ENCUENTRO
Por Diego Alfonso Landínez Guio*
«Todo “fue” es un fragmento, un enigma,
un espantoso azar; hasta que la
voluntad creadora añada: ¡pero yo lo quise así!»
(Friedrich Nietzsche)
I
Fue una tarde de abril. Llovía demasiado, como ya era costumbre en aquellos días. Un paraguas y un gabán me hacían sentir invulnerable, como lo hacía también la carrera que acababa de empezar. Me hinchaba de orgullo el futuro que me esperaba y por ello sentía que debía verme bien. No me asombra que ese día haya salido más temprano que de costumbre. Quería llegar a clase con el tiempo suficiente para gozar de la ciudad y la tormenta no opacaba mi determinación, vieja confianza en el triunfo del hombre sobre la naturaleza.
Hay lugares y cosas tan habituales que dejamos de notar que existen. Las mismas paredes, las mismas rejas y hasta las mismas manchas comienzan a ser invisibles al correr del tiempo. Incluso las personas no dejan menos de ser inasibles al vistazo fugaz que suele posarse en ellas. Pero ese día, algo irrumpió ante mí. No era menos anónimo que el resto, como yo mismo al caminar por la calle, solo que, por alguna razón, llamó mi atención un hombre que caminaba en la intemperie con un niño en sus brazos. La lluvia caía sobre él, mientras cubría con dificultad al pequeño. Su pelo cano y largo, como su atuendo modesto, me recordaron a mi padre, ¿cuántas veces me habrá protegido de igual forma?, ¿cuántas veces habré sido yo ese niño, al cuidado de un padre esforzado? Esa reflexión me impidió ignorarlos. La sola idea de ver ahí a ese hombre, desamparado y, al mismo tiempo, protector, despertó en mí una melancólica compasión. Por ello, decidí acercarme.
—Cúbrase, por favor —le dije aproximando el paraguas. —Déjeme acercarlo a donde pueda resguardarse de la lluvia.
Él me miró consternado, como a quien oprime un gran peso. Solo pude suponer que era algo urgente lo que lo tenía en aquel lugar. Quizá huía de algo, pensé en aquel momento. En todo caso, aceptó mi ayuda sin mayor vacilación.
—Muchas gracias —me dijo con gentileza. —Llevo bastante tiempo esperando un taxi, pero ninguno ha querido hacer la parada.
Caminamos por media cuadra sin cruzar palabra. Cada quien se hallaba inmerso en sus pensamientos. De idéntica manera, dirigimos la mirada al frío del asfalto que nos guiaba hacia el sur, hasta que un taxi repentino atendió al llamado del hombre. Corrió a su encuentro para abrigarse de la lluvia, aún torrencial, y apuntó hacia mí una mirada inescrutable. Con un gesto pálido y siniestro, profirió una advertencia que me infundió un terror inusual, un espanto que aún hoy siento al recordarlo. Su voz acuosa timbró en mis oídos y una sola palabra se arraigó en mi pecho como la advertencia de un arúspice: «cuidado», dijo, y se alejó en el taxi con su hijo.
Fue una gran impresión la que causó en mí ese encuentro. Por varios días le di vueltas en mi cabeza a aquella advertencia, ¿de qué debía tener cuidado? ¿Fui acaso demasiado confiado al ayudarlo? ¿Quizá me prevenía de un peligro cercano? Nunca pude responder a esas ni a muchas otras preguntas, así que terminé por olvidar lo ocurrido. Olvidé los rostros, la lluvia y la advertencia. Total, había sido una anécdota insignificante, ocurrida en un momento no menos ordinario.
II
Es increíble cómo el tiempo termina devorando a todos sus hijos, incluso a sus predilectos. La memoria es un cementerio y en él frecuentamos a nuestros muertos para adornar con flores sus lápidas, como signo de que aún son importantes. Pero hay losas con inscripciones borrosas que ya no se visitan y terminan sufriendo una segunda muerte. También hay vivencias que terminan sepultadas en fosas comunes, como despreciadas por el cementerio, y recuerdan que no toda muerte es apacible, que hay crueldades insospechadas, algunas que se ocultan y otras que emergen como llagas supurantes.
La vida es el campo santo de sí misma, y cada uno de nosotros, el doliente de sus propias decisiones. Así fue mi vida durante años, cuyo brillo de futuro se fue opacando a medida que pasaba por la prueba del presente. No tomé las mejores decisiones y así acabé en una vida mediocre de la que terminé lamentándome muchas veces. Solo mi hijo logró darme la alegría que no pude alcanzar por mí mismo. Tantos sueños y esperanzas destrozados por la fiera mano de la realidad.
No hace mucho, una fiebre delirante arrancó de mis brazos a la compañera de mi vida. Su amor era el refugio en el que escampaba mi zozobra. Su adiós fue la lanza que atravesó la poca fe que seguía teniendo en el futuro. Con ella murió mi humanidad y el hielo cubrió mi rostro con mechones pálidos que intentaron ocultar mi tristeza.
Hoy soy solo la sombra de lo que en mi juventud quise ser. Es mi hijo quien impide que me despida de mis despojos y del cuarto que nos sirve de hogar, pero ayer enfermó. Como un ángel de la muerte, una fiebre se posó sobre él, recordando aquel siniestro mal que me arrebató a su madre. Hay golpes en la vida tan fuertes como si del odio de dios se tratara, advirtió un poeta, y este parecía ser uno de ellos.
Tomé su pequeña humanidad en mis brazos. Con lágrimas en los ojos contemplé su carita, cuya mirada expresaba que, a pesar de su estado, confiaba en que yo cuidaría de él. Lo arropé y salí, con la seguridad de que aquel compromiso era más fuerte que cualquier otra promesa y que el futuro de su vida era, al tiempo, el destino de la mía. La lluvia torrencial no impidió que saliera con prisa hacia un hospital. Como pude, lo resguardé de la lluvia, pero la inclemencia del tiempo y la invisibilidad que revestíamos frente a los autos que por allí transitaban hacían crecer mi angustia. Sin embargo, no pasó demasiado tiempo cuando sentí que alguien se acercaba. Alcé la mirada y observé un paraguas negro, sostenido por una sombra que casi podía confundirse con la extraña oscuridad de ese ambiente de tormenta.
No comprendí de inmediato lo que aquella figura me dijo, solo sé que el timbre de su voz llegó a mí como alguno de los rayos que rasgaban el cielo. El sonido de sus palabras, por un momento ininteligibles, me espantó, como lo hubiera hecho una presencia demoníaca. Al quedar resguardado de la lluvia, lo miré a los ojos. Entonces recordé todo y, con horror, lo reconocí. Aquella sombra era yo.
No sé cómo fue posible ese encuentro, ni cómo pudo ocurrir el anterior. Solo sé que la premura por mi hijo fue lo único que impidió que me paralizara de miedo. Caminé por inercia. Aunque el recuerdo juvenil llegó con una claridad enfermiza, mi mente se hallaba bloqueada para ese momento. ¿Era esta una advertencia? ¿Quizá la oportunidad para que mi propia vida no volviera a perderse? Desconozco el tiempo que caminamos, quizá unos minutos, quizá una pequeña eternidad. De manera casi involuntaria hice la parada a un taxi que, al fin, atendió mi llamado. La inquietud se apoderó de mí. ¿Qué podría decir a aquel que, siendo otro, era yo mismo? ¿De cuál de todos los errores podría advertirle para que no los repitiera? ¿Me creería si le dijera quién era yo y quién era él? Pero no había tiempo. Entre salvar la vida de mi hijo e intentar arreglar la mía, preferí lo primero. Antes de partir, solo pude balbucear una palabra: «¡cuidado!».
III
Es un mal chiste. El tiempo me demostró que es inexorable. El único instante que pudo haber cambiado mi vida se repitió, sin que yo lograra hacer algo para cambiarlo. En ese único instante de decisión, se definió mi destino: que todo regresara una vez más. ¿Cuántas veces se habrá repetido ya? ¿Cuántas veces se volverá a repetir? Me abruma pensar en las veces que mis desgracias han sido y en las veces que volverán a ser. Aun así, decidí ocuparme de mi hijo, con la certeza de que estas podrían ser mis últimas palabras.
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* Diego Alfonso Landínez Guio estudió filosofía en la Universidad Libre, historia y maestría en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Es docente de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Ha escrito artículos de opinión para medios digitales y publicado artículos académicos como «Resistiendo al control», «La superación del nihilismo en la búsqueda del eterno retorno» y «Libertad: un efecto ético de la literatura». En la búsqueda de nuevos horizontes expresivos ha experimentado con la narrativa, de lo cual ha resultado la publicación de uno de sus cuentos: «episodio psicótico».