4. UNA DAMA DE QUIEN ENAMORARSE
La búsqueda del amor se ha de dar en términos de imposición individual, más que como resultado de un deseo cumplido. Esta situación ilumina lo dicho anteriormente cuando aludíamos a la forma de encarar el tema del amor. Dice el narrador: «Se dio a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y [13] cuerpo sin alma.» (32-33).
Las lecturas frecuentes le han enseñado que todo caballero tiene una dama de la cual está perdidamente enamorado; por ello y no por otra razón, deberá iniciar la búsqueda que concluirá rápidamente. Se advierte además el vuelo poético al que recurre el narrador cuando emplea la doble metáfora [14]: árbol sin hojas, cuerpo sin alma. A pesar de que estas metáforas tienen como finalidad primordial subrayar la ironía y, de paso, insistir en la hipérbole [15] que resulta implícita a ellas, también puede ser valorada en el plano sensible para entender de qué forma el amor ilumina o debe iluminar la existencia de un caballero andante. El norte y guía de éste será la mujer; sin ella nada alcanzará el auténtico sentido y todas las acciones del héroe se perderían en el anonimato. Esto nos conduce nuevamente a reflexionar en torno a los temas dominantes; se reafirma así que el primero es la aventura y, para apoyar a ésta, se encuentra el amor, que es dependiente y subsidiario de ella.
En el párrafo que sigue, el personaje se lanza tras la búsqueda del ejemplo que dé fundamento a su decisión de amar. La aventura ocupa nuevamente —y como era de esperarse— el primer lugar, y sin ella no sería necesario que el amor existiera. Si el gigante Caraculiambro de la ínsula Malindrania no hubiera aparecido ante el caballero para ser derrotado, éste no tendría una ofrenda válida para enviar al encuentro de su amada ilusoria o, por lo menos, así lo imagina don Quijote cuando dice:
—Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante.(33).
El discurso que recrea el personaje lo inventa en ese momento con apoyo en las arduas lecturas en torno a la caballería andante; su imaginación se hace presente para elevar a la categoría de «verdad» la terrible batalla con el gigante Caraculiambro y contar así con los servicios de éste, quien ha de presentarse ante su «dulce señora». Es importante, además, ver el regodeo individual de don Quijote en el instante de pronunciar su discurso; se siente feliz porque ha podido armar una especie de monólogo en el cual hay un gran nombre pronunciado: don Quijote de la Mancha. El hidalgo no procede con modestia; esta virtud cristiana no lo caracteriza casi nunca y, lo hace, en cambio con un convencimiento que nos recuerda a una de las actitudes dominantes en el rudo Aquiles de la Ilíada cuando grita ante todos que se arrepentirán por «no haber honrado al mejor de los aqueos», es decir a él mismo.
Por esto, el ánimo del hombre de la Mancha está ya dispuesto a materializar su deseo de entronizar a la dama de su corazón. El narrador nos adelanta que ya la ha encontrado; se trata de una labradora vecina suya de quien «él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata de ello» (33).
El amor como esencia a la que recurre don Quijote representa una extraña fuerza que es presencia y ausencia al mismo tiempo, luz y oscuridad, «cercanía lejana» para decirlo con un oxímoron [16] que halla su materialización en la infinita gama de contrastes que el narrador maneja durante el relato.
Lo podemos observar en aquello de haber estado enamorado, pero que ella nunca lo supo; lo dimensionamos también en este profundo momento de soledad y silencio que el personaje quiere compartir con esa mujer que ni siquiera lo conoce.
Pero la lógica del hidalgo consiste precisamente en no tener lógica; su enajenación creciente le permite auto convencerse de los absurdos mayores y por eso, precisamente por eso, Aldonza Lorenzo no es más que el pretexto para engendrar, a partir de ella, a Dulcinea del Toboso.
Dos aspectos sobresalen en este momento de nuestro análisis: primero, la insistente preocupación por el nombre que defina aquello que se desea poseer; de la misma manera que él mismo no podía seguirse llamando Alonso Quijano, ella tampoco podrá conservar el apelativo de Aldonza Lorenzo; tendrá que cambiarlo por el de Dulcinea del Toboso. En segundo lugar, un nombre definitivamente denotativo —Aldonza Lorenzo— engendrará otro que no sólo es connotativo en el contexto de la obra, sino también en el símbolo eterno que se acoplará a él a partir de esta narración.
Los dos nombres contrastan no únicamente en la fonética de ambos, que nos conduce desde lo grotesco y cotidiano hasta lo sublime y simbólico, sino también en lo semántico, porque el nuevo apelativo era un «nombre a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto» (33).
Los tres adjetivos —músico, peregrino, significativo— aluden a lo fonético, a lo simbólico y a lo semántico respectivamente.
No podemos discutir la musicalidad del nombre apoyada —curiosamente lo digo— en un predominio de vocales fuertes: «Dulcinea del Toboso», contra las vocales débiles u, i de la primera parte del nombre; como si de esta manera se pretendiera adelantar que los acontecimientos que hallarán cauce y realización en ella se confunden muchas veces con lo doloroso y lo trágico. De todos los hombres enviados al encuentro de Dulcinea por el valor de su brazo, ninguno llega a cumplir con lo exigido; ni siquiera Sancho lo alcanza cuando es el portador de la carta que manda el caballero a su amada. Por lo tanto, habrá un abismo real entre el hidalgo y Dulcinea, que sólo el poder de la mente puede llegar a quebrar.
El término «peregrino» con el sentido de «caminante», «viajero», «andariego», no hace más que confirmar el carácter auténticamente simbólico que este sustantivo propio conlleva; junto a don Quijote, viajando con él por los caminos de España, estará ese apelativo glorioso; a la par del lento avance de Rocinante irá ese nombre como representación de un caminante más que busca desentrañar su esencia, desde las alocadas imaginaciones y aventuras del caballero de la triste figura.
Semánticamente hablando «Dulcinea del Toboso» es significativo, porque con él se hace referencia no sólo a la dulzura de la amada como sentimiento neoplatónico dominante, sino también a su procedencia: «El Toboso», sitio en donde plantará su residencia el corazón del hidalgo. Además, se identifica con ella, porque en ambos hay un nombre y en los dos se expresa el lugar de donde proceden: el Toboso, la Mancha.
Si centramos nuestra atención en el cambio que se opera de Aldonza a Dulcinea resaltarán los contrastes entre ambas: aldeana–señora; realidad–imaginación; cotidianidad–excepción; pasado–presente; en fin, Aldonza habita en el marco de recuerdos muy cercanos y Dulcinea ha sido creada por una necesidad de amar impostergable; Aldonza es real y grotesca, Dulcinea es lejana y sublime.
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