Por Fabián Castaño Mejía*
No existe un espectáculo más triste que ver a alguien que ha recibido una fortuna, entregado a derrocharla en escándalos y barullos de poca monta. Y no sé por qué razón cuando pienso en el nadaísmo viene a mi mente esta clase de imagen. No ha existido otra generación en Colombia que lo tuviera todo delante de sí para producir una enorme y maravillosa obra, tenían los medios para lanzarse: Cromos, El Espectador; gozaban de gran crédito y además eran populares. Solo era necesario que se sentaran juiciosamente a escribir y fue lo que nunca hicieron. No basta con tener talento; un escritor, para serlo, requiere mucho más que eso. El talento hay que nutrirlo, hay que propiciar las condiciones fundamentales para que florezca. No quisiera hablar aquí de disciplina. Pienso en una férrea voluntad capaz de dejar todo con el único propósito de realizar una obra, pero también en la capacidad de generar en el universo de nuestras fronteras una autocrítica serena, y a la vez despiadada, capaz de conducirnos a través de los senderos de la creación.
Cierta vez le preguntaron a Luis Caballero por Lorenzo Jaramillo, y su respuesta fue contundente: «Ha de estar en los bares buscando muchachos para malgastar su tiempo y su talento». Entonces me pregunto: ¿De qué sirve el escándalo, el ruido y la picota pública para producir una obra? Simplemente debemos responder: para nada. No se trata del afuera, se trata de las atmósferas interiores que seamos capaces de producir dentro de nosotros para hacer estallar lo único que cuenta, como lo es la obra. En este sentido creo que el aporte del nadaísmo ha sido más nocivo que enriquecedor en el desarrollo de nuestra Literatura. Con contadas excepciones la fama persigue al buen escritor. Por esto el que se dedique a las letras pensando en convertirse en una celebridad, es mejor que gaste su tiempo en otros menesteres. Un asunto bien distinto es el de la disciplina, palabra con la cual muchos pueden reñir; pero esencial a la hora de internarnos en ese mar profundo llamado creación. Y aquí no hablo de esa cosa augusta y maloliente de cumplir un horario. No, pienso en unas lecturas llenas de luz, en el desarrollo de la observación, en el cultivo de la paciencia, en convertirse uno mismo en un excelente mediador para que por allí transiten las palabras y se conviertan en ese puente que es lo que finalmente hacemos al momento de escribir.
Lo único que cuenta en la vida son los resultados, y todavía más si se trata de un escritor. Y cuando le preguntamos al Nadaísmo, la gran novela no apareció; el gran poemario, tampoco, y ni qué hablar de la obra ensayística. Leer la revista que ellos editaban, llamada «Nadaísmo 70», resulta una completa desilusión. Una revista literaria es una proyección de la lucidez, no un trabajo sociológico y mucho menos periodístico; pues la Literatura nada tiene que ver con estas miradas del mundo.
Entonces volvemos y nos preguntamos: ¿Dónde estaban? Firmando manifiestos, vomitando hostias, asustando parroquianos, perturbando monjitas. Otro asunto con el que se equivocaron fue el de los manifiestos. Lo más terrible de ellos es que le imponen al creador una camisa de fuerza, es como si le quitaran las alas a una mariposa, cuando lo más maravilloso de la existencia es su carácter inasible, su sinrazón esencial. No existen fórmulas. Aún recuerdo la sorpresa con la que hablaba Luis Buñuel de las cartas de curas, arzobispos y monjas donde lo felicitaban por esa hermosa película llamada «Nazarín». Buñuel era un ateo confeso; sin embargo, en este film fue capaz de proyectar, con absoluta claridad, las doctrinas de lo que Cristo enseñó en los evangelios. Más aún, pienso en Pierre Klossowski, un católico ferviente y perteneciente a una de las comunidades ultras de esta doctrina, quien escribió una de las novelas más transgresoras y perversas del siglo XX, como lo fue Roberta esta noche. Por esta razón no me gustan los manifiestos, pues contienen la semilla de las imposiciones, y la buena literatura siempre se ha realizado bajo el influjo del aire fresco de la libertad.
Sin embargo, no quisiera que estas palabras fueran tomadas como un deseo de destrucción. Lo interesante del paso del tiempo es que nos permite discernir con lucidez, y con la suficiente perspectiva, qué es lo que ha sucedido en el paisaje humano. En esta dirección quisiera destacar tres libros producidos bajo las atmósferas nadaístas: Los Poemas de la Ofensa, de Jaime Jaramillo Escobar; Vana Stanza, de Amílkar Osorio; y Los Sinónimos de la Angustia, de Alberto Escobar. Sería injusto de mi parte si no lo hiciera. Toda categorización, toda opinión, puede ser arbitraria, y la mía no escapa a la suerte que sufren las palabras al momento de escribirlas.
Un domingo, en la mañana, iba caminando por el centro de la ciudad y me encontré con Darío Lemos. Por supuesto iba en su silla de ruedas. Lo invité a desayunar, pero me dijo que mucho mejor si le compraba una media de aguardiente. Por aquella época yo andaba obnubilado por el gran aviso de neón que contenía la palabra nadaísmo. Recién me había matriculado en la facultad de Literatura y mi inocencia en materia de letras me permitió colocar a Darío Lemos en el celaje más alto. Con paciencia lo arrastré por calles y avenidas hasta que me cansé y lo dejé abandonado en cualquier esquina. Debo confesar que este recuerdo aún me persigue y hace parte de la idea general que con el pasar del tiempo me he ido formando del nadaísmo. Ellos se encontraron con una cuantiosa fortuna y, como nuevos ricos, se dedicaron a malgastarla y, acto seguido, a autodestruirse. No fueron capaces de consolidarse y de dejar atrás el incendio personal para adentrarse en los salones de la paciencia, el silencio y la soledad, únicos lugares donde es posible refinarse y prepararse para esa tarea tan compleja y la vez tan fascinante como lo es la creación.
___________
*Fabián Castaño Mejía. Colombiano. Licenciado en Literatura. Novelista, Editor, ensayista. Director de la revista de arte: Pintura Fresca. Director del periódico El transeúnte y codirector del periódico Mecánica Celeste. Todas las publicaciones dedicadas a la difusión de la literatura y el arte. Ha escrito: Salomé o La Nostalgia de los Días (novela, Ediciones Hölderlin. 1998), Fragmentos del Tiempo (aforismos, Transeúnte Editor, 2000. ), El Perfecto Extraño (novela).