EL AMANTE INSOMNE
Por Julio Quintana Olmo*
Le resultaba imposible conciliar el sueño. Se pasaba las noches tendido sobre su propia muerte, enloquecido por el estruendoso y pertinaz latido de su herida. Hacía diecinueve días que Elena Barros lo había abandonado. Atormentado, sumido en el abismo de la desesperación, Alberto Hernández comenzaba a percibir el hedor de su pútrida alma.
Arrojó la toalla: «La he perdido para siempre, y nunca conseguiré olvidarla», se decía. Resolvió resignarse a la imposibilidad de resignarse a haberla perdido. Sí, eso haría; había de hacerlo. Había de resignarse a vivir bajo el yugo de la desesperación y la más absoluta tristeza, había de aprender a vivir su propia muerte: adentrarse, sumergirse, hundirse en ella, soportando el cada vez más penetrante y nauseabundo hedor de su alma, que seguía y seguiría pudriéndose, día tras día, más y más.
Con el único fin de atormentarla, de atarla a un inmenso sentimiento de culpabilidad, dado que no albergaba ya esperanza alguna de que acabara apiadándose de él, Alberto resolvió seguir suplicándole que no lo abandonara. Esa sería su venganza. «I love and hate her», dijo el Bardo. Necesitaba vengarse. Necesitaba odiarla, acaso porque odiaba necesitarla.
«Estar muerto y que nadie se dé cuenta», se dijo Alberto tras saludar con forzada sonrisa a un vecino en el zaguán de su edificio. Salió a la calle. Se encaminaba hacia la cabina telefónica más próxima a su casa. Fragmentos de «Muerte en el olvido» y de «Cadáver ínfimo» acudieron a su mente: «Quedaré muerto sin que nadie lo sepa…» «Verán viva mi carne…» «A veces, hablo, me acatarro incluso…» «Deducen que estoy vivo, mas no es cierto…» «Deberíais saber que, aunque estornude, soy un cadáver muerto por completo».
—¿Diga?
—No cuelgues, por favor. Dame diez segundos —dijo Alberto.
—Lo sabía —dijo Elena, tras un furioso resoplido—. ¿Qué quieres?, ¿qué coño quieres? Te he dicho mil veces que no vuelvas a llamarme. Me vas a hacer cambiar de número, ¿verdad?
—Estoy mal, Elena.
—No, no empieces.
—Estoy desesperado.
—Voy a colgar.
—Espera, por favor. Estoy tocando fondo, Elena. Necesito un mínimo de empatía por tu parte.
—No vas a conseguir hacerme sentir culpable, ¿me oyes?
—No, claro que no. Eso es lo último que quiero.
—Entonces deja de llamarme.
—Joder, Elena, todo el mundo merece una segunda oportunidad. Yo también, ¿sabes? ¡Concédemela, joder, me la merezco!
—Ni segunda oportunidad ni hostias; te avisé, te lo advertí muchas veces.
—Eso no es verdad.
—No empecemos. Voy a colgar.
—Espera.
—Sabes muy bien que esto es definitivo. No me llames más. No vuelvas a llamarme.
—No me hagas esto, Elena, por favor… Te lo suplico.
La nombraba de continuo, tratando de obtener por parte de ella el mayor grado posible de empatía.
—Se acabó, Alberto, se acabó. ¡Asúmelo de una puta vez!
—Gracias, Elena. —Volvió a nombrarla aviesamente, de un modo aún más perverso que en las anteriores ocasiones—. Gracias por destrozarme la vida. No sé cómo puedes dormir por las noches.
—Qué hijo de puta eres.
—Perdona. Lo siento. No llores, joder —dijo Alberto, alcanzado por la culpa.
—Yo no puedo ayudarte en esto, Alberto. Tus amigos, sí, tu familia, sí, pero yo no.
—Tranquilízate. No llores, por favor.
—Si esto sigue así, voy a ser yo la que va a necesitar ayuda: ayuda médica, psicológica. No puedo más con esta situación; me estoy volviendo loca. No creo que ninguno de los dos se merezca sufrir tanto. ¿Por qué te empeñas en alargar la agonía?, ¿por qué coño te empeñas en hacerte mala sangre? Fui muy clara desde el primer momento, joder. Esto es definitivo, Alberto, asúmelo de una vez. No he podido ser más tajante, no puedo ser más tajante. No me llames más, joder. Ni me llames ni me escribas; no eres el único que está sufriendo.
—Te creo, y no quiero que lo pases mal. No quiero que sufras.
—Si no quieres que sufra, no vuelvas a llamarme.
—De acuerdo, no volveré a llamarte —dijo Alberto, casi creyéndose a sí mismo.
—Sí, ya, seguro.
—Te lo prometo.
—Ya me lo has prometido otras veces. No te creo.
—Elena…
—¿Por qué iba a creerte ahora, eh? Voy a cambiar de número.
—Elena, esto está a punto de cortarse, no tengo más monedas. Deja que te diga una última cosa, solo me quedan trece segundos, doce.
—Está bien, dime. Dime. ¿Alberto? ¿Alberto?
—Te quiero.
«Estas palabras también están muertas; mi ingenio las engendró, y las parió, muertas, mi pluma. El ingenio y la pluma etílica de un muerto. Pasado, todo es pasado ahora; no hay presente ni futuro, Mr. Joyce; para mí todo es pasado. Nada fluye en este pasado amputado de presente y de futuro; nada, salvo la asesina evocación de mi asesina. Todas las noches la misma historia. El insomnio, Stephen Dedalus, es una pesadilla de la que no puedo despertar. Mejor pasar las noches vaciando lunas llenas… de ron. Lúgubre insomnio el mío, velando el cadáver del amor. Largas noches de insomnio maldiciéndola, bendiciéndola: trocando panegírico en diatriba, y viceversa. Invocándola en vano desde todos los idiomas de la fiebre. En todas partes creo verte y en ninguna parte estás, en ninguna parte estás y en todas partes creo verte… Mujer verdugo transmutada en espejismo ubicuo, en omnipresente ausencia».
Sentía un atroz temor por los breves olvidos (estos no podían ser sino efímeros) de su dolor, de su tormento: esos segundos en los que uno se olvida de sí mismo. Lo peor de su tormento, lo más terrible, era redescubrirlo. La imagen súbita de Elena (más letal aún que la constante, que la obsesiva) lo arrojaba a los abismos de un dolor ilimitado. Alberto era Alexander Craigie, y Elena, todas y cada una de las aberrantes piedras azules del Punjab. Pero para Alberto, a diferencia del escocés amante de los tigres, no había salvación; ningún mendigo ciego habría de redimirlo.
La noche se diluía. Un verso despiadado ardió en su mente: «De otro. Será de otro. Como antes de mis besos». Alberto se incorporó, trémulo, en su cama. La guadaña de su insomnio brillaba tenuemente a ras de aurora. Palpitaciones, sudor frío. «Yo hoy no puedo trabajar», se dijo. «¿Será ya de otro…? Médicos, ansiolíticos, la baja… ¿Será ya de otro…? El número marcado no existe… Yo hoy no puedo trabajar».
Su alma siguió pudriéndose día a día, semana a semana, mes a mes. El rojo mar que fue su sangre se había tornado en un regajo infecto: un pútrido regajo negruzco y viscoso que se acumulaba lenta y despiadadamente en su garganta. Se ahogaba, se estaba ahogando. A menudo pensaba en la delgadísima línea, en la casi imperceptible vírgula, que separa la extrema tristeza de la locura. A menudo pensaba en el tránsito de una poetizable muerte figurada a una elegida muerte real. Se ahogaba… se ahogaba…
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*Julio Quintana Olmo nació el 5 de septiembre de 1984 en Sevilla, ciudad en la que vive. Obtuvo el título de Bachillerato en el IES Gustavo Adolfo Bécquer de Sevilla. Se ha dedicado principalmente a la hostelería desde el año 2003, y es a lo que actualmente se dedica. Es padre de una niña de 3 años.