DIÁLOGOS INCONMENSURABLES O EL CIELO DE LOS OLVIDADOS
Por Ramón Ortega (tres)*
Lo último que recuerdo fue que escuché una especie de estallido. Y al momento un calor calcinante, una luz muy intensa y luego un desvanecimiento; un desmayo que me dejó la mente en un blanco perenne. Ahora no sé dónde estoy, pero el blanco permanece. Ahí delante me parece ver una silueta humana o algo parecido, está muy lejos, no la puedo distinguir porque aunque no hay penumbra —porque ciertamente no está oscuro— esta blancura distorsiona mi mirada como las mismas sombras. ¿Cómo diablos llegué aquí? Debería estar en el autobús. ¡Eso es! Iba camino a casa en el autobús. Tal vez chocamos, pero entonces debería estar en un hospital. Esto es sobrenatural. ¿Estaré muerto?
Mi Dios que es misericordioso y que todo lo sabe y todo lo comprende, me ha perdonado. Esta debe ser la entrada al paraíso donde por fin he de reunirme con mis hijos. ¡Ansío tanto verlos! Por mi parte he hecho justicia. Sólo resta que mi pueblo consiga su libertad y su paz. Yo, aquí en el paraíso, junto a mis hijos ya la he conseguido. ¡Qué feliz me encuentro!
Si he muerto no puedo creer lo que estoy viviendo (¿o tal vez debería decir «lo que estoy muriendo»?). No, no puede ser, debe haber otra explicación, aunque ahora mismo no la encuentro. Además, yo no creo en la vida después de la muerte, ¿pero entonces dónde estoy? Yo iba en el autobús, escuché un fuerte rugido y sentí un calor insoportable. No estoy en un hospital, estoy de pie en un infinito blanco y sólo se ve esa silueta a lo lejos, que por más que camino no consigo alcanzar. ¡Estoy muerto, estoy muerto! ¿Qué otra cosa podría haberme pasado si no?
—¡Señooor! ¡Señoooor! ¡Escuche!
Pero aquí no hay nadie más. Sólo este blanco. Tal vez no estoy en el paraíso. Tal vez mi destino no está decidido. ¿Y si Dios no comprende por qué tomé la decisión de inmolarme? No, Dios es mi guía, Él lo entenderá, Él lo entiende todo. Él ama a nuestro pueblo y alaba nuestra valía. Morir en esta guerra santa es un honor que a Dios agrada, eso lo sé desde que tengo uso de razón y por eso tengo fe en que así sea. Yo sólo he castigado a los que ofenden a mi pueblo y por ende a los que ofenden a mi Dios. Él me abrirá sus brazos.
—¡Dios, guíame en esta blancura hasta mis hijos!
No puedo creer que haya muerto. ¿Qué pasó? ¿Habrá chocado el autobús? Pero no lo creo, todo habría sido distinto, a menos, claro, que fuera un golpe muy duro. ¡Mis hijos por Dios!, los había olvidado. ¿Qué será de ellos? ¡Mis hijos, mis hijos! ¡No podré soportar esto sin ellos! Prefiero la muerte en la que yo creía; en esa en la que te mueres y ya está: todo negro, es más, ni negro: nada; sólo nada y ya está. Y aquí la nada martiriza. Te deja tus pensamientos, tus sensaciones, tus anhelos, tus recuerdos y melancolía. Odio esto. ¡Quiero estar con mis hijos!
—¡Espere! ¡Heeey!
No me escucha. La voz aquí se pierde. Además, por más que camino no logro alcanzarlo, es como si no pudiera viajar con suficiente velocidad. Tal vez si corro lo pueda alcanzar. Maldigo mi suerte. ¡Mis hijos! ¡Demonios! Son tan pequeños. Bueno, no es el momento adecuado para llorar, he de alcanzar a ese tipo. No te derrumbes ahora; ¡Corre! Alcanza a ese hombre.
¡Oh! Alá, ¿verdad que me entiendes? ¿verdad que justificas mis acciones? hazme saber que todo lo que me han enseñado es verdad. Llévame con mis hijos… ¡Ah! Allá hay un hombre.
—¡Salam alicom!
—¿Qué? Perdón, ¿habla mi idioma?
—Sí… lo hablo… Pero… ¿usted qué hace aquí?
¿Qué hace este infiel en el paraíso? ¿Será un converso? ¿gozaría de La Intención? ¿Es acaso esto una prueba de Mi Dios? No puede ser, el juicio se hace en vida, esto debe ser el paraíso. ¿O tal vez no he comprendido bien las enseñanzas?
—Pues eso mismo quisiera yo saber. ¿Quién es usted?
Me da la impresión que este hombre está tan desconcertado como yo. Pero hay algo en su rostro que me parece familiar. Como si ya lo conociera; como si lo hubiera visto antes.
—Soy Abdel Azis. ¿Eres un ángel que me ha de guiar en mi nueva vida?
—Me temo que no. Creo que estás tan perdido como yo. ¿Tú crees que estamos muertos?
—Al contrario, ¡estamos más vivos que nunca!
—Sí claro, ¡para nuestra desgracia! Yo he dejado a dos críos y a mi mujer desvalidos.
—Son los designios de Alá.
—Sí, de un Alá que por cierto no se manifiesta.
—¡Calla infiel! No Lo insultes, o prepárate para una condena religiosa.
—Vale, vale. Pero no puedes negar el hecho de no haberse manifestado.
—Estos son sus designios, sólo podemos esperar. Por mi parte te pido disculpas si te he ofendido.
—A mí, en absoluto. Lo único que quisiera saber es cómo diablos saldremos de aquí.
—Tú no practicas mi fe, ¿verdad?
—¿Qué fe?
—El Islam.
—¿El Islam? No, no, no. La verdad es que no soy creyente. Aunque ahora estoy muy desconcertado.
—¿Y cómo sin creer en Dios puedes estar aquí? Deberías estar en el infierno.
—¿Acaso estaré en el Infierno? No, no puede ser. Guarda la calma y no faltes a tu fe ahora.
—Pues tal vez esto es el infierno. O tal vez todo lo que te habían dicho y hecho creer en tu religión sea falso.
—No seas impío que serás maldito por Alá.
—Me remito a los hechos. Yo, por ejemplo, no creía en nada; pensaba que uno moría y todo se acababa y ahora estoy aquí. Lamentando mi muerte y añorando mi vida pasada.
—Contente; no debo llorar ahora. Tengo que sobreponerme. Pero es que se me oprime el alma. Me siento miserable. Pero si esto es como lo cuentan, ya tendré todo el tiempo del mundo para lamentarme.
—Yo sé que soy una persona que ha seguido los cinco pilares del Islam. Sigo las enseñanzas del Profeta. He seguido los consejos de los sabios, la fatwa; todas las exigencias. ¡Esto debe ser el paraíso!
—No te alteres, que así no conseguimos nada. Pues tal vez sí es el cielo. Si dices que has sido muy religioso y que has aprendido de tus jefes espirituales.
—¡Los sabios y el Profeta! Ignorante.
—¡Eso!, los sabios y el profeta. Por cierto ¿Qué te piden hacer…? ¿…la fatwa ésa?
¿Qué hago? ¿He de contestarle a este hombre occidental? ¿Y si fuese un ángel disfrazado? ¿Es realmente una prueba o es que no estoy en el paraíso? No debo dudar de mi fe ahora. Las enseñanzas me hacen pensar que este es el paraíso; pero si en el fondo nunca las he comprendido. Mejor he de contestar con la verdad. Ya Dios decidirá lo que será de mi suerte.
—Sí, la fatwa es hacer la Guerra Santa.
—¿Cómo?
—La Guerra Santa; inmolarme por mi Dios, por mi pueblo y conseguir así la justicia que merecemos.
—No lo puedo creer. ¡Tú eres uno de esos fanáticos locos que se suben a los trenes y se explotan para cargarse a toda esa gente inocente!
—¡Que seas maldito! No lo entiendes: toda guerra santa tiene su justificación ante los ojos de Dios.
—¿Ojos de Dios? Tú eres un bastardo fanático. Tú matas a inocentes. A gente que no tiene nada que ver con tu guerra; a niños, padres y gente buena.
—Gente buena también eran mis hijos y a nadie le importó que murieran con sus bombas. Nosotros no tenemos esas bombas, por eso contraatacamos de otra manera. ¡De la única manera posible! ¿O qué quieres, que veamos cómo siguen exterminando a nuestro pueblo mientras nos cruzamos de brazos?
—Yo no justifico a los que tiran bombas tampoco, pero me parece un salvajismo el matarse a uno mismo, sabiendo que gente que ni la debe ni la teme va a morir a costa tuya.
—Si no lo entiendes es por tu gran ignorancia. A mí me han enseñado…
—El único fanático ignorante eres…
—… Dios es quien todo lo entiende. Él es quien dará la razón a los justos. Yo sé que he de ganarme el paraíso. Y aquellos que lanzan sus bombas: el Infierno.
—¿Y tú te has inmolado? ¿Dónde?
—En Londres.
—Espera…
Ahora lo comprendo todo. Yo iba en el autobús en el que este puto islamista se inmoló. Él fue quien me mató.
—…¡Tú me has matado!
—¿Cómo, tú ibas en el autobús?
—Por tu culpa mis hijos van a sufrir una de las mayores penas de su vida. ¡Eres un hijo de puta!
—¡Aléjate y no me toques!
¿Qué pasa aquí? ¿Qué hago Dios mío? ¿Me defiendo? ¿Es ésta una penitencia? Dios, ayúdame, indicame cuál es el camino que tengo que seguir.
-—¡Que no me toques! Aleja de mí tus manos impías.
—¿Pero, por qué? ¿Por qué lo has hecho?
—¿Por qué han lanzado sus bombas sobre mi pueblo?
—Pero yo no tengo la culpa de ello.
Deja de llorar, este bastardo no merece tus lágrimas. ¡Hay de mí! Él me ha matado y con eso me ha alejado de quien más quiero, cómo evitar el llanto.
—Pero alguien debe morir para que dejen de hacerlo y nosotros no tenemos bombas. Es una guerra justa. Dolorosa, pero justa.
—¡Cómo puedes osar utilizar la palabra «justicia»! Tu acción es injustificable. En ese autobús venían niños. Ellos qué tienen que ver en tu Guerra Santa.
—Si son buenos los que mueren en la guerra santa, se ganarán el Paraíso.
—¡Pero nosotros, ahora mismo, ni siquiera sabemos si existe ese paraíso! Esto, muy al contrario de un paraíso, es un infierno.
—¡Infiel! No comprendes que yo sólo he actuado como actúan los más honorables en mi pueblo…
—Tu pueblo, tu pueblo, pues tu pueblo se equivoca. ¿No te das cuenta?
—Eso sólo Dios puede determinarlo.
—¿Acaso no te conmueve saber que otros niños como tus hijos o personas totalmente ajenas a la guerra, mueran? ¡No entiendes nada de la vida!
—Tú eres el que no entiende nada. No alcanzas siquiera a imaginar nuestra vida. De donde yo vengo, uno puede estar dormido en casa y de repente escuchar un fuerte golpe, estruendosos gritos y pasos; y segundos más tarde ver cómo entran soldados a tu casa y se llevan a tus padres o a tus amigos por creerlos sospechosos. O simplemente enterarte de que una bomba ha caído en uno de los colegios del pueblo, un pueblo de inocentes, como tú los llamas, e ir corriendo porque sabes que ahí están tus hijos y verlos a todos destrozados. Y ves a todos dolidos sacando a los cadáveres de sus hijos en pedazos. ¡Eso sí que conmueve! Cuando vives eso ya no te importa morir y sólo buscas justicia.
—No ves que tú te vuelves tan salvaje como los que mataron a tus hijos al actuar como ellos; peor que ellos, porque tú lo haces sin avisar, sin tratados de guerra. ¡Es muy sucio, muy sucio!
—¡No es sucio, es la única manera de que nos dejen en paz! Además, Dios lo comprende.
Con esta persona no hay manera… ¡Esto es un Infierno! Si Dios existe es realmente un Demonio, aunque dudo mucho que exista, por lo menos tal y como nos lo han contado. Yo me largo. No sé a dónde, pero lejos de este asesino.
—Dios no existe, sólo estamos tú, yo y esta nada blanca.
—Oye espera, espera ¿a dónde vas?
—No sé a dónde ir, pero quiero estar lo más lejos de ti que me sea posible.
—¡Alá! ¡Alá!
—Déjalo, Él no te oye. No oye a nadie. Y la gente seguirá muriendo.
—¡Alá! ¡Alá!…
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* Ramón Ortega (tres). Ramón Ortega Lozano (México D.F. 11 de agosto de 1979). Escritor mexicano y profesor de Literatura, filosofía y Escritura creativa. Investigador en la Universidad Complutense, actualmente realizando la tesis doctoral: Walter Bradford Cannon: la institucionalización de la fisiología en la Universidad de Harvard durante la segunda mitad del siglo XIX y los comienzos del siglo XX. Licenciado en Comunicación Audiovisual y en Humanidades por la Universidad Europea de Madrid. Ha publicado artículos de diversos temas (literatura, filosofía, divulgación científica, etc.) en distintos medios. Ha escrito una compilación de relatos llamada Un gran salto para Gorsky que puede descargarse de Internet. También ha escrito el Anecdotario de un Breaking up (novela fragmentada e inédita) y un pequeño poemario (inédito). Cuenta con un blog llamado Cuando el hoy comienza a ser ayer.