Escritor invitado

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EL ESPEJO DE PRECIOSO

Por Homero Carvalho Oliva*

Zenobia ya lo sabía. El espíritu de su abuela paterna le había anunciado que tendría un hijo, que sería grande entre los grandes, apuesto, famoso y muy querido, tanto por las mujeres y los niños, como por el pueblo.

Así que no le importó que su embarazo fuera el resultado de una violación.

Cogida enteramente por sorpresa, evocó el sueño y pensó en el malhadado azar como un atajo imprevisible de la vida; se dispuso al sacrificio y supuso que el jovenzuelo borracho que la agredió podría ser quien hiciera realidad su sueño; los caminos del Señor son tan misteriosos, pensó y dejó que el hijo de los patrones le bajara el calzón con figuras de la Caperucita Roja, le abriera las piernas y la penetrara sin misericordia. El cuerpo del mozalbete cayó pesadamente sobre ella y la hizo deslizarse al vacío de la noche.

Cumplida la inmolación, supo desde su interior que la promesa que encerraban las palabras de la abuela, se había hecho evidente, y se dispuso a cumplirla sin condiciones.

Meses después, al confirmar su incipiente preñez, el júbilo deseado se mezcló con el temor que recorrió su delgado cuerpo de adolescente, empujándola a buscar los consejos de su madre; ésta la miró intentando no mostrar sorpresa, porque pensaba que la fealdad de su hija le impediría tener pareja y por consiguiente hijos, así que tomó la desgracia como un premio de consuelo y con resignada ironía le dijo: Así es la vida.

Ante la afectada indiferencia de su madre, Zenobia se condenó a la conformidad; la aceptación le produjo cierta paz y alejó los imprecisos temores que pudo haber sentido hasta entonces. La esperanza la protegió de la depravación del mal, que se repetía cada semana, los días viernes a la medianoche con el joven verdugo. Sentía miedo y asco, pero estaba segura que era la condena que tenía que pagar por su sueño; ningún sueño viene gratis, le había advertido también la abuela. Así sea, se dijo y suspiró emocionada.

Durante los meses siguientes, Zenobia pronunciaba la palabra «Hijo» (con mayúscula), mientras se acariciaba el vientre que crecía cada semana y la convertía vertiginosamente en una pequeña mujer, sin más amparo que su terquedad por vivir para su heredero.

Un día, cuando la tarde fracasaba en la noche y agotada de la jornada que le imponían sus patrones, soñó despierta, imaginó que luego de dar a luz a su criatura en el hospital de la ciudad y todavía sufriendo los malestares postparto, percibió el descomunal revuelo que se armó entre las enfermeras y los médicos, el instante que se llevaron al recién nacido para bañarlo y, también, de alguna manera, supo que todas las pacientes se enteraron que ella, Zenobia Hurtado, había parido a un hermoso niño.

Ella estaba segura de que su hijo sería como le había anunciado su abuela que, a veces, parecía un fantasma dentro de ella…, una sombra interior que le hablaba, le daba consejos y la reconfortaba cuando era necesario.

Zenobia soñó que deliró después del parto, luego de que su criatura llorara por primera vez, para que todo el mundo supiera que ya había llegado a la tierra; alucinó que todas las parturientas, llevadas por una extraña intuición, rezaron el rosario para que sus hijos se parecieran al recién nacido. El nacimiento del hijo de Zenobia dispuso la fiesta y, en una ciudad farandulera como Santa Cruz de la Sierra, el festejo duró hasta la madrugada. Todos hablaban del niño de la Zenobia, hasta las malas lenguas… ¡Un prodigio!

Muy pronto la fama del niño contaminó las conversaciones de las jugadoras de loba, de las cofradías religiosas, de las comparsas, de las fraternidades, de los sindicatos —incluso de los lustrabotas—, de las logias secretas que controlan la economía de la ciudad y hasta de los librecambistas de la Plaza 24 de septiembre; así como también inundó las charlas de los cafés, de los bares y de los lupanares de la ciudad.

Zenobia imaginaba que, antes de la siesta, la gente hablaba del fenómeno y vislumbraba que se corría la voz de su nacimiento, más allá de los barrios de la capital del departamento, llegando a las provincias y traspasando las fronteras regionales. En sus sueños no faltaba quien, que recordando el milagro, afirmara que desde las alturas de la ciudad de Nuestra Señora de La Paz, sede de gobierno, había llegado la Primera Dama de la nación a conocerlo personalmente y dar fe de la maravilla, para luego contar el prodigio ante sus amigas, las señoras que brindaban su caridad a los niños trabajadores de la calle, sacrificando su tiempo en una cena anual para recaudar fondos para comprarles juguetes en Navidad… Zenobia imaginaba y sonreía en silencio, ilusionada.

***

Ella creía que al contemplar a su hijo, comprendería que su vida cobraría un nuevo significado y se sentiría tan orgullosa de la belleza de su vástago, que decidiría nombrarlo Precioso; sin embargo, como era muy creyente, para la fecha de parto, llevaría en su maletín, que ya tenía preparado y que guardaba debajo su cama, el Almanaque Bristol para buscar también un nombre pertinente con el santoral católico.

En el Registro Civil inscribiría al niño con los nombres elegidos, le impondría un supuesto apellido español que reemplazaría al verdadero paterno, el mismo que sonaría como una campanada en una tarde tranquila, y, huyendo del violador, se buscaría un nuevo trabajo como empleada de una familia generosa que, conmovida por el niño, quisiera recibirla en su casa y apoyarla en la crianza de Precioso.

Por las noches, después de haber cumplido con sus labores de lavar, planchar, barrer, tender las camas, acomodar los cuartos y cocinar, Zenobia soñaba con el brillante futuro de su hijo, cuya bisabuela le había augurado, sería una gran eminencia. En las noches de insomnio, Zenobia imaginaba a su primogénito, y minuciosamente planificaba su futuro. Lo veía entrando al kínder, con su impecable uniforme, ningún otro niño resistiría la comparación con la inigualable belleza del suyo y le contaban que las envidiosas madres hablaban mal de Precioso.

Se imaginaba llevándolo a la escuela primaria y lo veía ingresar por la puerta, orgulloso y seguro de sí mismo —con una altísima autoestima—; en tanto otros niños de su misma edad lloraban y se aferraban a las piernas de sus padres para que no los abandonaran en el establecimiento.

Sus sueños lo proyectaban en la secundaria, como un alumno destacado y portaestandarte del colegio en todos los desfiles cívicos de las efemérides municipales, departamentales y nacionales; todos los años figuraría en los cuadros de honor, y siempre estaría rodeado de las muchachas más bonitas del colegio, que se disputarían el honor de que él las invitara a bailar en las fiestas vecinales y cívicas. Entonces, soñándolo como un buen bailarín, Zenobia supo que tendría que inscribirlo en una academia de danza…, elegiría la más afamada escuela de ballet; ella quería que su hijo fuera como los bailarines rusos que alguna vez había visto en unas revistas, en la residencia de sus primeros patrones. Soñaba Zenobia y soñaba en grande.

En otra de sus fantasías recurrentes, lo vio como un joven gallardo, alto, de espaldas anchas y de brazos y piernas firmes como horcones de cuchi. Los años irían acrecentando la belleza de Precioso y su fama sería legendaria… al punto de tener una legión de amigos que lo seguiría a todos lados, para beneficiarse de su apostura y de su evidente éxito con las muchachas.

Una fría noche, después de que el jovenzuelo violador saciara sus bajos instintos, Zenobia tuvo una visión: vio la graduación de bachiller con honores y su deslumbrante ingreso a la Universidad. ¡Su hijo en la universidad! El primero de su familia en llegar a ser profesional. Eso sí sería algo digno de destacarse, pensaba Zenobia y cantaba mientras trapeaba el piso, apagando sus quimeras con el agua sucia de las baldosas.

Precioso no sería como el resto de los niños, Zenobia lo criaría de forma diferente para que no tuviera nada en común con sus parientes, y tampoco con los hijos de los vecinos del humilde barrio donde ella había nacido; Precioso sería un hombre distinguido. Sería como esos elegantes señores que ella veía por la calle: siempre vestidos de terno, a pesar del imponente calor. Algunos vestían trajes de blanco lino y otros de telas oscuras. Señores de rancio linaje, pensaba Zenobia… Su hijo sería uno de ellos, ostentaría el título de Señor y vestiría trajes encargados a medida, no como los que usaba su padre biológico, que era un petiso cabezón, que usaba ternos que parecían de su hermano mayor y siempre andaba con poleras sucias debajo de unas camisas percudidas, que alguna vez fueron blancas. Ella trabajaría toda su vida para que sus ilusiones se hicieran realidad. No le haría faltar nunca nada, era una mujer menuda pero muy fuerte, trabajaría incansablemente para que su hijo tuviera lo que los demás niños no tenían. Nunca dejaría que su hijo fuera opacado por la riqueza o la belleza de sus compañeros o la de los hijos de los otros patrones. Y para que lo protegiera de toda la maldad del mundo, ella le prendería en la polera blanca —que llevaría debajo de la camisa blanca— un escapulario con la Virgen de Guadalupe. ¡Precioso sería grande entre los grandes!, como le había augurado la abuela que, cuando estaba viva nunca se había equivocado en sus vaticinios.

***

¡Grande entre los grandes!, se repetía entretanto le cambiaría los pañales de tela, cagados por el infante de prometedor futuro. Zenobia sabía que los más grandes no eran los comerciantes y ganaderos ricos: los más grandes eran los políticos, porque a ellos los veneraba el pueblo y los medios de comunicación competían por una entrevista o alguna declaración al paso.

Ella había escuchado en la calle y en el mercado, que los nombres de los políticos se repetían en los atardeceres cuando iba a comprar cuñapés, tamales y roscas de maíz, y en las madrugadas, al ir por pan recién salido del horno y carne y verduras para el almuerzo, se repetían en los noticieros, donde confirmaban lo que la gente ya sabía de sus líderes. Precioso sería Concejal, Diputado, Senador, ¡con mayúsculas!, y por fin, ¡Presidente de la República!… Y lo invitarían a todos los eventos sociales más importantes de la ciudad, a las fiestas de gala por el Aniversario Cívico de Santa Cruz, a las inauguraciones anuales de la Feria Exposición; así como a las recepciones de las embajadas y a los aniversarios cívicos de los países. Y ella, ¡ella, Zenobia, sería la madre del Gran líder, del Gran Timonel!, como había escuchado que, en un documental de la televisión, le decían a un tal Mao, en la China comunista. ¡El Gran Timonel, el Gran Guía de la Nueva República Global, qué título más hermoso y glorioso!, pensaba Zenobia, quien apenas había terminado la primaria. Su hijo la vengaría de todo el escarnio sufrido en su infancia por la crueldad de los niños y niñas que se habían hecho la burla por su fealdad y flacura. Ella sería la madre del Padre de la patria, del Primer mandatario, y ella también sería la suegra de la Primera Dama de la Nación, la más hermosa mujer que se hubiera visto el país: ¡una Miss Bolivia que casi logra el título de Miss Universo!, su hijo no se casaría con una flacuchenta cualquiera, buena para nada y maquillada como una flauta. Ella sería la abuela de los niños más hermosos que jamás mujer alguna hubiera parido.

Zenobia soñaba con una parejita de nietos: hombrecito y mujercita. La hembrita se llamaría Fabiola y el hombrecito Adolfo, como el líder de ese país europeo del que ella había escuchado hablar en la casa de sus antiguos patrones. Adolfo, el nieto sería tan brillante como su padre, tan hermoso e inteligente como él y sería un digno heredero de su poder y riqueza sin par.

***

Sin embargo, así como el día engendra la noche, si existen los sueños, también existen las pesadillas y en ellas el llanto de su heredero la despertaría para recordarle que necesitaba la leche que sus pequeños y áridos senos no podían darle. El niño de sus emponzoñados sueños tenía un hambre atroz y no había mamaderas que saciaran su feroz apetito. Nada importaba, Zenobia quería creer que incluso las pesadillas eran una buena señal, pues los niños gorditos son sanos…

Zenobia despertaba asustada y luego se reponía; mientras llegaba la hora del parto, Zenobia seguiría inventando la vida de su hijo.

Zenobia soñaba y en sus sueños soñaba que soñaba con su hijo Precioso.

Por fin, cuando el niño quiso salir de su vientre y llegar al mundo, fue un primero de junio, tomó el Bristol y buscó la fecha. Eligió Justino como segundo nombre, porque el otro santo del calendario cristiano, Simeón, le pareció que remitía a un niño meón y lo haría blanco de las burlas. Justino le pareció sobrio y aristocrático, digno nombre para su hijo. Precioso Justino ¡Dios te bendiga, hijo mío!

Después del parto, que tuvo que ser por cesárea, porque la enorme cabeza del niño casi le rompe la vagina uniéndola con el ano, se armó el revuelo que Zenobia había soñado, y médicos y enfermeras se empujaban entre ellos para ver al recién nacido, al «hermoso bebé de la Zenobia».

El vidrio protector de la sala de recién nacidos se empañó tanto, con las entrometidas respiraciones de los curiosos agolpados, que ya no pudieron seguir mirando, asombrándose con el neonato, y tuvieron que retirarse a comentar por los pasillos del nosocomio la «buena nueva». La más vieja de las enfermeras aseguró que nunca había visto algo parecido en sus cuarenta años de trabajo. El portero del hospital, un anciano longevo que tenía una runfla de hijos fuertes y sanos, aseveró que, en casi un siglo de vida, tampoco había visto ni oído cosa tal. Pronto lo supieron las otras parturientas y se armó el grotesco griterío: ¿Cómo era posible que hubiera nacido un niño así?

Nadie lo creía. Naturalmente que Zenobia tampoco.

Cuando las enfermeras le llevaron al bebé, la primera impresión la desconcertó y en los ojos de su rostro de adolescente confundida, se encendió una lucecita, producto de la emoción; sus ojos se abrieron hasta el infinito y su mirada fue más allá: dio la vuelta al mundo y volvió a su corazón de madre.

Enfebrecida por el parto y la incertidumbre, en un segundo consumió todos los meses de expectativa acumulados desde que soñó con su abuela. A solas con su hijo, en la semioscuridad de la habitación, apenas separada de las otras madres, por cortinas de ordinarias telas, las lágrimas estremecieron su cuerpo hasta sacudirlo en un sollozo.

El día del nacimiento de Precioso, atentos a este tipo de noticias sensacionalistas los medios de comunicación invadieron el Hospital Materno Infantil; camarógrafos, fotógrafos y reporteros lidiaron por la primicia. Viendo y oyendo tal zafarrancho, Zenobia confirmó que su abuela no se había equivocado: había parido a un hijo que sería famoso, y los canales de televisión, los periódicos y las radios lo anunciarían para que el mundo entero lo conociera, y cuando Precioso creciera sería el invitado de honor en los mejores programas de entrevistas. ¡Es más, Precioso sería tan inteligente que llegaría a tener su propio programa!, como ese brillante periodista de lentes y barba espesa, que después de muchos años de entrevistar de cerca a gente importante, llegó a ser Presidente de Bolivia. Ya sea que Precioso tuviera su propio programa o fuera el invitado especial, como analista político o para opinar de economía, sociología o cultura, vestiría de frac, llevaría anudada en el cuello una grande y colorida corbata de moño y con una astucia y perspicacia nata, acorralaría a políticos, artistas, intelectuales y se pelearía con todos ellos, haciéndoles morder el polvo de la derrota con su evidente sapiencia, así como también aprovecharía el tiempo necesario para hablar de los ensayos que escribiría acerca de la realidad regional, nacional y mundial. ¿Le habrán avisado a la Primera dama?, se preguntó Zenobia.

Una vez que los medios lograron captar las imágenes suficientes para crear la farsa del espectáculo, exigido cotidianamente por la colectividad (que glorifica las apariencias), se retiraron zumbando como moscardones.

Tras la salida de los periodistas, Zenobia quedó satisfecha, porque ella ya lo sabía: ¡Precioso era noticia!

***

Al día siguiente, pagó la cuenta del hospital con sus ahorros y desapareció en la inhóspita ciudad que se hundía en la noche, porque tuvo miedo de que los patrones, sospechando que el niño pudiera ser semilla del crápula de su hijo, se lo arrebataran al enterarse de que era increíblemente hermoso. Soñó con que esa noche Santa Cruz de la Sierra celebraría el acontecimiento, sintió una inmensa felicidad, y se dijo a sí misma que ese sería el primero de los homenajes a su hijo, sin importar ahora que este durmiera a pierna suelta, como el niño Precioso que era y aún no tuviera la menor idea de su destino.

Precioso crecería y todas las fiestas serían suyas.

—Y ahora, con ustedes, Precioso… El «enano cabezón», el «Rey de los payasos».

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* Homero Carvalho Oliva, Bolivia, 1957, escritor, poeta, columnista y gestor cultural. En cuento ha publicado Biografía de un otoño, Seres de palabras, Ajuste de cuentos; en microcuento: Cuento súbito, La última cena y Pequeños suicidios. Ha obtenido varios premios de cuento a nivel nacional e internacional, entre ellos el Premio Único Latinoamericano de Cuento, México 1981, con el cuento «Joñiqui»; Premio Latin American Writers Institute, 1989, New York, con «La Creación»; el Primer Premio Nacional de Cuento, 1995, con Historias de Ángeles y Arcángeles. Primer y Segundo premio de Cuento, Casa de la Cultura Raúl Otero Reiche, 1983 y 1984, con «En septiembre los derrotaremos» y «La creación», respectivamente. Dos veces el Premio Nacional de Novela con Memoria de los espejos y La maquinaria de los secretos. Su obra literaria ha sido publicada en otros países y ha sido traducida a varios idiomas; sus cuentos figura en más de treinta antologías nacionales e internacionales como Antología del cuento boliviano contemporáneo, The fatman from La Paz e internacionales, como El nuevo cuento latinoamericano de Julio Ortega, México; Profundidad de la memoria de Monte Ávila, Venezuela; Antología del microrelato, España y Se habla español, México. El año 2012 obtuvo el Premio Nacional de Poesía con Inventario Nocturno y es autor de la Antología de poesía del siglo XX en Bolivia publicada por la prestigiosa editorial Visor de España. Premio Feria Internacional del Libro 2016 de Santa Cruz, Bolivia.

 

2 COMENTARIOS

  1. ¡Hermoso!

    Una historia cautivante desde el inicio, que lleva al lector (mujer) a sumergirse en los recuerdos de su anhelado embarazo, su hijo precioso, por el cual sacrificaría su propia vida y más si pudiera. No importa la forma que llegó a su vientre, ahora es suyo y de nadie más, su hijo es lo más precioso que existe en la tierra, único.

    Sus creencias la definen.La violación,acto inhumano quedó en segundo plano, porque para ella lo principal era cumplir con la profecía de la abuela, importa el fin no los medios…

    Gracias.

    ESCRITOR HOMERO CARBALHO

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