Literatura Cronopio

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SOBRE DOLORES Y HUMILLACIONES

Por Ignacio (Nacho) Panelo*

Un pelo negro, tan negro que parecía teñido, lacio, de largo a la altura de los hombros, sin flequillo. Una piel morena, suave y fina. Unos labios rojos, tan rojos que parecían pintados. Un cuerpo tan sensual, con curvas tan prominentes. Unos ojos color miel, tan miel que parecían dibujados. De estatura baja. Su voz era dulce y aguda. Sus hombros, sus manos y sus pies eran muy pequeños. ¡Una mujer preciosa! Sin dudas, preciosa…

Digamos… por fuera sí, una hermosura. Pero para quienes teníamos, por desgracia, la posibilidad de ver dentro de ella, nos tocaba un absoluto terror. Terror de verdad, daba escalofríos. Cuando la profundidad de sus ojos te hacía sentir que si dabas un paso más atrás te caías al abismo, cuando te hacía sentir sin refugio de sus garras, esos fueron los momentos más espeluznantes que jamás me hizo vivir. Pero no nos adelantemos. Te cuento la historia desde el principio…

La conocí en natación. Nueva en el club, tímida, muy buena nadando. Habré admirado su belleza sin acercármele unos 2 o 3 meses, hasta que por accidente intercambiamos diálogo. Caminábamos enfrentados por el borde de la pileta. Y a diferencia de otras veces, ésta me clavó la mirada. Sentí una presión en el pecho, me puse nervioso. Sin embargo, no pude quitarle los ojos de encima a esos globos de miel tan atrapantes. Cada vez más cerca el uno del otro. Justo frente a mí dejó caer sus antiparras, y al agacharme a levantarlas, me resbalé y caí sobre sus piernas llevándonos a ambos al suelo. Yo preocupado, procurando no haberla lastimado, ella lanzó la carcajada más hermosa que oí jamás. Nos levantamos, me disculpé. Hablamos un largo rato sobre que ambos estábamos en el último año de la secundaria, sobre el tiempo que llevábamos practicando natación y entre dos o tres halagos que le dije, uno de ellos me lo devolvió con un: «Gracias, lindo». Me derretí, me desmoroné, me bajó la presión. Todo junto. Increíblemente le pedí su Instagram (si no quedó evidenciado soy muy tímido, así que sí, fue algo increíble). Y empezó el amor.

El primer mate en la Plaza de Los Aviadores, en Palomar. El primer beso en la galería de enfrente, esa que tiene una fuente con un niño abrazando a un delfín. El primer te amo lo dijo ella por mensaje. El primer te amo en persona lo dije yo. El primer regalo para su cumpleaños. La primera masturbación. El primer sexo oral. El primer sexo vaginal. La primera asistencia a una reunión familiar. La primera superación de una situación difícil generada por su padre. Y la primera pelea…

Caminábamos por Ciudad Jardín cuando empezó una discusión sobre aquellas «amiguitas que me hacen desconfiar» y sin ton ni son una patada a los testículos en plena calle Boulevard San Martín, justo donde está el McDonald’s, me derribó al suelo. Se disculpó, lloró, la perdoné. Pero este fue el primer incidente de muchos.

Durante cuatro años ha pasado de todo. A los veintiún años de edad empezamos a alquilar un departamento bastante pequeño, y el abuso se volvió diario. Me solía decir que estaba gordo, me pellizcaba hasta que me salían hematomas, me cacheteaba, me mordía y me golpeaba en todo el cuerpo. Regularmente, las agresiones se volvían mucho más graves. Una vez me pateó tan fuerte en el muslo que me descompensé en el trabajo por eso y me tuvieron que llevar al sanatorio. Usé muletas por tres semanas. Siempre me inventaba excusas sobre mis heridas para protegerla, siempre relativizaba lo que me hacía. Luego, me alejó de mis amigos, de mi familia, y yo mismo también lo hice. Todos me decían que ella estaba loca y que estaba enferma, pero yo creía que los locos de remate eran ellos. Algunas veces pude reaccionar y darme cuenta de lo que sucedía, pero en esos momentos me decía a mí mismo: «Dale, cagón. Marica. Bancátela, sos un hombre». Y cuando lloraba delante de ella, era ella la que me lo decía.

Me quedé un mes en lo de un primo que vivía solo. Me hubiera gustado escapar a lo de mis padres, pero allí me encontraría. Así es, pude escapar. Decidí ponerle un punto final a esa relación el día que empezó a golpearme muy fuerte en la cara y logró sacarme dos dientes. En esa ocasión me atrinché en la habitación haciendo una barricada con el escritorio sobre la puerta. Me senté en un rincón en el suelo, abrazado a mis piernas, llorando y asustado por los golpes y gritos que venían de afuera del cuarto, y alerta a que no entrara. Acabé por dormirme tras el agotamiento cuando una de mis mejillas tocó la fría pared. Al día siguiente agarré una mochila con varias mudas de ropa, el celular, la billetera y salí de la habitación. Ella estaba dormida en el sillón, así que caminando en puntas de pie logré salir afuera y escapar a lo de mi primo.

Ese tiempo estuve más tranquilo. Intentamos denunciar a mi expareja en la comisaría, pero no me tomaron en serio. Intenté unas tres veces más y me di por vencido. Todos los días recibía mensajes de reconciliación, de amor, pero no le hice caso. Así y todo, estaba más tranquilo que viviendo el infierno en persona. Y así fue hasta que sonó mi teléfono y vi de quién era la llamada.

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Me llamó mi exsuegra a la una de la madrugada. Me pidió por favor que fuera a su departamento, ya que ella no se encontraba cerca, que los vecinos le habían avisado que su hija se quería lanzar por el balcón del decimosegundo piso, y que hace tiempo estaba depresiva porque no podía vivir sin mí. Me hiperventilé, mi corazón empezó a latir de una forma que parecía a punto de salirse de mi pecho. Estaba en un terrible dilema moral. Lo correcto, es decir, salvar a la pobre muchacha, no era lo que yo quería hacer ¿Pero era lo que debía? Creo que en ese momento aún seguía un poco enamorado de ella. No me juzgues, por favor. Yo tampoco estaba muy bien de la cabeza, claramente. Entonces por un impulso instintivo del deber estúpido que me atribuí, decidí ir al departamento.

Fui en mi bicicleta a toda velocidad. Se había juntado una multitud en la calle. Parecía una manada de leones hambrientos esperando a que la pobre cebrita se cayera del barranco para devorarla. En la entrada le dije a una vecina quién era y me dejó pasar. Subí al decimosegundo piso y destrocé la cerradura de la puerta C de unas cuantas patadas. El primer pantallazo que arrojaba el otro lado del umbral era una mujer en pijama subida a la baranda del balcón. La llamé por su nombre e inmediatamente su cabeza se giró hacia mí. Rápidamente corrió y me abrazó llorando como nunca antes la había visto llorar. Y sin mediar palabra me pegó una cachetada. Ahora su cara era seria y vil. La pobrecita ya se había ido. Y entonces me arrepentí profundamente de haberme metido en semejante lío después de todo el progreso que había hecho.

Me pegó y me pegó. Las cachetadas se transformaron en puños y a éstos se le sumaron patadas. Se añadieron los insultos. Le supliqué que parara y comencé a llorar. Agarró el centro de mesa que era una bandeja de cerámica con una vela arriba y me la partió en la cabeza. Me dejó inconsciente.

Abrí los ojos. Se escuchaba un pitido intermitente. Me dolía todo el cuerpo. Estaba en la cama. Me destapé y dejé que el frío me tocara el cuerpo. Me senté y apoyé los pies descalzos en el suelo congelado. Me puse de pie y me di cuenta que tenía debilitadas las piernas. Caminé en busca del baño, pero me interrumpió un tirón y un pinchazo en el brazo. Tenía una intravenosa en el brazo derecho con suero. Agarré el soporte y lo llevé conmigo a lo que supuse era el baño.

Me miré en el espejo y vi mi cabeza vendada, entonces recordé el centro de mesa que me la dejo así. Vi mi ojo izquierdo hinchado y recordé el puñetazo que me lo dejó violeta. Me miré la palma de las manos y temblaban. Me miré el dorso y tenía los nudillos bordó, y entonces recordé los puños con los que me defendí. Miré la sangre seca que había debajo de mis uñas y recordé la piel que desgarré. Me miré el estómago y lo tenía vendado también, entonces recordé las dos puñaladas con el cuchillo de cocina que me dio. Miré de vuelta al espejo y las vendas me cubrían la oreja derecha, recordé que me la había arrancado de un mordisco. Me miré la boca y me di cuenta que me dolían los dientes, recordé el pedazo de carne de sus senos que arranqué con ellos. Me miré fijo a los ojos, y recordé las profundas y grotescas ocho puñaladas en la tráquea que le di y me dejó escribir esta historia.

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* Ignacio Panelo (Nacho Panelo) es estudiante de Licenciatura en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y de la Escuela de Escritores de Cilsam (Círculo Literario de San Martín). Fue ganador del Concurso Literario Instituto Santa Teresita.

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