EL ARCIPRESTE EN «LIBRO DE BUEN AMOR»: EL ACTUAR POLÍTICO DE LA LITERATURA MEDIEVAL CASTELLANA
Por John Jaime Estrada González*
El arcipreste de Hita es un personaje de la literatura medieval castellana, con el nombre de Juan Ruiz, según aparece en el texto del Libro de buen amor. Este personaje bien pudo representar personas verdaderas para contar historias, incluso de cosas inexistentes. Su creador (¿Juan Ruiz?) cualquiera sea su origen, dejó así su impronta en la literatura medieval europea. Para darle credibilidad literaria lo representó como un presbítero, evidentemente nombrado para un arciprestazgo. El orden jerárquico (dignitatis) que ocupó era el escalafón más bajo de una intermediación descendiente de Dios, según la conflictiva eclesiología de la época. Ese otorgamiento canónico, lo autorizaba a desempeñar funciones educativas, disciplinarias y de recaudo de impuestos en un número de parroquias, dentro de su diócesis.
Es preciso tener en cuenta que en aquella conflictiva vida eclesiástica, cada cristiano debía pertenecer a una parroquia. Más que ello, aquella era también el lugar de reunión, a puertas abiertas, más visitado y cercano —en muchos casos— al lugar de residencia. Allí confluían los enfrentamientos políticos, sociales y económicos del momento. Por ende, venían los mendigos, desamparados, huérfanos y viudas; todos afectados por la violencia entre los bandos de linajes, agrupados por parroquias, que se enfrentaban en armas por apoderarse del poder local municipal.
El lector actual se preguntará, por qué el autor escogió como personaje a un miembro de la jerarquía eclesiástica, un párroco, al frente de un arciprestazgo, con el más bajo nivel de jurisdicción eclesiástica, ¿por qué no un arzobispo u obispo? Para entrever esto es preciso aproximarnos a los hechos que llevaron a configurar el arciprestazgo. En efecto, tal nombramiento (por parte de un obispo) era el medio jurisdiccional (iurisdictio) es decir, autoridad delegada por Dios al Papa y de éste, en escala descendente, a través de sus intermediarios, tal como así lo reconocen los concilios de la época. Por lo tanto, se trataba de una autoridad externa y variable (no todos los arciprestes fueron como el de Hita; un lugar además existente sólo en la literatura) puesto que cada quien la ejercía de acuerdo con sus quehaceres, proyectando sus conocimientos, experiencias y aficiones, al ejercicio de sus funciones.
El orden jerárquico del gobierno eclesiástico durante el siglo XIV, pasaba por un periodo tortuoso y sangriento (este adjetivo no es retórico) en el cual los fundamentos sobre la naturaleza y la autoridad en la iglesia estaban en tela de juicio. De ello no sólo se debatía en las universidades, en las curias reales y en los cabildos catedralicios, sino también en las casas de formación de las órdenes religiosas. Estos fermentos se extendían hasta las parroquias, el último reducto (en el orden descendente) sobre el cual se ejercía la autoridad papal, pero el primero (en orden ascendente) para ejercer autoridad disciplinaria inmediata en manos del arcipreste.
Es muy importante tener en cuenta que el ordenamiento territorial de las parroquias operaba de manera diferente en cada reino europeo. Este obedecía a la necesidad particular de los monarcas, antes que a los designios específicos de los obispos. Este conflicto databa desde los comienzos de las parroquias en Europa. Ya que la parroquia era una concesión de beneficios con titularidad vitalicia, otorgada por los reyes a los nobles y privados que lo rodeaban, incluso a los miembros de la familia real, aunque fueran bastardos.
Además de las injerencias reales, también había muchas parroquias situadas estratégicamente, que invocaban el derecho a su competencia jurisdiccional, para impedir o controlar en sus linderos, el desempeño de las órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos que pedían a los feligreses colaboración en metálico para su sostenimiento. A partir del siglo XIII aquel fue también otro violento conflicto. Es curioso entonces que el autor del Libro de buen amor, escogiera la parroquia con sus conflictos y problemas, como un lugar específico para situar su obra. Incluso, es en el reparto de la topografía urbana (es precisamente dentro del reinado de Alfonso XI), cuando se compuso la obra, que la legislación real en Castilla tiende a la centralización para construir su poder y situar los fueros regionales en un plano inferior, lo cual exacerbó, de manera belicosa, a los nobles.
La parroquia, dada su circunscripción administrativa y fiscal en muchas ciudades, estaba también sometida al conflicto que representó el doble papado de Avignon y Roma. De tal manera que los intereses del Papa en Avignon no coincidían con los del rey y nacía otro conflicto en el cual el arcipreste tenía que mediar. En otras ocasiones tenía que enfrentarse por la fuerza, con los linajes que solían dominar la autoridad municipal y por extensión, de las parroquias.
De otra parte, la parroquia no era el lugar donde se debatían, filosófica y teológicamente, los problemas eclesiológicos. Era más bien el espacio en que se sostenía la vida cristiana con miras a la salvación, es decir: oír la misa, practicar los sacramentos, cumplir con las devociones y lo más importante, ejercer la caridad. Con ese panorama podemos colegir por qué era el lugar preciso donde comenzaba el largo periplo para salvar el alma —lo más importante— y el lugar para darle vida al personaje.
En aquellos siglos de incertidumbres y continuas disputas e insubordinaciones eclesiásticas, la parroquia cohesionó a los creyentes. Esa experiencia histórica ha servido en la longue durée, para evidenciar que lo que debaten los filósofos y teólogos no guarda relación inmediata con las costumbres religiosas de los creyentes y tampoco las invalidan. A eso se debe que las parroquias en Castilla siguieron creciendo más que en otras regiones de España. Es importante notar que hay una relación directa entre el crecimiento del número de parroquias y el predominio del castellano en la península.
En relación con el resto de Europa, la situación política religiosa de Castilla en el siglo XIV no es diferente, pues paulatinamente se iba formando una variante espiritual, que acuciada por muchos predicadores y frente a los modelos eclesiásticos, buscaba substraerse a esos crudos avatares resultantes de los enfrentamientos eclesiásticos. Dicho de otra manera, el proceso de una interiorización de las creencias (los comienzos del pietismo) orientado cada vez más hacia un dios personal e interior, propio; empezó a formar un cristiano indiferente ante «el mundo eterno». A todo esto, el cristiano conseguía situarse aún más lejos (ya materialmente lo estaba) de las lealtades eclesiásticas.
Aquellos conflictos ya eran políticos, superaban las esferas curialescas. Así lo entendió el arcipreste. Por ello con su obra se dedicó a combatir esa línea espiritual de su época. Asimismo, instala su nicho en la parroquia y con sus versos enseña que la salvación del alma se da sólo en la comunidad, nunca en los estrechos límites de la individualidad, aislada e interiorizada. Los creyentes debían celebrar en comunidad y no ajenos al llamado mundo externo. Seguramente el Libro de buen amor, fue la obra de toda una vida. Con ella enfrentó todas las posibles variantes que ponían en peligro el gobierno de la iglesia y los principios de los concilios.
Los historiadores de la filosofía y la teología, hasta ahora interesados en los grandes pensadores y en los sofisticados debates (de finales del siglo XIII y XIV) han vuelto en años recientes, al análisis de algunas corrientes de pensamiento de aquellos siglos. En ellos se planteaban ya los fundamentos que le dieron cauce a la filosofía moderna y contemporánea, incluyendo las nacientes concepciones del estado. Muchos historiadores tradicionales, en cambio, continúan enfocando únicamente, lo que les permite establecer un desarrollo orgánico y sistemático en el desenvolvimiento de la filosofía. Con lo cual, al estudiar las historias de la filosofía y teología medieval, asistimos a un desarrollo de éstas en tal grado de aparente pureza, que no nos enteramos de la vida económica, social y política de los creyentes, pero incluso éstos también son excluidos de las historias de la iglesia.
Nuestro autor construyó un personaje del orden jerárquico, con un amplio espacio de individualidad. Con ello se enfrentó a los que atacaban el ordenamiento jerárquico (del que el arcipreste formaba parte) de la autoridad y gobierno de la iglesia como intermediación. Sus opositores (en su mayoría eruditos franciscanos y dominicos) sostenían entre otras cosas, que tal concepción de la autoridad acababa con la individualidad, pues los miembros de la jerarquía no podían ser más que meros ejecutores de lo dado por una instancia superior. En otra dirección, el debate era más filosófico, así apoyado en La política de Aristóteles, planteaban la posibilidad de un gobierno tiránico y despótico en el gobierno eclesiástico. De tal manera que la amenaza ya se extendía a la totalidad de los creyentes.
¿Cómo enfrenta esta situación el arcipreste? Crea un personaje, así no necesitó ingresar en los sofisticados debates universitarios para mostrar (¿tal vez probar?) de manera alegre y feliz, que en la acción directa, ejercida por Dios a través de quienes encarnan la jerarquía eclesiástica (el principio de la intermediación humana) hay un desempeño amplio de la individualidad hasta en el actuar más apetitivo del ser humano: el placer sensual, por ello disfruta también yacer con «fembra placentera».
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente assistant professor de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el Islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI—XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».