tuve más remedio que quedarme mirando al frente, hacerme el loco, mascar chocolate o aspirar con fuerza el cigarrillo como si no estuviera oyendo nada pero esperando en la pantalla un anuncio salvador que me sacara de esta situación, de maldecir no habérmele declarado antes, de sentir unos deseos infinitos de salir corriendo y mandar a todo el mundo a la mierda, de correr y no volver más.

Pero no, tranquilo, todo va bien me dije. ¿Y ahora cómo le digo? Antes había pensado decírselo con una poesía de amor que me había aprendido en un folleto de Pablo Neruda, pero un amigo que ya estaba en la Universidad y que tiene como veintidós años, me dijo que eso era desde todo punto de vista ridículo y que lo mejor era decírselo con espontaneidad, para que la declaración amorosa se convirtiera en algo propio y natural del momento. La clave pues… es la naturalidad. Acordándome de esto y teniéndolo muy presente, me decido y acercando un poco la cabeza hacia Lucero, le dije en un tono bajo y con la mayor claridad posible: “Lucero” —y me dio una rabia porque la voz se me quebró en un gallo y se oyó como de mujer. “¿Qué?”. Me respondió ella. “Quiero decirte una cosa”, le dije, y me sentía de pronto dentro de una bomba inmensa de cristal. “Que si me aceptas” le pregunté. “¿Qué sí me aceptas qué?—contestó ella. “Que si me aceptas como novio? por fin le dije. Ella contestó durísimo que sí y yo pensé que todo el teatro había oído. De inmediato sentí algo caliente que me subió a la cara. Si no fuera por la oscuridad, todos se hubieran burlado de mi sonrojo. Pensé en ir al baño y tomar un poco de agua, y aunque sabía que tenía que quedarme allí y hablarle o hacer algo, le dije “Lucero voy al baño. Ya vengo”. Y salí trabajosamente tropezando con las rodillas de Ana Lucía.

Bueno, ya no hay caso. Ya apagaron las luces, ya se le declaró y no se puede hacer nada por impedirlo. Ahora lo más probable es que la mitad de la película le dé por besarla y manosearla y seguramente Lucero, como cree en él, se deje. Ese será el primer escalón descendente de su vida. Luego por amor se someterá a todos los caprichos degradantes que le imponga. Por último la abandonará cuando la haya deshonrado suficiente como para convertirse, ante los ojos del barrio, en una cualquiera.

Que lástima de Lucero, va a terminar muy mal sí sigue con el indio ese. En cambio si ella fuera mía, la haría la mujer más feliz sobre la tierra, pero he regresado a mi casa y sólo me encuentro con el silencio, sólo veo cenizas y humo. Los indios han saqueado mi hogar, han asesinado a mis padres, mi mujer, mis hijos. Sus cadáveres yacen extendidos en el suelo. Los indios les han arrancado el cuero cabelludo para colgarlos como trofeo de sus lanzas. De ahora en adelante dedicaré mi vida a vengar sus muertes, para eso tengo aquí mi cadena.

“Pero ¡Dios Mío!”. Debo quitarme esta mancha que a veces creo ver, esta diabólica sombra negra que va cobrando formas y que me nubla la razón.

Fernando, vos sabés —me preguntó Lucero— ¿cuántos indios habrá matado John Wayne en toda su vida? Y yo le respondí que no sabía exactamente cuántos, pero que debió haber matado muchísimos en todas las películas de vaqueros que ha filmado, porque “los malos” siempre son los indios. Y que en ese momento como la función era de guerra, “los malos” no eran los indios sino los vietnamitas, y ella empezó a hablar mezclando todo esto con los problemas que tenía con el papá y la mamá y los exámenes finales y yo no sé que cosas que yo no entendía bien, en medio de las miradas que me parecían burlonas y esas risitas que todavía se oían en el extremo de la fila. Yo no sé como ella parecía estar tan fresca y yo tan azarado.

Fuera de la inexperiencia y de la timidez pensaba que ese temor se debía a que en el fondo creía que algo malo iba a suceder. Lucero terminó de hablar y yo no supe continuar la conversación, quedando entre los dos ese silencio y ese frío que va subiendo, despacio por la espalda hasta la cabeza, ese vacío absurdo alrededor de los dos, dejando solamente las burlas y las mentas con los ruidos de esta película de guerra que es la cagada. Y pensar que dentro de esa hora y media en que John Wayne se dedicaba a matar vietnamitas, yo debía ponerle la mano a Lucero en su muslo o al menos darle un beso en la mejilla, y con este dilema estuve en silencio durante toda la cinta, mirando fijamente la pantalla.

Así permanecí hasta el final esperando el momento propicio, esperando que John Wayne con un puñado de valientes y buenos gringos se batieran encarnizadamente hasta vencer a los salvajes del Vietcong, ganando la guerra dizque por una causa noble pues a ellos siempre les gusta ganar todas las guerras matando a todo el mundo. Y por último cuando el héroe aparecía acariciando paternalmente a un niño huérfano de la guerra en una playa bellísima, en un atardecer anaranjado, rojizo y amarillo, Lucero se volvió hacia mí y movió la cabeza, haciendo ese gesto como de quitarse el pelo de los ojos que tanto me gusta y yo acercándome un poco, le rocé suavemente con los labios sus mejillas, ella buscó el beso y fue tanta la torpeza y la paranoia mía, para llegar a este lugar en donde todo es fácil.

Un mundo desconocido de felicidad me abrazaba por primera vez en la vida. Había coronado, por fin el sábado, pensé que ya no se necesitaba nada más en la vida, que ya tenía todo, que el horizonte de mi vida iba a ser de ahora en adelante la dicha y creyéndome en el cielo, me sumergía una y otra vez, como la brisa de las seis de la tarde, acariciándola y besándola, en los labios y en la nuca, zambulléndome en el perfume delicioso de duraznos de su pelo. Preciso como yo me lo imaginaba. La está tocando por todas partes y le está metiendo la mano por allá abajo. Debo hacer algo, no puedo permanecer impasible ante lo que estoy viendo. Debo imponer mi ley como John Wayne, como los vaqueros del viejo oeste, caballeros de sólida moral que siempre luchaban por causas nobles, que llegaban a pueblos olvidados, sumidos en la corrupción de los bandidos y el saqueo de los indios, y que luego parado en el caballo en dos patas partían al galope por la llanura dejando una nube de polvo y dejando atrás un pueblo feliz.

Debo hacer mi buena acción del día, para eso soy legionario, no puedo permitir que ella se pierda en manos de ese indio. Entonces después de tanto reflexionar decido por fin, entrar en acción y poniéndole una mano en el hombro a Fernando, lo zarandeo y le digo: “¡Por favor Fernando, conserve la compostura!”. Y él se voltea asombrado, como la cosa más natural del mundo, como si no estuviera haciendo nada malo y me dice: “Fresco hermano” y yo le digo: “A mí no me diga hermano, que yo no soy hermano suyo, no sea marica».

Y levantando la mano enfurecido le propiné un cadenazo en toda la cabeza.

Fernando Martínez cayó pesadamente sobre el asiento. Había cumplido con mi buena acción del día, había defendido el honor de Lucero Londoño aunque ellos no lo entendieran ni se dieran cuenta, pues me quitaron la cadena y empezaron a golpearme. Entonces, al fin comprendí que todo esto, era la sombra negra que tanto me perseguía.

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*Germán Cuervo conoció en bachillerato a Andrés Caicedo. Al terminar la carrera, se sintió molesto en su oficio, la publicidad y entonces intentó vivir del dibujo artístico a lápiz. Como narrador,  tenía un concurso nacional  de la Tadeo Lozano, (1972) luego otro,  Pablo Neruda,(1973) en la misma Universidad.  Universidad Grancolombia,(1982)  y , Puertas de Oro, Mundial  en Madrid, (1981).  Los indios que mató John Wayne no fue valorado en Colombia -es prácticamente desconocido en la actualidad en nuestro país- hasta que hace algunos años, Carmen Balcells, desde Barcelona, en ese entonces agente literaria de García  Márquez, Vargas Llosa, Camilo José Cela, Juan Goytisolo  y otros peces gordos , lo seleccionó  y fue  incluido  entre los cien escritores  de la Literatura Colombiana(1985), realizado por la editorial Oveja Negra. Es uno de los escritores más representativos de la temática juvenil y la contracultura de los años sesenta. Fuera de este libro y de publicaciones en antologías y revistas  ha ganado el premio de poesía Jorge Isaac 2006. Ha publicado: El Mar, una fusión de novela negra con género fantástico, Plaza&Janez, 1994. Segunda edición, Universidad Del Valle, 2007. Historias de amor salsa y dolor, una antología de escritores salsómanos, Cuervo Editores, 1989. El viento en la balanza, poemas, Secretaría de Cultura y turismo del Valle del Cauca, 2007.  Invitado al festival internacional de poesía de Medellín  del 2008,  viene siendo conocido como  El poeta del sofá. Motivo por el cual  en Noviembre del 2009, se publicó en Medellín, un libro con algunos de sus poemas llamado  El Sofá, por la  Editorial Perro que ladra.

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