EL ANILLO Y EL LADRÓN
Por Cindy Andrea Peña Aristizabal*
“Tardaron muchos años hasta encontrarlo.
El anillo de Beto llevaba inscripto
un signo del alma”.
Me fui de Medellín sin querer volver pero mirando hacia atrás, sin saber si iba a volver a ver esas montañas, a caminar esas calles o a respirar esos aires. Hace ya un año que me fui, sin más pertenencias que una mochila que ya se cansó de viajar y unos zapatos que no dan para más. Sin embargo —en contra de la lógica y el sentido común—, me llevé también un anillo de oro. No recuerdo desde cuándo lo tengo, parece que estuviera desde siempre ahí, en el dedo corazón de la mano derecha. Me lo regaló mi madre, asegurándome según sus creencias que el oro protege contra la brujería, el mal de ojo, la envidia y contra no sé cuántas cosas más. Yo por mi parte no puedo dar testimonio de la falsedad o veracidad de tales afirmaciones, en parte porque sigo creyendo que a mí este anillo no me ha servido para nada, incluso a veces olvido que existe, hasta que algún curioso se fija en él y me lo recuerda, como esa noche de invierno en que salí a caminar con Ángel por las calles de Buenos Aires. Hacía frío y en las aceras no había nadie más que vagabundos y borrachos, era más de medianoche y como no teníamos mucho dinero, desistimos en nuestra intención de ir a una fiesta en Palermo a la que lo habían invitado, para quedarnos en cambio por ahí, tomando vino. Ángel había comprado dos malbec baratos y fuertes que servían para calentarnos, mientras caminábamos hasta la Plaza Dorrego donde resonaba como un eco un viejo tango melancólico. Nos sentamos en un banco cerca de los faros que proyectaban algo de luz y así, viendo en los bares a las parejas que se toqueteaban y a los grupos de amigos que charlaban a los gritos, nos bebimos el primer vino. Cuando Ángel me pasó la botella se quedó mirando el anillo.
—¿Es de oro?
—Sí —le respondí antes de tomar un trago largo.
—¿Y ese corazón negro significa algo?
—No… no sé, es así, me lo regalaron hace mucho tiempo.
—¿Me lo puedo probar? —preguntó con una sonrisa.
Parecía un niño pidiendo un juguete prestado. Dudé, no sabía por qué me molestaba esa petición tan sencilla. No lo conocía hacía tanto tiempo como para confiarle mi anillo que, aunque nunca me había servido para nada, me recordaba a mi casa, a mis padres, y sobre todo a la firme advertencia de mi madre de nunca prestarlo a nadie, bajo ningún motivo.
—No —le dije un poco molesta—, si se cae al suelo no lo vamos a volver a encontrar; el oro se pierde cuando cae en la tierra.
Soltó una carcajada y me miró escéptico.
—No creí que creyeras en esas cosas.
Me quedé pensando. Era cierto, yo no creía en esas cosas, pero recordaba esa sortija de mi madre que yo había perdido durante una misa cuando era niña; se me cayó por accidente y aunque pasé largas horas buscándola no la pude encontrar. Terminé por perderme en estos recuerdos, divagando por los vericuetos de lugares ya olvidados, de enseñanzas y creencias enterradas, y no dije nada, prefería el silencio, aún había cosas que no conseguía explicar. Recordaba a Colombia como un territorio abundante en enigmas y misterios, un lugar donde realidad, ficción y fantasía se mezclaban hasta en los actos más pequeños y cotidianos. No podía explicarlo y, aunque lo intentara, sabía que Ángel no lograría entenderme.
¿Acaso algún día podría regresar para reconciliarme finalmente con esa patria mezquina que nunca logró aceptarme? Ahora estaba realmente lejos, tratando de luchar contra estos recuerdos que me traía el viento invernal y que no cesaban de abatirme. Alrededor, algunos bares empezaron a cerrar; en una mesa quedaba solitario un hombre gordo con traje, se había quedado dormido bebiendo cerveza y un mesero trataba, en vano, de despertarlo.
—Creo que deberíamos irnos —dije.
—O terminamos el vino y nos vamos a otro lugar.
—¿Será muy tarde para ir a esa fiesta en Palermo?
—Y no, la joda recién empieza. Aunque el subte ya cerró, tendríamos que ir en bondi… no estoy seguro qué línea pasa por ahí, tendríamos que preguntar y recargar la SUBE.
—¿Querés ir? —le pregunté—, mirá que no quiero que te enfiestés y perdás el avión.
Él me miró con gesto burlón y antes de que pudiera responderme le lancé otra pregunta.
—Ángel… ¿extrañas tu casa, es por eso que regresas? Él se quedó pensando un instante hasta que dijo:
—Sí… igual sé que va a ser rarísimo regresar después de tanto tiempo, también sé que voy a extrañar esta ciudad. Me gustaría haberte conocido antes.
Fue entonces cuando se acercó un vagabundo a pedirnos, muy educadamente, un poco de vino. Apestaba y las capas de ropa manchada y sucia lo hacían ver más grande de lo que era; su barba era larga y canosa y en su mirada había un brillo siniestro que me ponía nerviosa. Quizá era por eso que me repugnaba la idea de beber de la misma botella, pero para mi sorpresa Ángel le extendió el vino antes de que yo pudiera decir algo. Imaginé que en otro tiempo ese hombre podría haber sido pirata, me lo imaginaba cruzando mares, saqueando ciudades y bebiendo en tabernas de mala muerte en alguna isla del Caribe. Tenía modales cuidados y reservados, había sabido acercarse, pero su mirada era malintencionada. Traté de relajarme. Tal vez mi visión sobre él no era más que mi propia e insistente desconfianza hacia el mundo, ese temor tan arraigado, tan molesto y a la vez tan necesario que venía conmigo desde Medellín, así era como habíamos aprendido a sobrevivir en esa ciudad, a base de desconfianza y recelo hacia el otro. «Tenés que avivarte, andá pilla o te punguean en cualquier esquina», decían los porteños. Un ruido atroz me interrumpió la secuencia de pensamientos, en un instante todo se volvió confuso. El vagabundo había terminado de beber el vino que quedaba y, con una agilidad que yo no habría esperado de alguien viejo y aparatoso como él, saltó y golpeó la botella contra el árbol alto y grueso que había junto a nosotros, con las esquirlas de vidrio detonando como pequeñas micro-bombas. Lancé un grito sordo, como tragándome el aire para sumergirme en un miedo desconocido, cubriéndome de las esquirlas. El vagabundo sonrió con los pocos dientes que le quedaban y dijo en un susurro:
—¡Denme todo lo que tengan!
—Ya se nos acabó el vino, eso era todo lo que teníamos —dijo Ángel irónico.
¿Acaso estaba bromeando en un momento así? Estaba claro que lo que menos le importaba a él era el vino. El otro frunció el entrecejo y limpiándose un hilo de saliva que corría por su barba, tambaleó hacia la cara de Ángel, alzó más la voz y su mirada se clavó en la pupila de Ángel como el aguijón de un alacrán, llena de algo que parecía ser rabia.
—Todo lo de valor. La guita y los teléfonos.
A Ángel la sonrisa se le borró de la cara. Me di cuenta de que el vino ya había empezado a hacer efecto en él y que no era dueño de sus actos ni de sus palabras. Yo no pensaba en nada, metí mis manos en los bolsillos del abrigo y le entregué lo que había en él, que se reducía a un monedero de tagua comprado años atrás en el Chocó, donde tenía mis últimos 43 pesos con 50 centavos, y un celular Nokia 1100. Al ver el pequeño botín, el pirata se sintió insultado.
—¿Eso es todo? —salpicándome su saliva en la cara—.
Empezó a temblar, no sé si por el frío o por la rabia, pensé que me iba a golpear. Ángel le entregó su celular y 120 pesos. El vagabundo guardó lo poco recogido en su asalto y después se acercó a mí, tomó una bocanada de aire y respiró profundo entre mi frondoso cabello, entrecerrando los ojos, cuando exhaló casi pareció un gemido agónico, metió sus manos en mis bolsillos, despacio, mirándome a los ojos y a la boca. Ángel se movió muy cerca, pero se contuvo, también se acercó a él examinándolo, palpándolo. No le quedaba nada más aparte de unos mentos, la estampita de un santo triste, unos audífonos y las llaves de la pequeña casa que compartíamos junto con otros exiliados y nómadas en la calle Perú.
—No tenemos mucho —le dije—. Eso era lo que nos quedaba.
Ahora su mirada era distinta, apagada. Agachó la cabeza y comenzó a retroceder lentamente, maldiciendo entre dientes, todavía con el pedazo de botella en la mano, con los ojos extraviados.
—Ya ni robar es negocio —dijo, pero no a nosotros, sino a sí mismo.
Parecía defraudado y yo no supe qué decirle. Siguió caminando, alejándose cada vez más, hasta que lo vimos desaparecer por la calle Defensa. Cuando se fue, quedó solo el silencio y la noche. No sé cuánto tiempo pasó hasta que por fin Ángel se animó a decir algo.
—Por lo menos no se llevó el anillo.
Al principio no entendí a qué se refería, me había quedado pensando en aquel ladrón melancólico al que la ciudad tampoco le daba tregua, hasta que me miré la mano derecha y vi que un brillo dorado me indicaba que ahí seguía, como siempre, mi anillo de oro con su corazón negro. A veces creo que es como un camaleón, se camufla en mi dedo y yo lo olvido, como si fuera mi propia piel. Y en aquel momento dudé, y por un instante creí, creí en las creencias de mi vieja tierra olvidada. Pero sólo por un instante.
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* Cindy Peña Aristizábal (Colombia, 1994) Se educó como Historiadora en la Universidad Nacional de Colombia entre 2012 a 2016, becada por su promedio académico. Posteriormente realizó un máster en Estudios Avanzados de Patrimonio Cultural: Historia, Arte y Territorio en la Universidad de Jaén, en España, financiada por una beca de la Asociación Iberoamericana Universitaria de Posgrados (AUIP). Como historiadora ha publicado un artículo académico en la revista Historia y Sociedad de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, titulado La dictadura como concepto utilitario (Antioquia, 1813 – 1814), al tiempo que siguiendo su vocación literaria ha colaborado con cuentos cortos en publicaciones virtuales, como Laterales Magazine (Medellín), donde apareció “Travestismo Urbano”, y Desbandada (Berlín), donde salió “El torbellino de la montaña”. Residió en países como Argentina, España y Alemania, experimentando el exilio voluntario como inmigrante para regresar a Colombia después de cinco años de vida nómada. Al mismo tiempo ha buscado continuar enriqueciendo su experiencia profesional, la cual abarca todo tipo de oficios, desde analista de fotografías en el archivo de la Biblioteca Pública Piloto a trabajos temporales en museos y librerías. También ha sido recepcionista en hoteles internacionales, vendedora de chocolates en Cusco, Fille Au Pair en Francia, bar tender en un restaurante peruano y en club de techno en Lisboa. Mientras que en su más reciente experiencia laboral se dedica a atender llamadas de servicio al cliente en una compañía de seguros médicos estadounidense, dedicando su tiempo libre a ser voluntaria en el Museo de Arte Moderno de Medellín, a aprender alemán y a continuar con un libro de crónicas de viaje sobre su recorrido por Sudamérica hasta Ushuaia, el cual desea poder terminar pronto.
Excelente narracion! Que Dios te proteja y guíe siempre tu camino!🙏
Owwwowow Eres una tesa dios TE siga bendiciendo tu camino y dandote mas imagination y creatividad para seguir tus objectivos ….Amiga de mi infancia k nunca krei volverte ha ver …..suerte y k sigas para adelante
👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼 gracias por regalarnos parte de tu arte. Me gustaría leer una historia más larga.🥺🥺
Muy bonito Cindy. Tienes talento para escribir, vaya que si!
Conmovedora historia de principio a fin…me atrapó!!!
El relato es fascinante!!! Eres una gran cuentahistorias!!!
Éxito en todos tus proyectos !!!
Excelente relato felicitaciones ❤️❤️❤️