EL VÉRTIGO DEL VIAJE. BUSCANDO A ZAFÓN (UNA NOVELA, PERO QUIZÁS NO)
Por Andrés Delgado*
ENCONTRAR UN ABISMO
En la novela Viaje al final de la noche, el escritor francés Louis-Ferdinand Céline dijo: «Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza». Y en efecto, la primera vez que leí La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón sufrí un espantoso viaje. Uno que detonó por dentro. Una granada de literatura reventó en las tripas del cerebro, y su onda explosiva destrozó huesos y carne para volverlos a integrar en las calles de Barcelona. Fui víctima del efecto alucinante de sustracción y adición de la literatura: el de desfalcar la dimensión real para complementar la ficción. Un desastre.
Devoré las primeras veinte páginas pensando que yo me las comía cuando en realidad eran ellas las que me estaban masticando. Sucedió un día de enero de 2015 mientras disfrutaba de las vacaciones y aguantaba una memorable resaca, producto de las fiestas de fin de año. El plan consistía en terminar el receso de trabajo en la finca de unos amigos hippies en los bosques de Santa Elena: fogatas y asados, vino, queso y, claro, bañadas en charcos de agua helada. Una delicia.
El libro de Carlos Ruiz Zafón cayó en mis manos la tarde previa al paseo, cuando una amiga me lo recomendó:
―Es entretenimiento ―dijo―, pero del bueno.
Yo estaba hasta el cuello de sagas juveniles, vampiros vegetarianos y ángeles caídos; de periodistas divorciados convertidos en detectives o psicoanalistas. Hasta el cuello sin haber leído casi nada. Porque, ante todo, el prejuicio.
Esa semana, le dije a mi amiga, me iba de paseo para no tener que leer La sombra del viento.
―¿El ogro de pantano, amarguetas, en un paseo? ―preguntó.
Ese día, movido más por el compromiso que por la curiosidad, comencé a leer de pie, apoyado con el hombro en el muro de la biblioteca de mi casa, con una excesiva desconfianza, alimentada por el cansancio que me producía el nombre de la saga: El cementerio de los libros olvidados. Dios mío, qué cursilada.
Estuve a punto de abandonar la lectura desde la primera frase, pero acopié fuerzas y pude seguir. Al terminar las siguientes dos líneas pensé que ya era suficiente. Los prejuiciosos, por lo general, somos también unos precipitados. Es decir, unas bellezas. Insoportables. Respiré profundo, «ogro de pantano».
Como pude, acumulé una tonelada de paciencia, y cuando volví a ser consciente estaba tirado sin zapatos en el sofá, cerca del ventanal, con los ojos atornillados al libro.
Mi percepción del mundo cambió. Fue como beber del jugo elaborado por los nativos del Putumayo, el espeso bebedizo con el poder de transformar la palabra en energía, el mismo brebaje con el que se emborrachó en tiempos inmemoriales algún primate y en el delirio se inventó el lenguaje y la metáfora. Fui suprimido del mapa antioqueño, dejé Medellín, crucé el Atlántico y broté en Las Ramblas de la Barcelona de 1945, esa calle pintada de blanco y negro, como una fotografía vieja, gris y nebulosa.
Así pasaron dos horas. Comenzaba la noche. La luz que entraba por el ventanal se redujo y de golpe sentí el culo en el sofá, la cabeza adolorida y un brazo entumecido. Los ojos me ardían. Carajo, casi no vuelvo de semejante viaje. Una bruja malvada y gorda se había sentado sobre mi pecho. La bruja de la ficción, la hechicera. Me levanté para prender el bombillo de la sala.
Fue la oportunidad para darme un breve respiro, mover el cuello, intentar calmarme y pensar en lo que acababa de suceder. ¿Qué me fumé? Pensaba que lo mío era la literatura de la línea dura, la vanguardia, la exploración formal, la metaliteratura. Qué risa. Pensaba que el dios literario era Borges, que Fernando Vallejo era un semidios y que Bolaño estaba a punto de tomar la antorcha. Literatura muy diferente a esto que me había fumado. ¿Cuál hechizo vudú se alojaba en esta historia?
Había sido víctima de la capacidad del escritor para crear atmósferas y escenarios. Zafón resultó ser un maestro en lo que los racionalistas y hermenéuticos han dado en llamar «técnicas de hechizamiento»; otros, «encoñamiento»; y las doctoras literarias: «envergamiento». Es decir: misterio, intriga y suspenso. Encoñamiento y envergamiento: términos que extraigo de tesis doctorales de bibliotecas muy serias de la ciudad.
Zafón me hizo sentir en carne viva las penas y las alegrías de sus personajes, me hizo creer que todo el cuento era verdadero cuando, en realidad, era solo ficción. Me sentí estafado por un tramposo y simulador.
Intentando aclarar por qué había sido presa del embrujo —pues ya había intuido cómo—, noté que la portada del libro había comenzado a girar sobre el sofá. Rotaba como un carrusel diminuto y potente. El maldito libro estaba rayando el cuero blanco del mueble. Verlo me llenaba de terror y angustia. En mitad del sofá se abrió un hueco, uno negro como la garganta de un perro, en el que se hundía la sala. Carajo, no podía ser. Tuve que saltar sobre el bendito libro para detenerlo. Resbalé por el orificio del asiento y caí de cabeza por un tobogán sin retorno.
Cancelé mi paseo. Fue imposible salir del apartamento y dejar de leer. Llamé, excusé la ausencia y al día siguiente compré lo que hasta entonces se había publicado de la saga. Una solución habría sido llevar al paseo los libros. Patrañas. Mentiras. Pajazos mentales. Me encerré.
Leí sentado en el sofá, reclinado, apoyado en las rodillas y acostado. En otra poltrona, parado, yendo y viniendo por la sala, para evitar el entumecimiento, el dolor en la columna y el aplastamiento de nalga. Me levantaba únicamente para comer. No quería detenerme en los mecanismos de la ficción. No quería razonar. Solo quería sentir y dejarme llevar.
Despaché los primeros tres libros de la saga de El cementerio de los libros olvidados (el cuarto se publicó en 2016) ―y aclaro que cada que pronuncio semejante nombre me salen tres gotas de miel del sobaco―, y caí en la tusa literaria, el sentimiento de vacío y abandono que deja el final de una buena historia. Estaba solo, destruido, agobiado. Necesitaba más. Lo único que restaba era una relectura. Y, a continuación, encontrar otro buen libro y en el camino descubrir nuevas y tristes decepciones.
Revaloré mi biblioteca. ¿Qué había estado leyendo toda mi vida? ¿Por qué me parecían tan diferentes las historias de Zafón? Era evidente que este libro estaba por fuera de mis listas y autores. Recorrí las estanterías buscando historias parecidas a las que había acabado de leer y a primer golpe de vista no encontré nada. Volví a la búsqueda. Luego me detuve en Los hombres que no amaban a las mujeres de Stieg Larsson, los libros de Federico Andahazi, Agatha Christie y poco más. De nuevo la pregunta, como si fuera un regaño: ¿Qué putas había estado leyendo durante estos años? Y me contesté. Pero esa respuesta es otro cuento. (Acá iría un pie de página para conectar al lector con otro artículo, pero vamos a dejarlo así. Por ahora).
La historia del 2015 se detiene aquí y continúa en 2019 cuando por cuestiones de trabajo viajé a Barcelona. Se trataba de una comisión cultural de quince días. Haría parte de una comitiva de gestores que recorrerían el sistema de bibliotecas de la ciudad. Fue la oportunidad para volver a leer a Zafón. Apagar la emoción y encender el razonamiento, para desarmar los mecanismos de su ficción; dejar de leer hechizado por el relato y hacerlo acompañado de un destornillador y un martillo e intentar descomponer el dispositivo narrativo. Y encontrar algo de su técnica.
El objetivo inicial fue contar el recorrido por algunos de los sitios más representativos en la obra de Carlos Ruiz Zafón. Luego, buscar en la novela los pasajes donde se describían estos lugares, para lograr una categoría compuesta por un lugar real y un fragmento narrativo, espacio físico y fracción novelada. A esta pareja le adicionaría un tercer componente: una técnica de escritura. La idea final fue consolidar una triada entre lugar, narrativa y técnica; espacio, acción y forma. Sin embargo, ya perdido por las calles de Barcelona y buscando a Zafón, lo que inicialmente pudo ser una crónica de viaje se transformó en otro género narrativo: en un ensayo, en un diario, en una novela breve.
«Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación», comenta Céline. Y hacer trabajar la imaginación produce «una turbación del juicio, repentina y pasajera», como define el diccionario la palabra vértigo. En efecto, cuando se imagina con intensidad se produce un trastorno del equilibrio, una sensación de giro. Viajar hace trabajar la imaginación y la imaginación produce vértigo. En este caso, el vértigo del viaje me lanzó a otro espacio, convirtiéndome en otro, un doble, y permitiéndome abandonar los terrenos de la realidad y el periodismo, el testimonio y los datos verificables, para entrar en las plazas de la ficción. Yo estaba buscando a Zafón y terminé encontrando un abismo.
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El presente texto hace parte de la novela «El vértigo del viaje. Buscando a Zafón (una novela, pero quizás no)», publicada en 2021.
Esta novela es el resultado de una pasantía a las bibliotecas de Barcelona por parte del gestor de fomento de LEO de las bibliotecas de Medellín, Andrés Delgado. En el marco de un convenio de cooperación institucional entre ambas ciudades, bibliotecarios de un lado y otro del mundo, han viajado para nutrir su experiencia y conocer cómo son las bibliotecas y los programas culturales de allí y de acá.
Como resultado de la pasantía de Andrés Delgado, realizada en 2019, queda este texto literario que narra la búsqueda de los lugares más emblemáticos de Barcelona descritos en la obra de Carlos Ruiz Zafón para contrastar con la realidad, lo que se dice de ellos en la ficción.
Sinopsis
En el cuento Continuidad de los parques, el protagonista del relato se sienta en un sofá de una cabaña, en medio de un bosque, para leer una novela que tiene comenzada desde hace días. Leyendo queda atrapado en las líneas de la ficción. Y no vamos a caer en el spoiler, pero podemos decir que este señor se vuelve otro, un doble, un espejismo. Deja de ser un lector para convertirse en un personaje. Continuidad de los parques, un relato de Julio Cortázar, recrea no solo el tema del «doble», tantas veces tratado en literatura, sino también la frontera engañosa entre lo que es cierto y lo que es imaginado, ese límite entre lo que se vive y lo que se relata, esa relación entre la vida y el lenguaje que Borges tantas veces nombró.
El vértigo del viaje se inscribe en esa tradición literaria que recrea la frontera entre la realidad y la ficción. En efecto, el narrador va y viene entre la crónica y la invención, entre el periodismo y la fantasía, entre el diario de viaje, la novela negra, el ensayo, la crítica literaria y los inventarios de escritores ficticios. El lector constantemente se está preguntando ¿Esto es cierto? O se lo está inventando. Como dijimos, el narrador va y viene entre lo que vive y lo que imagina sin que el lector tenga la plena seguridad del plano en el que se sitúa el relato. En definitiva, la novela El vértigo del viaje recrea el fracaso del lenguaje por nombrar la realidad, burlándose de esa obsesión por la objetividad e imparcialidad, cuando lo único que siempre nombramos son ficciones.
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* Andrés Delgado nació en Medellín en 1978. Estudió Ingeniería de Producción en la Universidad EAFIT. Es Magíster en Escrituras Creativas de la misma universidad y es parte del Comité editorial del periódico Universo Centro. Ha sido militar, ingeniero y periodista. En 2011 ganó la Beca de Creación en Novela de la Alcaldía de Medellín. Fue bloggero y columnista Moleskine®32 y Piel de Topo en la Revista Hoja Blanca. Sus artículos y crónicas han aparecido en Universo Centro y en importantes revistas digitales en español: Revista Cronopio de Colombia, El Puercoespín de Argentina, Revista Replicante de México y FronteraD España. Durante su permanencia en el ejército tuvo claro que prestar el servicio militar obligatorio sólo valdría la pena si después contaba su versión de la historia. Su novela «Sabotaje» es una historia de ficción, en la que su experiencia como policía militar fue el insumo para la reportería de dicha novela. Actualmente es gestor de lectura del Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín. Este año (2021) publicó «El vértigo del viaje. Buscando a Zafón. —Una novela, pero tal vez no—».