Escritor del mes Cronopio

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EL CORAZÓN DE LA BESTIA

Por Paul Brito*

¿Qué es narrar?, me he preguntado con cada libro que he leído y que he escrito. ¿Y qué es el narrador?, me he preguntado también como una manera de indagar qué es el sujeto y la consciencia, en qué consiste su continuidad.

Narrar es una forma de demarcar el tiempo, de aprehenderlo mediante un tejido de ideas, recuerdos y sensaciones; de definir la secuencia y la extensión del mundo a partir de una construcción imaginaria, pero también de entrever el trasfondo de la realidad a través de los intersticios del relato y de la vida misma. Narrar es mostrar el lugar de una persona en el mundo y el lugar del mundo en esa persona; es explorar la distancia entre el lector y el autor, entre la realidad y la ficción, entre el significado y el significante; descubrir la intensidad entre un punto y otro, la unidad entre usted y yo.

Todo creador lo sabe: su imaginación es un paréntesis de tiempo, una zona de gracia para ensayar ideas e inventar posibilidades. ¿Para qué contar? ¿Para qué alinear unos acontecimientos ficticios o reales en una secuencia monstruosa? ¿Para qué reproducir el mundo y darle sentido, o destruir su coherencia? La continuidad es la meta, pero solo tenemos la secuencia para alcanzarla. Tenemos la idea de la felicidad, el concepto de las virtudes, la imagen del amor, pero tenemos que envasarlos, que darles forma concreta, que reproducir su realidad para adueñarnos de ella.

Los grandes narradores moldean sus relatos y el destino de sus personajes para reflejar el absurdo que se erige entre un acto y otro; el hilo argumental es fraccionado, articulado en muchos segmentos, no solo para romper la forma y la secuencia de la historia sino para reflejar la mecánica de sus aristas, el sentido de sus ejes y su misma negación. Saben que en esas articulaciones, en ese salto incomprensible entre causas y efectos, se encierra el secreto, las claves de la existencia, el pegamento divino, los planes de Dios.

Esto cobra mayor evidencia en novelas como 2666 de Roberto Bolaño, donde la intensidad del tiempo se alterna con el inventario exhaustivo de su desintegración, la continuidad con la secuencia y sus límites. La novela de Bolaño nos remite constantemente a lo oculto, a lo que quisiéramos saber pero nunca sabremos, a lo que sin embargo necesitamos saber para trascender la negación implícita con que nacemos.

En este punto se hace necesario el rodeo. La línea recta solo es provechosa en las matemáticas. En la literatura, así como en la vida, alcanzar la esencia, el significado último, requiere la lógica del acordeón: para sacarle música e intensidad es necesario estirar primero el fuelle, tensar el arco, planchar las arrugas lo más que se pueda. Roberto Bolaño lanza líneas divergentes en todas las direcciones y crea una red de significaciones para sostener la realidad, su realidad. Cinco novelas en una, enlazadas bajo el título de un número emblemático, el centro de lo desconocido, de lo arbitrario, de lo inmenso, de lo oculto. El corazón de la bestia.

MÁS ALLÁ DE LA SECUENCIA

Roland Barthes sintetizaba el mecanismo del lenguaje así: «El sentido es articulación», pues solo lo que puede dividirse en partes y organizarse en una secuencia es susceptible de ser transmitido como mensaje. De hecho, si no fuese por la combinación de las 27 letras del alfabeto y su articulación en palabras y oraciones, no nos dirían nada.

Pero no todo en el lenguaje es secuencia. En un discurso todas las partes están ensambladas a una unidad mayor. No hay elementos sueltos que simplemente estén en fila, alineadas de forma externa; todos deben responder a una continuidad interior y no solo a una ordenación serial o sucesiva. Incluso (y con más razón) en un poema, las combinaciones insólitas de elementos aparentemente distintos responden a una intención de ensamblaje profundo.

¿Pero cómo un texto irremediablemente armado por secuencias puede formar una continuidad consigo mismo? Solo el tiempo real puede imprimirle movimiento y unidad a un texto. Pero sucede que el tiempo en un discurso es siempre una construcción ficticia y una colaboración. Ningún texto alberga por sí solo la dimensión del tiempo; es el lector quien le confiere progresión a las palabras. Para servir de guía, del mismo modo en que una serie de puntos sirve de pista a una línea compacta, el texto le da dirección a las palabras, establece una red de sentido, le proporciona un lugar a cada elemento en la secuencia y la estructura del discurso, entrelazando ideas y niveles de significado. En la lengua el tiempo no existe más que bajo la forma de sistema. «La ilusión es producida por el discurso mismo —decía Barthes—. La realidad de una secuencia no está en la sucesión natural de las acciones que la componen sino en la lógica que en ella se expone».

Una novela como Crónica de una muerte anunciada está montada sobre una secuencia rigurosa. Posee la estructura de una novela policiaca e incluso los datos principales del crimen (la identidad de los asesinos y su móvil) se dan por adelantado, de modo que todo lo demás está cuidadosamente atado a esa primera información. La narración va engranando todos los sucesos y testimonios, hasta los más contradictorios, para sostener el primer punto del relato, su evento radial. Al final el crimen no parece fruto de una cadena de hechos, sino un núcleo fijo, encapsulado en la historia y el tiempo: ningún suceso lo puede tocar. Sabemos desde un comienzo lo que va a suceder: el asesinato de Santiago Nasar a manos de los hermanos Vicario, pues es como si ya hubiera sucedido; de hecho, es la primera noticia que recibimos del cronista, pero aun así, nunca decae nuestra atención, porque lo que en realidad sucede no es la secuencia de hechos sino su profunda organicidad.

EL ESPESOR DE LA IMAGEN

Michel Foucault era uno de los defensores de que la lengua no se despliega en una dimensión temporal sino espacial. El cuento El aleph de Borges es una recreación magistral de esta idea: por un lado muestra los límites secuenciales y espaciales del lenguaje a la hora de representar un mundo continuo e interconectado, y por otro lado, insinúa cómo la transversalidad y la intensidad de la poesía puede aventurar formas de aproximación o nivelación al mundo real. «La obra es el espacio del espejo —decía Foucault—. No hay un ser de la literatura, hay sencillamente un simulacro que es todo el ser de la literatura». En ese margen de error entre realidad y representación es donde se despliegan los niveles y dimensiones de sentido de un texto, igual que una palabra despliega distintos matices al no chazar exactamente con su referente. En realidad, ninguna palabra o expresión encaja perfectamente con la realidad, para ello el símbolo o la imagen tendría que ser el mismo objeto; siempre quedan espacios sin llenar. Los intersticios que deja libres esa inevitable ambigüedad e imprecisión de los signos son precisamente el origen de los conceptos y el margen donde se mueven. En ese espacio clandestino y espectral es donde vive la literatura y donde proliferan sus intuiciones.

La escritura es un espejo doble: de la lengua, por un lado, y de la realidad por otro; eso le permite distanciarse doblemente de sí misma y hallar en sus capas espaciales (las únicas con las que puede jugar) la palanca de su expresión, su sentido exponencial. La lengua cuenta solo con dimensiones espaciales: el área de la hoja, el volumen de los pulmones, la fisionomía del idioma, los intersticios de los signos; lo demás se lo inventa a partir de su combinación y entrelazamiento. El lenguaje es espacial porque, al igual que el espacio físico, posee una extensión y una predisposición para ordenar las cosas en él. «Sosteniendo el equívoco entre temporalidad y causalidad el verbo presupone un desarrollo», recalcaba Barthes. Al reemplazar el tiempo por asociaciones lógicas, el texto transforma ilusoriamente el espacio en tiempo, la habitación en un vagón de tren, el lenguaje en revelación. «Por eso el verbo es el instrumento ideal de todas las construcciones de universos —señalaba Barthes—; es el tiempo ficticio de las cosmogonías, de los mitos, de las historias y de las novelas. Supone un mundo construido, elaborado, separado, reducido a líneas significativas».

UN MURMULLO ENTRE SIGNOS

Todo discurso debe partir de un punto y terminar en otro que es su doble, su reflejo ampliado, su síntesis. El lingüista norteamericano Noam Chomsky se maravillaba de la capacidad del hombre de crear y entender nuevas combinaciones de palabras, de su capacidad de crear nuevos espacios sintácticos para las ideas, nuevas configuraciones. Esa constante expansión que da cobijo a nuevas ideas es lo que no deja anquilosar al lenguaje, lo que le da el carácter de un organismo vivo: la frescura de un brócoli y la belleza de una esponja marina. Todo narrador asume por eso un habla distintiva, un estilo; no se resigna a recorrer el museo de las palabras, sale a cazarlas, a domar sus giros lingüísticos, a rastrear las huellas y mutaciones de la lengua, a apropiarse del lenguaje por medio de nuevos ordenamientos y matices.

A través de la profundización de su propio simulacro de representación, el autor termina creyéndose su papel de creador o suplantador del mundo, como le pasó a don Quijote cuando salió de su biblioteca a imponer las convicciones de su imaginación y los códigos de sus libros de caballerías. Aunque no tuvo éxito, el Caballero de la Triste Figura acabó realizando una hazaña más épica que la de los caballeros: no cambió el mundo para ajustarlo a sus expectativas ficcionales, pero terminó ajustando el mundo a los códigos de su imaginación, que es donde reside el verdadero poder de la palabra: los molinos se convierten en gigantes, los rebaños en ejércitos, las sirvientas en damas, las posadas en castillos, la bacía de un barbero en el yelmo de oro de Mambrino. El signo errante del lenguaje termina transformando la única realidad posible: la percepción de ella por parte del sujeto. «La verdad de don Quijote no está en la relación de las palabras con el mundo, sino en esta tenue y constante relación que las marcas verbales tejen entre ellas mismas», afirmaba Foucault.

Sí, es curioso que el sentido requiera articulación y que al mismo tiempo el sentido último del lenguaje sea capturar el sistema continuo y unitario del mundo real, ese trasfondo que no está articulado en sí por la mente ni por la lengua, sino que acaece independiente de la mirada y de la boca del hombre. El poeta tiene muy presente esa aspiración ideal y paradójica del lenguaje. Por debajo de la heterogeneidad de los signos y de la superficie en movimiento que nombran, busca las semejanzas y las conexiones esenciales. «Andamos perdidos entre las cosas —decía Octavio Paz—, nuestros pensamientos son circulares y percibimos apenas algo que emerge sin nombre todavía».

Ese murmullo incomprensible entre las palabras es el verdadero mensaje que queremos comunicar. Esos destellos entre una oración y otra, entre una palabra y la siguiente, son los pedazos de espejo que queremos reconstruir: cristales rotos que nos devuelven una imagen incompleta de nosotros mismos, pero que nos lanzan a buscar nuevos pedazos.

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Paul Brito (1975). Escritor colombiano. Ha publicado cinco libros: Los intrusos, Premio Nacional de Libro de Cuentos (UIS, 2008); El ideal de Aquiles (2010), reeditado recientemente por Planeta Lector (2017) y traducido al bengalí por Razu Alauddin, el traductor de Borges a este idioma; la novela La muerte del obrero (2014); El proletariado de los dioses, único libro de crónicas literarias nominado al Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana (EAFIT, 2016); y Árbol de levas, ganadora del Portafolio Distrital de Estímulos de Novela (Barranquilla, 2018). Textos suyos han sido traducidos al inglés, portugués, italiano, alemán y bengalí, y seleccionados en diversas antologías. Colabora en medios colombianos como El Malpensante, Semana y El Heraldo, y en publicaciones españolas como Clarín. Es editor de la revista colombiana Actual

 

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