Literatura Cronopio

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Aida

AÍDA

Por Oscar Melanio Dávila Rojas*

Mi amor prístino por ella se merecía una oportunidad. A su lado la vida era bella; el sol de su sonrisa abría mis tiempos de tormenta, calentaba mi frío amanecer. Su felicidad, motivo fértil de mis decisiones y afanes profesionales, era el faro que guiaba mis ambiciones dignas e inspiraba mis proyectos de fama y fortuna. Nunca debió hacer esto, no a mí.

Ella creía a ojos vendados en mí; lo declaraba en presencia del sol, la luna y las estrellas. Sus palabras de afecto y aliento infatigable sonaban a bienaventuranzas; nutrían mi espíritu pujante; reflejaban la nobleza de su alma cuando aseguraba que comprendería si me enamoraba de otra mujer. Nadie más que ella para entender los caprichos del corazón. Que no me preocupara, se las arreglaría para estar bien. Sufriría con mi ausencia, sí, pero con el tiempo se acostumbraría a vivir sin mí. Yo la dejaba desahogarse, luego la tranquilizaba: Eres lo más importante en mi presente. Ella condescendía; su credulidad no daba tregua a las dudas. No se cansaba de incitar mi ascenso por la pendiente espinosa del éxito. Vivía al tanto de mis logros, los celebraba. Decía que yo era un jinete ganador, debía cabalgar con firmeza en la ardua competencia de la vida. Y para garantizar la solidez de mi esfuerzo, celaba los desvelos de mi formación profesional. La persistencia ―decía― cambiará tu presente, te llevará a la cúspide de tus emprendimientos. Se desvivía por mí. Me amaba sin límite, más que a nada en el mundo y en su mundo. Tenía mi juramento de compensar su apoyo ilimitado, su entrega, abnegación y sacrificios. Merecía mis planes clandestinos para, en un futuro próximo, vestirla, enjoyarla y proveerle las comodidades que el pasado antes de mí le había negado. Pero nada es perfecto, en ocasiones la vida da vuelcos insospechados que forjan fracasos, angustia, heridas profundas, dolor y hasta la muerte. Así, mi vida a su lado dio ese giro abrupto e inesperado que abrió en mi alma una herida incurable, una herida que hoy aún está fresca, sangra, quema y tortura. Me duele saber que yo, el hombre más importante en su vida y confidente de muchas noches estrelladas, ignoraba el secreto escalofriante que la deprimía en la transparencia del día y la torturaba en la oscuridad. Cuando el velo de la noche caía sobre sus párpados, ella sucumbía a las garras de sus demonios y sufría lo indecible confinada al encierro de su mente herida por recuerdos torvos. 

Sus padres la bautizaron con un nombre hermoso: Aída, cuyo significado describía el temple de su carácter taurino. Pese a la edad, el sufrimiento pasado y las privaciones de la pobreza, ella conservaba su hermosura mestiza. Yo disfrutaba viéndola sonreír. Su dentadura impecable no necesitaba la mano de un dentista, destacaba con la asombrosa oscuridad de su cabello liso y saludable.

El hombre que la pretendiera con intenciones sinceras tendría en ella a una esposa fiel y compañera estable, pródiga en amor ilimitado y magnánimo. Escrupulosa, luchadora, laboriosa, pujante son algunas de las tantas virtudes que motivaron mi respeto y admiración inmarcesible por ella, suficientes para que cualquier hombre la valorase como esposa.

Antes del día funesto que atosiga mi calma y se resiste al olvido, su respeto, mi fortaleza y nuestro esfuerzo constantes constituían el motor imparable del hogar donde tejimos planes y dibujamos las siluetas macizas de sueños posibles. En su credo, yo era lo mejor que había ocurrido en su vida: su esperanza, su orgullo mayor, el hombre que la ayudaría a superar frustraciones despiadadas y desengaños crueles del pasado.

De salida a mi trabajo, la despedía cada mañana sin imaginar que, luego de cerrarse la puerta, ella volvía a ese infierno temido: su soledad. Pero ella disimulaba bien ante mí: sus ojos derrochaban amor, sus brazos me ceñían con el mismo candor y entusiasmo que acogían mi retorno vespertino. El rito me obligaba a inclinar la cabeza y recoger su bendición en mi frente, donde luego posaba la calidez de sus besos inspiradores. No contenta con eso, acomodaba el cuello de mi camisa, la solapa del saco y alisaba el bigote que decidí usar para contentarla asemejándome a Pedro Infante. Te pareces mucho a él, decía. A decir verdad: soy un poco más alto y fornido que el célebre y popular canta-actor. Solo por verla feliz, nunca alteré esa ceremonia matutina. Culminaba con un: Cuídate mucho, en boca de ella, y un: Hasta la tarde, en la mía.

De su pasión platónica por Pedro Infante me enteré durante un almuerzo dominical fuera de casa, en un restaurante campestre recién aperturado por una familia de migrantes mexicanos. Nos deleitábamos ahí con unos tacos de lomo saltado acompañados con chicha morada cuando empezó a sonar Deja que salga la luna en voz del divo mexicano. Aída se puso nostálgica y confesó su admiración secreta por el ídolo azteca. Ese día supe que, a los dieciocho años, antes de conocer a Fidencio, se volvió fanática del ídolo muerto y miró en un canal de cable todas las películas que le acuñaron la fama de mujeriego. Con un poco del dinero que ganaba en el empleo de medio tiempo en un bazar de la ciudad, había comprado casi todos los discos de aquel en una tienda de recuerdos musicales. Esos vinilos fueron el tesoro de sus años felices. Por eso, al descubrir que su hombre los había vendido a escondidas a un coleccionista, Aída lloró de rabia, culpándose por su falta de coraje para exigirle que los trajera de regreso.

Esa tarde, mientras me contaba por vez primera un episodio de su vida desventurada con Fidencio, mudó de una tristeza repentina al rubor adolescente. Con una chispa de auténtica vergüenza, soltó la lengua y develó que sus amigas alocadas se mofaban de ella sabiéndola enamorada de un cantante muerto. Le recomendaban visitar a un siquiatra que le curase el trastorno y que, cuanto antes, se consiguiera un novio de carne y hueso o moriría suspirando de amor por un cadáver. Ella les ofrecía una sonrisa silenciosa y las quería más por ser sinceras. Contándome esto tuvo un brote de entusiasmo. Después me miró un instante y dijo con naturalidad sorprendente: Sabes: siempre pensé que te pareces bastante a Pedro Infante. Solo te falta el bigote. Ese día tomé la decisión de revivirle los recuerdos de la época en que fue feliz, es decir: antes de que Fidencio se le atravesara en el camino.

No era para menos. Aída se merecía todo lo que un hombre bueno pudiera darle. El respeto en primer lugar. Por eso una vez me indignó saber que, un desvergonzado policía del barrio la asediaba con pretensiones impúdicas en mi ausencia. Una tarde, el destino me cruzó con el atrevido cuando retornaba de mi trabajo. El tipo regaba el jardín exterior de la vivienda alquilada adonde lo trajo un desliz del destino. No le di tiempo a reaccionar. Me acerqué y le canté una advertencia necesaria para desenredarle en buenos términos la razón. Él, como curtido perro callejero, se encrespó de buenas a primeras y no tuve más remedio que estamparle en el rostro la constancia dolorosa de que Aída contaba conmigo. Después, ayudándole a levantarse del suelo, le dije: Esto fue para que entiendas que nadie tiene derecho a ofenderla. El cobarde perdió sus ínfulas de perro faldero. Tarde entendió que debía andarse a tientas cada vez que pensara aproximarse a una mujer.

Cuando Aída se enteró, enarboló un reclamo fingido. En mi defensa, apuré una explicación convincente: Actué así porque tú eres una dama honorable. Nadie tiene por qué avasallarte. Por lo demás, era mi deber proteger tu honor y el mío. Ese cretino necesitaba saber que hay un hombre a tu lado para defenderte. Por supuesto, ella perdonó mi actitud beligerante, olvidó el asunto anecdótico y la tranquilidad resplandeció otra vez en nuestro hogar. El voluble suboficial se tragó el escarmiento y al poco tiempo desapareció. Un amigo mío, que presenció la golpiza inesperada al solterón enamoradizo, me aseguró después que este prefirió llevarse el traste de su vergüenza a una parte más distante de la ciudad.

Nuestra casa, una rústica construcción de adobe y calaminas viejas, abrigó los secretos sobre el hermético pasado de Aída; secretos que (según me reveló en su carta) le provocaban lágrimas discretas y tristezas profundas que ocultaba de mí. Más en los últimos años, pues a causa de mi empleo yo pasaba mucho tiempo en Motores & Accesorios SA. En este tiempo, Aída aprendió a tolerar su soledad atosigante. Resistía en silencio el insufrible peso de sus aflicciones.

Nuestra vivienda modesta fue escenario de eventos memorables; encajonó el eco de relatos tristes y otros pintorescos e increíbles sobre su infancia provinciana. Recuerdo que, desde el tronco añoso que usábamos como banca en el corral, contemplábamos el cielo estrellado en las noches de luna. Yo describía el futuro venturoso que avizoraba mi mente invencible; ella imaginaba escuchando mis éxitos e hilvanaba palabras incitándome a lograrlos. Entonces acariciaba su cabellera sedosa y prometía que, cuando consiguiera el ascenso, nuestra situación sería la añorada por ella en la época en que descubrió su amor poético por Pedro Infante. Con los frutos de mi ascenso, que llegaría pronto, arreglaríamos la casa y la dotaríamos de comodidades. Todo sería mejor al fin. Ella borraría de su mente el tiempo vivido junto al hombre que la hizo mujer e invadió su vida para arruinarla con el yugo de un temperamento tiránico.

A Fidencio (la sombra escabrosa que le mostró el lado oscuro de la vida) la unió un amor intenso, una mezcla de fragilidad, ternura y sumisión. Él la conoció casta, feliz, plena de ensueños; la acosó, endulzó y sedujo. En cuanto pudo, la convirtió en una mujer apocada, insegura y débil. La manejó a su antojo. La fortaleza y decisión que yo veía en ella le sobrevino después, con el alejamiento intempestivo y perentorio de aquel.

Las pocas veces que me habló de Fidencio, dos o tres quizá, evitó deslizar detalles reveladores que avivasen mi curiosidad. Decidió bien qué debía conocer yo de aquel fracaso. Una vez osé preguntarle si conservaba fotografías suyas; ella negó. Adquirió la inalterable tranquilidad de las situaciones espinosas: Cuando me di cuenta que él no volvería, las quemé. Además, no hacen falta. Me basta esa. Y apuntó en breve su índice derecho hacia una de las paredes laterales de nuestra sala. Ahí, enmarcada en cedro, pendía la ampliación en color de la fotografía tomada por un condiscípulo el día de mi graduación en la facultad de administración de la Decana de América. En ese retrato, la dicha de Aída se desborda en la más bella sonrisa que no vi dibujarse antes en sus labios. Si ese retrato le arrancaba sonrisas bellas y desataba en su mente recuerdos agradables, en ocasiones le afloraban otros más chocantes que transmutaban su ánimo. Según deduje leyendo su carta, los recuerdos que ella temía estuvieron cargados de miedo, angustia, desolación. La acometían con más frecuencia en los últimos años, en situaciones al principio imprevistas e incomprensibles para mí. Esos miedos, cada vez más recurrentes y explosivos, fueron el detonante para lo otro. Como la vez que me hice un corte en la mano ayudándola a trozar carne para un estofado. Mi sangre, de brote fácil, salpicó la tabla de picar provocando su pánico. Aída, poseída por repentino arrebato, se alejó cubriéndose el rostro como si viera en mí a un ser espeluznante y maligno del que debía escapar. Se refugió en el dormitorio, adonde ingresaba de día lo menos posible. Antes de ir a tranquilizarla, detuve el sangrado de mi herida y uní con esparadrapo los pliegues abiertos de mi piel. La encontré sentada en el borde de la cama, absorta en un punto indefinido del piso. Apretaba sus manos sobre la falda y balanceaba su tronco de atrás hacia adelante. Me acerqué, le alcancé un vaso de agua, una de las pastillas que el doctor Hernández me prescribió contra el estrés y permanecí con ella hasta que el sueño la derrotó. Solo entonces pude concluir la preparación del almuerzo. Esa fue la primera vez que la vi en tal estado y empecé a formarme una idea de su vida en tiempos previos. Esperé unas tres horas antes de que despertase y unos minutos más antes de que aceptara sentarse a la mesa. Probó el almuerzo que preparé por vez primera e hizo un gesto singular confirmando el buen sabor.

El otro indicio que me ayudó a reconstruir su drama aconteció hace un año, el día de su cumpleaños, que cayó en domingo y preferimos celebrar en la calle de las cevicherías. Eran las cuatro de la tarde. Abandonábamos la Cevichería D’Mar luego de disfrutar un cebiche mixto (ella), un arroz con mariscos (yo) y chicha de jora dulce (ambos). Caminábamos hasta el cruce de avenidas donde abordaríamos el taxi de regreso a casa, cuando nuestra calma y la tranquilidad dominical de la calle fueron embestidas por una voz exasperada. Dirigimos la mirada hacia el punto de origen y observamos a un cocinero (usaba un mandil) que amenazaba con un cuchillo en la mano desde la puerta de su local a un par de tipos en innegable estado de ebriedad. Cuatro metros delante de aquel, estos lo retaban tildándolo de marica y le disparaban insultos de grueso calibre. Apenas tuve tiempo de darme la vuelta hacia Aída, abrazarla y cubrir con mi pecho su rostro perturbado.

Fue demasiado tarde. Temblaba toda. Estrujaba sus manos sobre el pecho y gemía a punto de estallar en llanto. La guie de cualquier forma hacia la esquina inmediata, doblamos a la izquierda y, distanciados del incidente bullicioso agravado por los baladros del furibundo hombre del cuchillo, conseguí tranquilizarla. Minutos después compré una botella de agua mineral y Aída bebió a sorbos lentos hasta que el ritmo trepidante de su respiración descendió.

Ahora entenderán entonces por qué Aída decidió hablarme de sus secretos mediante una carta: una simple hoja de cuaderno abandonada en una esquina de la mesa, bajo un blanco y hermoso clavel que simbolizaba la naturaleza de su amor inmenso por mí.

Querido Raymundo, mi infatigable lucha interior nunca pudo acallar la voz de mi conciencia. El peso que durante varios años arrastré sobre mi alma me abrumó. No pude con mis remordimientos. Las muchas lágrimas que enjugué en soledad fueron un trago amargo que se me anudaba en la garganta.

Ahora solo queda pedirte que no me juzgues; que, por un tanto de caridad, me perdones y ores para que mi alma atormentada halle paz. Sí, esa paz que nunca conseguí después que Fidencio abandonó materialmente mi vida.

Sobre él nunca te conté todo, ¿y sabes por qué? Por miedo. Miedo a que quisieras conocer más de aquello que con esfuerzos inútiles yo pretendía olvidar.

Las drogas y el alcohol destruyeron su vida o quizás fueron solo un pretexto para que se destruyera a sí mismo. Dominado por esos monstruos, me golpeó muchísimas veces y me ultrajó con el salvajismo de su mente enferma. Inclusive, me obligó a cuatro abortos que no dejo de lamentar. Por esa razón, después de tanto y mudo dolor, no me quedó más camino que el crimen, un crimen que condenó mi alma e hizo de mi vida un infierno cuyo fuego me consumía lenta y silenciosamente.

Sí, Raymundo: lo maté. Él nunca se fue para la selva, como te hice creer. Estuvo aquí siempre, conmigo y contigo. Si cavas dos metros de tierra bajo la cama que me obsequiaste en mi último cumpleaños y en la cual yazgo ahora en sueño apacible, hallarás sus despojos despreciables o cuanto quede de ellos. Junto a estos, el arma que usé para librarme de sus abusos infernales.

Como comprenderás, con su fantasma rondando cada noche en el infierno terrenal de mi dormitorio, no era posible que olvidara un crimen horrendo. No podía…

En esta parte del texto, mis manos temblaban, mi pecho palpitaba, se inflaba enloquecido. Maldije. Lloré. Lo que seguía paralizó mi sangre, nubló mis ojos, golpeó mi cerebro. Asfixiado por la impotencia, corrí al dormitorio. Ahí continué leyendo, mientras sollozaba. Mis lágrimas, dos hilos salobres, reptaban por mis mejillas temblorosas, lentas caían en el papel y humedecían las palabras finales de la carta, palabras que apuñalaron con revelación dolorosa mi lacerado corazón:

No podía olvidarlo. A pesar del bigote que aceptaste llevar para complacerme, inevitablemente, cada vez te pareces más a él.

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* Oscar Melanio Dávila Rojas nació en Cajamarca (Perú). Es licenciado en Lengua y Literatura titulado por la Universidad Nacional Federico Villarreal (1994) y abogado titulado por la Universidad Nacional de San Marcos (1998). Obtuvo el grado de Magíster en Docencia y Gestión Educativa en la Universidad César Vallejo (2013) y el grado de Doctor en Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle (2016). Desempeñó la Docencia en Educación Primaria en la institución educativa Fe y Alegría 08 y en Educación Secundaria en la Institución educativa Fe y Alegría 10, en Comas, Lima. Como investigador ha publicado artículos de investigación en las revistas Hamut’ay de la Universidad Alas Peruanas y Scientia de la Universidad César Vallejo. En 2009 ocupó el primer lugar en Lima Metropolitana, en el concurso para la incorporación a la Carrera Pública Magisterial. En 1984 obtuvo el primer puesto en el Concurso de Cuentos organizado por la UNEAL de Lambayeque con el cuento El negro. En 2008 fue semifinalista en el Concurso de Cuento Copé internacional, con El elefante blanco. Actualmente se desempeña como docente-asesor de proyectos de investigación y tesis en educación superior. En 2019 publicó Sombras, en la revista Íbidem. En 2019 aparece Revelaciones en la Revista Cronopio de Colombia.

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