Acronopismos y otras delicatessen Cronopio

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TEXTOS PARA MATAR EL TIEMPO

Por Manuel Cortés Castañeda*

cuentas pendientes

me miro al espejo
y por encima del hombro
veo a mi padre reflejado
y me aterro
y cierro los ojos
y busco el silencio
como quien busca un hueco vacío
en su intimidad
en la memoria…
y los abro sin quererlo
y me miro al espejo,
el mismo espejo,
y por encima del hombro
veo a mi madre reflejada
y me aterro
y cierro los ojos
y se me paraliza la memoria
y el hueco se hace cada vez más hondo
frío
como si el tiempo se hubiese desnudado
y se hubiese muerto de hipotermia…
Y otra vez sin quererlo los abro
como los abre el que espera un golpe definitivo
el último,
el golpe mortal
y por encima del hombro
veo el reflejo de la mujer que me ama
desnuda
y me aterro
y se me ahoga la sangre
Y el espejo se hace trizas
y cierro los ojos
y dando tumbos
voy a su closet y lo abro
y agarro uno de sus vestidos
y me lo pongo y regreso
y abro los ojos
y uno a uno
recojo los pedazos del espejo
uno a uno y los pego
y me miro
y por encima del hombro
solo se refleja
un pedazo perdido
una mirada sin ojos
y sin fondo

junto a la hoguera

cansado de esperar su turno
el silencio
ha vaciado su última maleta
y desnudo
solo un eco sin grito
y sin retorno
una cosa sin forma
a la intemperie
ha saltado de lleno en mi intimidad
dejándome mudo
casi ciego
otra maleta vaciada
a la intemperie
y un eco que no encuentra
su final

el río 1

junto al rio también aprendí a contar tirando piedras al agua, y me enseñé geometría mucho antes que Pitágoras, haciendo garabatos y figuras para protegerme de los fantasmas… y también junto al río, mucho antes que Newton, entendí y formulé y me callé las leyes de la gravedad, solo que yo no vi caer un fruto en el asombro, sino una piedra que arrastra el cadáver de un desconocido hasta lo más profundo de las aguas…

yo estaba escondido entre plantas y piedras, en el lugar de siempre, jugando con mis sueños, hablando con las mariposas que venían en manadas a posarse en mi silencio, arrancándome pedazos de intimidad para alimentar a los amantes de los libros… y de repente, como si se tratara de una piedra que cae de un árbol y no un fruto, las hojas que se quiebran, pisadas que se acercan, un silencio de perros, y un cuerpo aún vivo y amordazado que arrastran, y en la orilla, meten en un saco y amarran, y anudan, y le atan una piedra que han encontrado entre tantas, y finalmente, levantan, zarandean y tiran al río…

y yo ahí cada vez más metido en mi silencio, cocinado y digerido en el hueco de mi intimidad, inventando los números, las primeras ecuaciones, formulando las leyes de la gravedad, descifrando paradojas matemáticas y resolviendo teoremas para no ahogarme en el río del horror…

tiempo perdido

perdido y casi a tientas
casi ciego
una mano que se hunde en los despojos
y se agarra su pedazo enamorado
siempre en sazón
bien cocinado
a la vera del camino
y un guiño en la intimidad
siempre olvidado
una maleta vacía
solo sueños
un transeúnte desahuciado
una hoguera que se quema junto al lago
sin tiempo para marcharse
sin un deseo que quiera
haber llegado
una mariposa que se ahíta en el delirio
un sapo que me nace al otro lado
una criatura en el clímax del abismo
que todo lo ha perdido
que todo lo ha olvidado
y que ya nada quiere
y que ya nada puede
para quererlo todo
para poderlo todo
y esperar sin saber que has esperado
todo el sol bien metido en tu costado
y el silencio también enamorado…

criaturas perversas

hoy tuve ganas de estar conmigo, como si me hubiese perdido y de repente me hubiese encontrado y me reconociera, me alegrara, aunque me queden mis dudas, mi asombro, mi silencio, mis miradas furtivas…

sin embargo, creo que soy el mismo, aunque un poco más delgado y como fugaz… un poco más intempestivo, impredecible, indiferente…

me tomé entre mis brazos, una vez ya no quedaba nadie, y me acaricié, como cuando lo hacía de niño… derramé pedazos de mi intimidad en el silencio, como cuando lo hacía de niño, tantas veces, y tardes, y a escondidas…

y me desnudé ante el espejo y vi que era el mismo, aunque un poco más pálido, ausente, fragmentado… y de repente siento como si tuviera una espina clavada en el corazón… como si mi mirada fuera mi propia mirada, pero no lo fuera…

y el niño no se asoma por ninguna parte, por ninguna grieta, por ninguna herida… se perdió, o quizás se quedó escondido en un corazón que nunca fue mío ni lo será…

el vestido

para annalea

ayer, en el lago, de repente me encontré un vestido, todavía blanco, casi trasparente… resaltaba en la orilla, como un banco de luz, ligeramente sepultado en la arena y los escombros… lo recogí, lo sacudí, lo miré con cuidado, y estaba limpio, casi nuevo, aunque un poco más oscuro… no tenía ningún roto, ni manchas, ni golpes que hubiesen malogrado el tejido… me volví, sin ocultar del todo cierta alegría, con la intención de regresar al campamento, y ahí como una aparición, a mis espaldas, estaba la mujer que dice que me ama, completamente desnuda, y tan parecida al primer día que mis ojos la vieron y se la quedaron mirando para siempre… estaba ahí con los brazos levantados como esperando que se lo pusiera y yo se lo puse… le quedó exacto, a su medida, perfecto, tanto así que pensé por un momento que era uno de sus vestidos, o que simplemente había sido hecho para ella… y me quedé mirándola, como siempre, como desde el primer día en que la vi, y también el lago a mi lado se quedó mirándola, tanto que pareciera que solo estaba ahí para mirarla, contemplarla, y como diciéndole, rogándole casi implorándole que se metiera en sus aguas, se bañara en sus aguas, se perdiera un instante en sus aguas…

la moneda

solo quiero esconderme en mi propia mirada, esconderme de mí mismo y dejarme por ahí abandonado, poniendo todo de mi parte para no darme cuenta…

sacudirme como una manta bien usada antes de colgarla al sol y que los olores de tantas noches perversas se echen a volar antes de que se pudran y que las manchas de sangre se ahoguen en las pupilas como una constelación de insectos que se apagan…

dejarme por ahí, como se tira una bolsa de basura en la calle, sin antes mirar para todos lados para asegurarme mi inocencia; o simplemente dejarla caer, mientras camino, como si perdiera algo precioso y no me diera cuenta…

y después simplemente dejar de mirar, hacerme el ciego, o mirar para otro lado como lo hacemos ante una escena de horror para no vomitarnos; o ante la presencia inevitable de una criatura tirada en la calle para no tener que recordarnos que todavía caminamos en cuatro patas, aunque solo sean dos…

perderme en mi propia mirada como se pierde una moneda que se nos cae y rueda lenta y segura —y sin detenerse un solo instante— hasta desaparecer en el fondo de una alcantarilla…

retrospectiva

hoy he decidido
cambiarle el nombre
a mis sentidos
jugar como los niños
que siempre juegan
a lo que no es
a lo que nunca he sido
ya que últimamente veo mejor
con mi olfato
y huelo mucho mejor
con mi lengua
y escucho mucho mejor
con el sabor de la mujer que me ama
y como y me harto en mis oídos
con la música que mis dedos
huelen en las delicias
de mi propia intimidad

la hamaca

solo me queda el ruido de sus dedos en las páginas de los libros que leía tirada en la hamaca cada atardecer… nunca supe si la hamaca la había colgado ella misma, o simplemente la había encontrado ahí colgada de siempre entre los dos árboles del patio de la casa… uno era un sauce frondoso y el otro un árbol de duraznos.

después me di cuenta de que, aunque la hamaca siempre estaba ahí, colgada, que solamente estaba ahí cuando ella se tendía, tan larga como era a leer sus libros…

una vez empujado por la curiosidad, cierta desazón, cierto miedo, después de haberme cerciorado que la casa estaba sola, que ella había salido, salté la cerca y me acerqué de puntillas con el corazón en la mano… la hamaca estaba ahí colgando como siempre, entre los dos árboles y un extraño olor a duraznos que no eran duraznos inundó el silencio…

de pronto algo como una voz interna, me pidió que abriera la hamaca y me metiera en ella, y lo hice como si fuera ella, como si me dispusiera a leer el libro que ella leía cada atardecer, pero me di con los huesos en la tierra… no había hamaca, ni casa, ni patio, ni arboles… tampoco yo…

recurso de última hora

si tuviera un alma
sería afortunado…
entonces, quizás, los balazos del dolor
no sangrarían en mi intimidad
en mi corazón cada vez más desnudo
expuesto
a la intemperie
si no, quizás, en la pared
de la casa de enfrente
donde dicen que mora el silencio
o, quizás, un inocente ocasional
o un transeúnte enamorado
corra con la mala fortuna
de recibir el balazo
que estaba hecho para mí…

leyenda

últimamente me siento como los murciélagos hasta tal punto que, poco a poco, me he ido acostumbrando, más y más, a vivir con los ojos cerrados… dicen que los murciélagos viven en la oscuridad porque sienten horror de mirarse y reconocerse en el espejo del día, donde antes consumían su tiempo contemplando su belleza… su desnudez divina y febril.

y el cuento de las cuevas donde dicen que se esconden es solamente el deseo de una pasión de amor, que se quedó en veremos, que no pudo consumar sus últimos quejidos, su último espasmo, su último silencio una vez el espejo del día se hizo trizas… y el eco aún se duele y se lamenta en el fondo del olvido…

y el radar que llevan clavado en la intimidad, en sus sueños más perversos, es solo un mecanismo que les ayuda a encontrarse a ellos mismos; que les ayuda a evitar a tiempo la tentación de volver a sumergirse en las aguas quietas de su propia mirada…

eso dicen y tantas otras historias dicen y repiten, pero ninguna como la mía… yo solamente quiero ser murciélago porque cuando niño, para mí, los murciélagos eran los únicos pájaros que se quedaban despiertos durante la noche, y me cuidaban y me acompañaban en medio de la oscuridad; y cuando acosado por los fantasmas y el horror de ser comido y digerido por la nada me quedaba dormido debajo de la cama, ellos también se quedaban dormidos conmigo…

la rama

sueño que estoy junto al árbol donde pasaba mis días cuando niño… ahí me escondía del mundo y de mí mismo… siempre bien alto en la misma rama que ya no podía vivir sin mí y yo sin ella… yo era algo así como su pájaro para ella y ella mi jaula…

como siempre ahora y antes, subo rama tras rama hasta encontrar mi rama, solo que esta vez no está, ha desparecido, la han cortado a ras del troco… un corte perfecto y casi fugaz…

cierro los ojos como antes lo hacía y bajo y subo cuantas veces quiero y cuento rama tras rama y todas están… solo falta la mía… mi rama…

la cicatriz que ha quedado es grande, pero ha cicatrizado bien… la mía, al contrario, está más abierta y viva y todavía sangra y se desangra…

Nosferatu

hoy más que nunca —como cuando niño— quiero ser vampiro… pero no por esos delirios que tienen los poetas de ser eternos, de sentarse al lado de la divinidad, incluso si se trata solamente de limpiarle los zapatos para siempre…

tampoco se trata de morder un cuello delicioso y delicado que se dobla y se entrega, hasta que la sangre de la presa nos ahonda en los pozos de la intimidad… lo cierto es que mi pasión por los cuellos fue otra y otros los pozos de mi intimidad…

ser murciélago tampoco es mi obsesión y mi deseo… desde muy niño me cortaron las alas y a los murciélagos mis amigos los cazaban y los crucificaban y les daban de fumar antes de arrancarles la vida. Además, también nací ciego, pero sin radar…

no se trata por ningún motivo, tampoco, de echarme a dormir todo el día y salir en las noches a merodear y acechar como un perro hambriento, ya que en el lugar donde yo nací no existe el día… solo la oscuridad de vivir a cada instante chupando de las tetas de la muerte…

y mucho menos se trata de querer llevar por todos lados la peste, empobrecido por un cenáculo de ratas… pues ese es un papel que solo le queda bien al Flautista de Hamelin que buen servicio les hizo a sus huéspedes despareciendo para siempre una manada de criaturas perversas…

no… nada de eso, y nada de lo que cada uno de ustedes, quizás, pueda estar pensando, ahora, en este mismo momento, mientras yo escribo lo que ustedes —quizás— nunca leerán…

quiero ser vampiro, solamente para no poder verme cuando sienta la tentación de mirarme en el espejo… el mismo espejo donde tantas veces se miraron mis amantes…

apuesta

la ventana siempre abierta de par en par… los pájaros se agolpan en la cocina a recoger las migajas que los niños dejan en la mesa… la luz estalla en el apetito de los pájaros y se derrama dibujando una danza macabra en el teatro de la disputa… la ventana calla hecha un espejo en la memoria de los transeúntes

cuántas veces un pájaro destrozado en la ventana… en la esquina del cuarto un gato disfrutando de las vísceras de otro… un rebaño de moscas en las pupilas de un amanecer extraviado… la mierda que se repite como un milagro en las bodegas de la crueldad y del sueño… y la ventana en ascuas

y al final de la jornada una riña macabra apostando y disfrutando el último pedazo de la agonía… una última miga de pan… y los insectos que vuelven y hacen su entrada a una hora prohibida… y el limpión que hace de las suyas a la hora de la caza nupcial, su golpe preciso y mortal, un lamparón de sangre… y la ventana que se castiga y se apena

la ventana cierra la puerta y se echa de cuerpo entero sobre los despojos… la luz se levanta y echa a correr en llamaradas de sangre… debajo de la ventana un vagabundo tira una última piedra en el agua

uno dos y tres saltos en la superficie del día que muere sin saberlo y la piedra se encapricha en su salto mortal, se asoma a la ventana, rompe el vidrio y se desangra la casa…

declaración de amor

cuando te sientas junto a mí y sonríes y juegas con tu pelo y te chupas los dedos como una criatura malcriada, siento que nada ha sido en vano…

igual que cuando te paseas desnuda por toda la casa como si no existieras, y desnuda limpias todo el día y cantas la misma canción y hablas contigo misma como una demente y como si barrer no fuera…

y cuando me coges la mano y la deslizas por tu cuello hasta tus senos y me agarras los dedos para que te agarre los pezones y me los aprietas para que yo apriete no sé qué hacer con la felicidad que me lame de pies a cabeza y me quema…

y cuando cuentas un chiste y no paras de reír, aunque nadie se ría, la felicidad que siento como cuando te encuentro desnuda limpiando la casa o cuando me quemo, es aún más honda y no sé qué daría para que contaras otro y así yo poder verte reír hasta que no quede nadie…

 

y si te quedas dormida en la mesa de la cocina después de limpiar la casa como te quedaste ayer, pierdo el apetito, aunque el hambre me mate y le quito los días que le quedan a la semana y los que la anteceden para que tu sueño ya no tenga principio ni fin…

y si entreabro los ojos mientras duermo como me he acostumbrado y te veo sentada a mi lado mirándome y te muerdes los labios, y tiemblas, y deliras… entonces todo lo que un día soñé y aprendí y escondí celoso de mí mismo, se me pudre de moscas y solo queda en mi memoria el hueco vacío de tu intimidad…

la playa

el sol se derramaba sobre la arena como una boca enamorada y la arena como si correspondiera a su deseo se arremolinaba y se levantaba en haces de luz, y en su boca entraba y se hinchaba y se entregaba como una lengua que ha perdido el control…

y era como si de repente el sol se hubiera ahogado entero y de un solo golpe en las arenas del mar.… y entonces de todos lados salían y aparecían adolescentes desnudos… unos se tiraban sobre la arena en silencio y se quedaban quietos —como a escondidas—, esperando que el sol bajara a lamerles su intimidad…

otros se metían hasta más arriba de las rodillas en el agua y esperaban que las olas una tras otra se acumulasen en sus órganos que, ante la caricia de una tras otra, se hinchaban y se abrían y se alargaban, esperando la ola ideal que saltara en pedazos y los hiciera saltar en pedazos…

y había también los que llegaban y caminaban sin detenerse un solo instante por la playa, una y otra vez como si siguieran su propia sombra y esperaran que una tras otra todas las miradas se detuvieran a contemplar sus penes erectos que acariciaban como sin darse cuenta, y las vaginas afeitadas e iluminadas de soles extraños y desconocidos…

corrillos no muy grandes de homosexuales buscaban un lugar que quizás siempre había estado ahí para ellos, solo para ellos, y allí se quedaban bajo el sol, tocándose y pellizcándose y compartiendo sus aceites y sus manos, y mirándose muy de cerca sus genitales como criaturas hambrientas que tienen miedo de tragarse lo que ya tantas veces se han tragado y digerido y regurgitado…

y ya bien entrado el atardecer llegaban parejas de viejos, viejas y viejos, tomados de la mano y como arrastrándose los unos a los otros, empujándose, obligándose, y como si el paso que fueran a dar fuera el último paso, antes de hacerse añicos, desgajarse, pulverizarse bajo los rayos del sol…

y al final, ya cuando la noche metía poco a poco las manos en la arena y recogía los últimos rayos de luz y con sevicia los metía y los ahogaba en el mar, llegaban los niños… niños y niñas a montones, en manadas, —como una plaga de langostas…— llegaban saltando y gritando improperios y mirando todo, o lo poco que quedaba por mirar, y como una bandada de pájaros ahítos de placer, extravíos y largas jornadas de vuelo, lo arrasaban todo, se cagaban en todo, y se untaban y se meaban, y se metían los dedos a la boca, hasta que los últimos rayos del sol heridos de muerte se entregaban al apetito de la noche…

y una vez todo había sido tragado y digerido y defecado, además del silencio, en la playa era como si el tiempo se hubiese muerto de una conmoción súbita.

cosas de ciegos

alguien estuvo intentando decir el silencio en un muro desconchado junto a mi casa… aunque no se ven ya más que borrones y tachones y trazos desconcertados, se puede ver que es el silencio por la forma en que fue hecho lo trazado y lo tachado y lo emborronado…

los trazos son ligeros y como tocados en su intimidad por el miedo y el delito… las pausas son abundantes y hay infinidad de puntos por doquier, que más que puntos parecen huecos donde busca esconderse el que sabe que está en peligro, el que está a punto de ser descubierto, apresado, condenado, ejecutado…

en algunas partes lo borrado pareciera haber sido borrado con más fuerza, más intensidad, de forma casi obsesiva, delirante, como si se quisiera con desesperación borrar algo que se dijo, pero que no se quiso decir… algo que se dijo pero que no se puede decir, no se debe, no se sabe decir…

tiene que ser el silencio porque hay manchas de sangre a medias incoloras e inodoras que tiemblan como criaturas enamoradas ante el peligro… manchas de sangre que aún se escurren y se debilitan cada vez más en el muro como fantasmas aterrados… miradas de aparecidos, enigmas nauseabundos… y trazos que parecen salidos del asombro, abortados, arrancados, obligados… trazos como de pisadas que no han llegado aún y ya se alejan, se pierden, se hacen humo…

otros trazos ya casi desaparecidos parecieran todavía acercarse con el corazón hecho pedazos, a medias, flotar a la deriva, tocar apenas el muro, en vilo, de puntillas, casi cayéndose todo el tiempo, precipitándose, descolgándose, hacerse mierda… todo el tiempo como de puntillas en el vacío, a trompicones, a punto de caerse, deslizarse, despaturrarse, vomitarse en la última pincelada, el último borrón, el ultimo desvarió…

más de cerca con la mirada fija en cada trazo, cada borrón, cada una de las pausas, en cada uno de los puntos, se pueden ver con suma claridad los rescoldos del miedo, los pasos casi nada del asombro, y huele a lo que huele el vacío, las heridas siempre abiertas, la muerte a cada instante, como huele el deseo cada vez más podrido, distante, como huelen los frutos maduros en el sueño, como huelen los placeres prohibidos, igual que lo más íntimo de nuestro propio silencio huele y nos aterra…

naturalezas mínimas

poco a poco y a veces muy de prisa y hasta sin darme cuenta, me he ido enamorando, encaprichando, quizás, sería mejor decir, o encabronando que dice un poco más… de las cosas que ya nadie quiere, y hacen a un lado, y desechan, y barren y tiran…

cosas que se quedan por ahí a la vista de todos como si no existieran, pero que están cada vez más, y huelen cada vez más, y despiertan el apetito cada vez más, y hacen que la lengua se inunde de agujeros y quejidos cada vez un poco más…

y entre esas cosas los huecos que el amor esconde para tapar otros huecos que casi siempre no puede esconder, ni tapar…

como ya lo dije antes, sin darme cuenta, y como si fuera otro el que no se da cuenta, como si todo fuera de repente, al azar, inoportuno, de improviso, de pura casualidad, inesperado, o de milagro como suelen decir los que se enamoran de verdad…

me costó, tengo que reconocerlo, aunque lo invertido y lo gastado de repente también dejó de ser primero, o al comienzo… ni amores que se pudren porque el amor es ciego… y el silencio que queda es un hueco de más….

también me tomó tiempo, pero el tiempo también es agujero, también se barre el tiempo y se desecha y se tira… y como siempre pasa al final de un cuento, de una noche de amor, un balazo certero, todo se queda en ascuas, todo arde y se quema y acaba y pica y rasca y se envenena…

y así sin darme cuenta me enamoré de la mujer que tiene su oficina enfrente de la mía, y que todo el tiempo me mira, aunque yo no la mire y se lo diga y me lo diga… una mujer que huele como huele la vida… como las cosas que sobran y se barren, se tiran…

me enamoré de las cosas que encuentro en la calle y las recojo y las limpio y les hago un lugar y ahí las dejo untadas de mi amor, untadas de mis dedos, untadas de mis ojos, aunque me quede ciego… untadas de silencio para sentir el miedo…

me enamoré de fragmentos, pedazos, trapos viejos, repuestos y segmentos un trozo un embustero, lo incompleto, lo otro, lo que no fue primero, lo que cae y se olvida y se barre y se tira… y se pudre y se vuelve como vuelve una herida…

me enamoré y un día la muerte vino a verme, temblaba de silencio, sudaba de repente, miraba inoportuna, sangraba de improviso, callaba de milagro, y era tanto el amor que había sentido, tantas cosas que amé que no habían sido, que la metí en la cama y la hice mía… y le metí los dedos y el silencio, y ella también me dijo que me amaba…

la mujer de las arepas

casi todas las mañanas, —a las cinco de la mañana—, incluso cuando no me tocaba, iba a la casa de la mujer que hacía las arepas para el desayuno de la familia. el interior de la casa estaba recubierto con guadua, arreglada de tal manera que uno tenía la sensación de que se encontraba en otro mundo. siempre llevaba un canasto y un trapo para taparlas ya de vuelta y mantenerlas calientes, pensando muchas veces para mis adentros que yo era caperucita la roja y que la mujer de las arepas era el lobo de mis sueños más íntimos.

yo un niño, apenas, ella ya una mujer, hermosa, de ojos grandes, piernas largas, cabello oscuro y revuelto, que se le desbordaba por todos lados, y unas caderas abundantes que se movían al mismo ritmo de sus manos cuando hacía las arepas. y los senos, todo el tiempo y cada vez más, como rebozados, casi derramados, quizás por el calor que se acumulaba en el fogón. siempre iba ligeramente vestida y me miraba entero y se sonreía cada vez que ponía una arepa en la parrilla y se inclinaba para atizar el fuego.

nunca entendí por qué mi madre siempre me decía, «vaya donde la señora de las arepas por las arepas». señora, cuando niño, para mí, era una palabra que me hacía pensar en algo ya acabado, consumado, sufrido, cumplido y usado y cuando mi madre me la decía me producía cierto escozor, algo así como los síntomas de un espanto, cierto sabor desagradable en la boca.

pero, ella, la mujer de las arepas, para mí era todo lo contrario de eso. ella era como un bocado exquisito sacado del horno unos segundos antes de llevarlo a la mesa… ella era como la arepa ideal, la arepa perfecta, la arepa que había sido hecha para mí, solo para mí, mi arepa… algo así como la primera arepa de la mañana que ella siempre me daba y que yo no me comía ya que lo único que quería y sentía era no dejar de mirarla. cómo me la iba a comer si yo solo podía mirarla. Tanto mi boca como mi mirada solo eran para ella. ella era un bocado fresco que uno se come y no se come porque siempre quiere comérselo… un bocado que, aunque siempre sabe a lo mismo nunca sabe a lo mismo.

la mujer de las arepas fue mi primer amor… pensando en ella me despertaba casi siempre a las cuatro de la mañana, bañado en sudor, y me preparaba durante una hora esperando que llegaran las cinco para poder verla hacer las arepas… mirarla con mi arepa de siempre en la mano, la primera arepa, era todo lo que quería, y que el lobo finalmente saliera del árbol donde tantas veces lo había visto esconderse y me comiera entero de una vez por todas…

el tiempo

dicen por ahí que cuando uno se mira al espejo y empieza a ver a su padre
es porque el tiempo ha decidido pasarle la cuenta de cobro…

por fortuna para mí, cada vez que me miro en el espejo veo a mi madre,
así que ella tendrá que pagar sus cuentas y las mías…

__________

*Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

 

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