Literatura Cronopio

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El paseo de mili

EL PASEO DE MILI

Por Leandro Puntin*

I

Fueron dos segundos: Julián despegó los ojos del colectivo para mirar el GPS, y cuando volvió a mirar al frente el colectivo se bamboleaba como sacudido por un tornado. Clavó los frenos del Civic y vio cómo el micro se comía la banquina, daba dos giros en el aire, caía de costado, y se deslizaba por el pasto dejando salir gritos, chapas y vidrios. Hasta que se frenó en medio de un campo de girasoles.

Manoteó el celular, y mientras prendía las balizas y se estacionaba al costado de la ruta, le mandó un audio de WhatsApp a Claudia: Llamá a la policía, Claudia, a la ambulancia, volcó un colectivo en la 33, me cago en Dios, por poco y yo me lo llevo puesto, Claudia, ¿me entendés?, llamá a la ambulancia.

Salió del Civic y bajó corriendo hasta el micro, que había quedado tumbado sobre el lateral derecho. Desde la ruta, no parecía haber caído tan lejos: pero cuando Julián llegó hasta él le temblaban las piernas, y tuvo que frenar a tomar aire.

Dudó en hacer lo que iba a hacer. Al fin y al cabo ya vendrían la Policía y los Bomberos… Pero no, en esos dos o tres o cinco minutos podía morir gente. Era su responsabilidad ayudar a alguien, si eso resultaba posible todavía.

Se asomó a la cabina: el gigantesco volante estaba clavado en la butaca del chofer, roída y llena de sangre. Del chofer en sí, ni rastros.

Julián se metió por un agujero en el parabrisas, y en cuatro patas logró llegar al primer piso de pasajeros: la ayuda ya viene, dijo, y cuando su cerebro terminó de procesar los manchones rojos y las extremidades desparramadas, apretó los ojos y vomitó.

Con ayuda del pasamanos, gateó hacia el segundo piso de asientos, desenfocando la mirada para ver menos de aquello que ya sabía que iba a ver. El viento entraba a raudales, chiflaba por las ventanillas rotas, pero no se llevaba el olor a cuerina sudada, sangre, mierda y productos químicos.

Apenas salió del hueco de las escaleras, enterró involuntariamente las manos en algo blando y húmedo. No pudo evitar descubrir que hundía los dedos en el estómago muerto y caliente de una mujer con los brazos llenos de tatuajes. Arriba de los hombros no había cabeza alguna, sino un televisor que se había caído por el choque. Julián miró hacia el frente, y se encontró, unos asientos más allá, con la pieza que faltaba: lo apuntaba con ojos horrorizados.

—¡Quién mierda me mandó a hacerme el héroe! —se dijo, entre arcadas.

Se giró para salir, pero entonces vio a la nena al final del pasillo, sentada en un apoyabrazos, mirándose los pies. La sangre le chorreaba por todo el cuerpo. Ella no gritaba, ni se sacudía, ni nada.

Julián se le acercó, despacio, tratando de no apoyar las manos en ningún otro cadáver ni miembro mutilado. Le chistó a la nena un par de veces. No respondía.

Hasta que, una vez estuvieron casi cara a cara, ella lo miró con ojos de haber despertado recién de un sueño larguísimo.

II

A Romero la resaca le partía la cabeza. Había decidido fingir colitis para que lo despacharan a la casa, pero cuando leyó en la planilla que iba a ser el copiloto y no el chofer, decidió viajar igual. Una vez que pasara el infierno de saludar a la gente y controlar los pasajes, serían doce horas tranquilas hasta Punta del Este. Podría dormir con los pies cruzados sobre el tablero, sin más laburo que cebarle mates a Marcos cada dos horas y media. Le caía bien Marcos: era nuevo, y de los pocos que entendían el respeto por la antigüedad. No le rompía las bolas con protocolos ni le hablaba sin parar de lo gorda o flaca que se había puesto la mujer, ni de los dientes de leche que había perdido el pibe más grande, ni de las cartulinas con brillantina que había pintado el más chico para el 25 de Mayo.

Media hora antes de que se anunciara el viaje por los parlantes de la terminal, Romero ya solicitaba los pasajes, apoyado de espaldas, casi que derrumbado contra la puerta abierta del micro. Aunque estaba nublado, y él llevaba lentes de sol desde temprano para taparse los ojos inyectados en sangre, el resplandor le pinchaba las córneas como un rayo láser de ciencia ficción barata.

Cortó el siguiente ticket, y devolvió el DNI. Antes de recibir al próximo pasajero, y sin sacarse los lentes, se lubricó los ojos con unas gotitas de Coltix.

Cuando enfocó la vista de nuevo, una señora gorda con un anorak verde y la capucha con flecos puesta, le extendía, sonriente, dos pasajes. Contra las piernas tenía apoyada una nena de unos cuatro o cinco años, pálida y traslúcida como una ameba. La nena lo miraba desde sus hombros caídos, con ojos entrecerrados y llorosos; el flequillo rubio se le pegoteaba a la frente sudorosa. Llevaba una de esas pantallas faciales transparentes, que parecen versiones delicadas de las máscaras de soldador y que a Romero siempre le hacían pensar en Hannibal Lecter. Por si fuera poco, usaba también un alegre barbijo estampado con girasoles. A Romero lo sorprendió que la pantalla de plástico no se empañara ni con la respiración ni el sudor.

Agarró los tickets que la señora del anorak verde le agitaba en la cara.

—Documentos —dijo.

Romero esquivó con la mirada a la señora, que se revisaba los bolsillos del camperón, y deleitó los ojos con la mina que la seguía en la fila. Mirá lo que es esa morocha, por Dios. En los brazos se había tatuado una estatua tiki y un moái de la isla de Pascua. Eran tatuajes negros y brillantes, igual al del pelo y el labial. El vestido a tiritas, color hueso, le resaltaba las caderas y las tetas sin corpiño. Debía ser extranjera, o del sur, para andar así de ligerita con este frío.

Bajo esa montaña verde que era su madre, la nena jadeó. Daba la impresión de que le costaba respirar.

En una reacción automática —que odiaba haber adquirido durante los últimos años—, Romero se puso de costado y se acomodó el barbijo:

—La nena no estará enferma, ¿no?

—¡Pero cómo se le ocurre! —la señora del anorak hablaba rápido, con una voz de pito que a Romero le trepanaba el cráneo—, si el de seguridad de la entrada nos tomó la temperatura y todo. La Milagros está anémica, nada más, y juega poco en el sol. —Se estiró hacia él y le puso la cabeza al lado. Los flecos de la capucha le rozaron el cachete y ahora le hormigueaban la nariz, incluso con el barbijo puesto—. Acá entre nos’, la pobre Mili es medio retrasada, por eso viajamos hasta acá. Para traerla al mejor médico, sabe. ¿Usté’ tiene hijos?

Romero negó con la cabeza, más para sacarse de encima la pregunta que para contestarla. El olor a perro mojado que largaba esa capucha le revolvía el estómago.

—Bueno —dijo la señora, y volvió a apartarse—. Si algún día los tiene, no vaya nunca con dotores de Uruguay: no son muy buenos que digamos. Fíjese usté’ que cuando nació no le detectaron el…

Se golpeó dos veces la frente con el mismo dedo con que después señaló a la nena. Acto seguido, le revolvió el pelo como quien revuelve una ensalada. La Milagritos gruñó. Un gruñido ahogado por la súper máscara hiperespacial antipandémica que traía puesta. Romero le vio la mirada vacía, y pensó que él también miraría al mundo así si tuviera que viajar doce horas o, mucho peor, pasarse la vida con una mujer hedionda capaz de romper cristales con sus berridos.

—No ve las horas de llegar a la casa —seguía pitando la señora—, y de ver a sus primitos y meterse a la pileta climatizada. ¿No cierto, Mili?

La Mili intentó llevarse a la cara una mano que parecía pesarle horrores, y la mujer le pegó una palmada en la muñeca.

—¡No, nena, no! No te podés sacar el tapabocas, seguimos en pandemia. Ya te lo expliqué, por el amor de Dio’.

El brazo de Mili volvió a caerle, lánguido, al costado del cuerpo.

—Sabe, usté’, che, una vez cuando vinimos con la Mili a…

Romero cortó los tickets y les abrió paso.

—Tome, señora, suba.

Y cállese la boca, por favor, me parte la cabeza.

Callada al fin, la señora del anorak rodeó a Mili por la cintura y la alzó. Largó el gemido de quien levanta una bolsa de cal. Entraron.

Romero se frotó las sienes. Mientras la morocha del vestido color hueso se acercaba, se acomodó los anteojos de sol, el pelo detrás de las orejas, y se embuchó cuatro Menthoplus que traía sueltos en el bolsillo de la camisa.

III

Apenas ocupó su asiento, Macarena quiso cambiarlo. No quería molestar a nadie, así que esperaría a que el colectivo saliera a la ruta. Quizás alguna de las butacas delanteras, con vista panorámica, quedaba libre. Aunque no era de molestarse por estupideces así, la incomodaba el televisor que le pendía a centímetros de la cabeza. Cualquier frenada brusca o rebase riesgoso del chofer y ella terminaría con la tele de sombrero. Más allá del viejo verde del chofer —que para mirarle las tetas le había inspeccionado el DNI con una meticulosidad quirúrgica, una responsabilidad civil de la que no había hecho gala con los otros pasajeros—, las cosas al fin le estaban saliendo bien. Al menos desde que había perdido a Gema, una semana antes del parto. Así que prefería no interferir mucho con el universo.

Apenas salieron de la terminal, se prendieron los cuatro televisores de la cabina. Mostraban a una mujer joven, de mirada triste y piel trigueña. Hablaba, aunque el nulo volumen de las teles impedía saber de qué. Detrás de ella, se dibujaba un mapa de Argentina, con números y porcentajes sobreimpresos en cada provincia.

Macarena quiso echar el respaldo para atrás, alejar la cabeza lo más posible del borde del televisor. Por desgracia, el botón estaba roto.

Al lado de ella viajaba un chico vestido de negro, con auriculares enormes: miraba por la ventanilla y se tamborileaba el pecho justo sobre el logo de Los Ramones. Las uñas, dicho sea de paso, estaban igual de negras que la remera. Ella pensó en pedirle que cambiaran asientos, pero se dio cuenta de que en cuanto el chico notara que la butaca estaba rota, posiblemente le pediría cambiar de vuelta. Eso si no era un verdadero punki, un punki de corazón, y no la mandaba directamente a la mierda.

Ya saliendo de la ciudad, se estiró hacia adelante y notó que todos los demás asientos iban ocupados. Asomó la cabeza al pasillo, y miró para atrás. Todo ocupado también. Excepto, tal vez, uno al otro lado de la nena con el barbijo de girasoles y la pantalla facial. La que había subido justo antes que ella, con la madre.

Pobre criatura, pensó, se debe estar cocinando con todo eso puesto.

Agarró la mochila de abajo del apoya piernas, y arrancó a los tumbos por el pasillo. A mitad de camino vio que no solo ese asiento estaba vacío, sino también el de la ventanilla, y se apuró. Antes de que Macarena se sentara, la señora del anorak verde se giró rápido, como dándole la espalda a ella, y guardó en una riñonera Nike algo que soltó un destello plateado. ¿Un invisible para el pelo?

Macarena la miró, y le sonrió por puro instinto de sociabilidad. La señora pareció alterada al principio; después dejó la riñonera y, tras una vacilación, le devolvió la sonrisa. La nena se hamacaba lentamente junto a ella. Lucía un poco más avispada que antes, cuando esperaban en la cola para subir.

La señora se estiró hacia Macarena; el anorak abierto le tapó la cara a la nena:

—Disculpe, usté’, señorita. —Los dientes amarillentos le hacían juego con los flecos de la capucha—. Pero ese no es su lugar.

Macarena abrió la boca, pero no supo qué decirle. Miró a uno de los televisores, como si la mujer trigueña que hablaba enmudecida fuera a darle una respuesta. En ese momento, una línea roja contorneaba los países del Mercosur, y una X roja saltaba de frontera en frontera a medida que la de los ojos tristes la señalaba con el dedo. Una nenita con trenzas, misma mirada triste y abrazada a un conejo de peluche, aparecía en la esquina inferior derecha.

—La Mili acá se pone inquieta si la gente no respeta, vio. —Macarena volvió a mirarlas. La señora le apretaba el hombro a la nena con una fuerza tal que ella la sintió en carne propia—. Si le enseño mal, Milagritos en el futuro va querer sentarse donde quiera, y quiero enseñarle que no siempre se puede hacer lo que una quiera, ¿mentiende usté’?

La nena ahora gruñía y se removía, parecía que quería bajarse pero la mujer la apretaba contra el asiento.

—Está así porque es media autista la Mili, vio. Además, vinimos a visitar al papá y siempre se pone así cuando nos vamos, ¿no cierto, Mili? Pero, en fin, ¿le molestaría volver a su lugar, señorita?

Macarena estuvo a punto de levantarse, hasta que notó lo mucho que transpiraba la nena abajo de la pantalla de plástico.

—Señora, ¿por qué no le saca eso? Esa criatura la está pasando mal.

La señora le sonrió, mientras le acariciaba o más bien le desparramaba a Mili el pelo por la cara, que más que cara era pura pantalla de plástico.

—El reglamento dice: barbijos puestos en todo momento, señorita.
—Sí, pero…
—Pero nada. ¿Usté’ tiene hijos, señorita?

La pregunta le revolvió el estómago. Lo que se le revolvía era el vacío.

Mili se sacudió en la butaca como si sufriera una leve convulsión. Macarena abrió la boca, pero la señora del anorak le habló primero:

—¿¡Ve lo que le hace!? ¡Retírese, por favor!

Vencida, se levantó. Volvió a su asiento sin dejar de mirar a la nena ni a la señora, que tampoco dejaba de mirarla a ella por encima de la butaca.

Cuando Mili empezó a gruñir de un modo que molestó a algunos pasajeros, la señora la alzó upa para llevársela seguramente al baño. Cuando pasó cerca de Macarena, chocando su cuerpo gordo contra los asientos, ella le manoteó unos tickets que le sobresalían del bolsillo del anorak. Después se cruzó de brazos, para esconderlos bien, y se acurrucó hacia la ventanilla. El punki, de corazón o no, roncaba con el cachete pegado al vidrio.

Después de oír la puerta del baño que se abría y se cerraba, Macarena se dispuso a inspeccionar los pasajes. En un principio pensó que eran los de la vuelta, porque no estaban cortados, pero enseguida confirmó que la fecha y el horario eran los de este mismo viaje. Estaban a nombre de dos mujeres, y ninguna se llamaba Mili, Milagros ni ningún otro nombre con M.

Se paró y fue hasta las butacas que indicaban los pasajes. Un sudor frío le humedeció las palmas cuando descubrió que eran justo las dos butacas vacías, las mismas que ella había querido ocupar.

Oyó la puerta del baño, y rápido volvió a su lugar: de milagro llegó a sentarse antes de que la señora y «La Mili» reaparecieran por el hueco de la escalera. Se hizo la dormida hasta que pasaron de nuevo por el lado de ella; recién ahí se asomó al pasillo y buscó los ojos de la nena, todavía a upa, con la pera apoyada en el hombro de la señora. Y Mili, como si estuviese conectada con las sospechas de Macarena, le devolvió una mirada acuosa, vacía, adormilada, quizás un nebuloso pedido de auxilio. Hasta que la señora la depositó en el asiento, y Macarena se volteó de nuevo hacia el frente para no delatar su mirada indiscreta.

Se mordía la boca, tamborileaba los dedos en el apoyabrazos y se entrechocaba las puntas de las zapatillas. Algo raro pasaba, sin dudas. No, raro no: turbio. ¿Ella lo iba a dejar pasar así como así? No quería pasarse la noche soñando con esos ojos de Mili, pensando en qué sería de su destino. Miraba al chico de Los Ramones con ganas de sacudirlo, de despertarlo, de gritarle que hiciera algo. Era una estupidez, pero ¿y si lo que la señora había guardado antes en la riñonera era una aguja de jeringa y no un invisible? ¿Y si la señora había ido al baño para sedar a Mili?

Tenía que hablar con el chofer. Por más asco que le diera acercársele de nuevo, ¿a quién más podría advertirle de sus sospechas? Se levantó, y bajó al primer piso.

Se plantó ante la cortina que separaba la cabina de conducción de los pasajeros, tomó aire antes de descorrerla lo suficiente como para asomarse.

Lo primero que vio fue al viejo verde despatarrado en la butaca del copiloto, abrazado a un termo de mate que humeaba por el pico. Le dio dos segundos para que se acomodora y se metiera la camisa en los pantalones.

—Disculpen —dijo—, me llamo Macarena Ríos y creo que hay un problema con una pasajera.

El que manejaba dijo buenos días sin desviar los ojos del camino. El viejo baboso dejó el termo en un estuche de mate y, antes de darse vuelta, se puso con apresurada torpeza los lentes de sol:

—No me diga nada: La viej… digo, la señora del anorak verde.

Macarena arrugó la cara, sorprendida. Se metió en la cabina y cerró la cortina detrás de sí. El chofer la miró por sobre el hombro como si se hubiera colado desnuda en un vestuario de hombres. Pero no le dijo nada.

—Emm, es esa mujer el problema, exacto ¿cómo supo…
—Treinta y cinco años transportando gente —dijo el copiloto—. ¿Qué pasa? ¿No la deja dormir? ¿La nena le espía los mensajes del celu por arriba del asiento?
—No, es otra cosa: la mujer actúa raro. Y creo que la nena…
—Sí, es retrasada —interrumpió el copiloto.

A Macarena le ardieron las ganas de putearlo, pero trató de ser diplomática:

—Discúlpeme: autista, querrá decir.
—Bueno, bueno. —El copiloto levantó las manos—. Arrégleselas con la madre, no conmigo: ella dijo que era retrasada.

Macarena se le plantó enfrente:

—¿La madre le dijo así?
—Sí, dijo que era retrasada y que la traía al médico.
—A mí me dijo que habían venido a visitar al padre.
—¿Y una retrasada no puede visitar al padre?

El copiloto miró hacia atrás sin ningún motivo. Daba la impresión que quería esquivar la mirada de Macarena, que apretaba los puños:

—¿Podría ir a revisar, por favor? No pido mucho. Usted está acá tomando mates y comiendo bizcochitos nomás. Creo que esa señora no es la madre de la nena y que…

El copiloto la volvió a mirar y le resopló en la cara.

—Disculpame que te lo diga así, flaca, pero vos te estás haciendo la cabeza por boludeces. Esos videos que nos obligan a pasar sobre la trata de personas siempre paranoiquean a la gente y todos ven indicios por todos lados. ¿Por qué te creés que les sacamos el volumen?
—Bueno… —dijo Macarena.
—¿Bueno qué?
—Bueno… —Por un momento se le atragantaron las palabras, hasta que supo lo que iba a decir y encontró el coraje para decirlo. Apuntó al viejo baboso con el índice—. Bueno, si no me ayuda, le voy a clavar una denuncia en la UTA por retenerme en la entrada del colectivo para sacarme prácticamente una radiografía con los ojos. Y no se crea que no le huelo el alcohol atrás de esa baranda a mate y caramelos de menta. —Le sacó los lentes de un manotazo—. Ah, y esos ojos rojos no son de tanto concentrarse en el camino.

El copiloto miró al chofer; y el chofer, bufando, miró al copiloto:

—Romero, por favor, decíme que al menos los documentos les revisaste.

Romero alzó los ojos al techo, con aspecto de estar procesando la pregunta, y no encontró respuesta más sofisticada que un rezongo. Apretando los dientes, abrió la cortina de la cabina y le indicó a Macarena que pasara primero. Ella le devolvió los anteojos con la delicadeza de un camionero y subió corriendo hasta el segundo piso.

Macarena se quedó parada muy cerca de Romero mientras él le pedía los documentos a la señora, que se llevó una mano al pecho y puso un gesto de telenovela:

—¿Nos va a bajar acá en el medio de la ruta, usté’?

Le echó una mirada fugaz a Macarena. Una mirada de «Vos le dijiste».

—Nadie habló de bajar a nadie, señora. Solamente le pido el DNI. Por favor, el suyo y el de la nena.

Macarena se arrodilló y trató sacarle la pantalla facial a Mili. La señora le pegó una palmada fortísima en la muñeca:

—¡Ni se le ocurra!

Macarena gritó de dolor, y después de rabia:

—¿¡Está loca!? ¿¡Qué le pasa!? ¿¡No ve que la criatura se puede estar asfixiando con todo eso!?

Romero se puso a calmar a los pasajeros que asomaban desde las butacas.

—¡No se lo puede sacar, la va a enloquecé’!

Macarena hizo otro intento y esta vez la señora se le vino encima con todo su peso, aplastando a Mili contra el respaldar. Forcejearon hasta que Romero la tironeó de la capucha, se la sacó de encima y la empujó contra la ventanilla. Macarena había logrado levantarle a Mili el plástico de la máscara. Antes de que la señora se le viniera encima otra vez, llegó también a sacarle el barbijo. Y se lo quedó mirando. En realidad, miraba el barbijo, y después miraba la cara obstruida de Mili… Miraba el barbijo y después la…

—¿Eso es…
—¿Eso es un bozal? —gritó una mujer desde uno de los asientos.

La voz gruesa de un hombre apuraba a Romero:

—¡No sea pelotudo, hombre! ¡Sáquele ya mismo ese bozal a la gurisa!
—¡No!

La señora del anorak agarró a Mili del cuello, con todas las de acogotarla.

—Uh, loco, qué quilombo, la re flashean —dijo el punki, con un sueño que sin dudas le venía del corazón, y con la siesta todavía marcada en la cara.

Romero reaccionó con esa brillantez y civismo que parecían caracterizarlo, y le dio a la señora del anorak un rodillazo en la cabeza. La mujer bramó unas palabras en alguna especie de quechua o guaraní, y después se desmayó. Un hilo de sangre le chorreaba por la oreja y otro por la comisura del ojo.

Romero, quizás paralizado por la consecuencia de sus propias acciones, empezó a hiperventilarse. Macarena intentó levantar a Mili del asiento, pero pesaba lo que pesarían cinco nenas de su tamaño. Una señora de rulos, probablemente la que había advertido el bozal, vino corriendo, ladeó a Romero de un empujón y se arrodilló ante Mili para socorrerla. Una vez liberada, la nena chasqueó la mandíbula y respiró hondo por la boca.

Macarena pidió a gritos una botella de agua. Mili se tocó los labios cerrados, o más bien se los acarició: como si recién los descubriera, como si recién se enterara de que estaban ahí. Miraba hacia abajo, perdida. Macarena no sabía si acariciarla, si tocarle el pelo, si estrecharla en un abrazo.

—¿Estás bien? —le dijo, agitada.

Mili miró primero el cuerpo tumbado de la señora. Después, se sacó la mano de los labios, y la miró a Macarena. La miró con entusiasmo. La miró como si acabara de volver a nacer, o si a partir de ahora empezara a vivir. Y, sin dejar de mirarla, le mostró una sonrisa amplia. Tan amplia que Macarena pudo ver los dientes enormes, afilados, imposibles.

—Tengo hambre —dijo Milagritos.

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* Leandro Puntin. Lo parieron en Seguí, Entre Ríos, el 6 de septiembre de 1989. Escribe aberraciones literarias desde los seis años, hostigado por Teresita Yugdar, la escritora local y profesora de Lengua amiga de su madre.

Más de veinte años después —y tras varios pseudo talleres literarios donde se rascaba la oreja esperando a las musas—, cursó un taller avanzado de Escritura Creativa con Israel Pintor, coach literario y novelista mexicano que radica en Madrid. Luego —en su sed por narrarle sus atrocidades a alguien que entendiera mejor sus guasadas dialécticas— cayó en las garras de Alejandro Baravalle, tallerista y autor argentino de terror. Engendro con quien hizo clic a mediados de 2021 y con quien edita sus textos hasta el día de hoy.

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