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ENCUENTROS CON PERSONAJES DE LA IZQUIERDA. UNA VISIÓN AUTOBIOGRÁFICA

Por H. C. F. Mansilla*

BERLÍN 1968–1974

En el momento de escribir estas líneas me entero del fallecimiento de Horst Kurnitzky (1938–2021), quien al comienzo de la gran revuelta estudiantil en Europa (1968 y años siguientes) mostraba un vigoroso entusiasmo por Corea del Norte y su gran caudillo, Kim Il-Sung. En el número 30 de la prestigiosa revista Kursbuch (diciembre de 1972) y con motivo de varios viajes a Corea del Norte, Kurnitzky hizo una apasionada defensa de aquel régimen socialista y de su infalible líder. Siguiendo la moda intelectual de aquel tiempo, Kurnitzky afirma que este país alcanzó la industrialización completa en escasos veinte años, cuando las naciones adelantadas del occidente europeo tardaron cien años en lograrlo. Poco después el autor dice que en comparación con Corea del Sur, la nación de Kim Il-Sung tenía que ser vista como un «gigante industrial». Pero hay que reconocer que en el mismo texto Kurnitzky esbozó un leve reproche a este régimen, reconociendo que el control gubernamental sobre la población había adoptado tintes orwellianos.

Menciono a Kurnitzky porque lo conocí personalmente alrededor de 1968–1970 en los círculos latinoamericanos de Berlín. El vínculo, relativamente tenue, duró hasta 1974, aunque nos seguimos viendo en estadías ulteriores mías en Berlín. Posteriormente se convirtió en un mexicanista de gran calibre. Vivió muchos años en México y también hizo un estudio sobre Bolivia. Era un creyente del marxismo en su versión crítica. Y un personaje muy culto, un conocedor del arte y de la literatura. No me convenció su primer libro: La estructura libidinal del dinero. Una contribución a la teoría de la feminidad (1974), cuya discusión en círculos intelectuales berlineses duró largo tiempo. Muchos lo alababan como el nuevo Marx.

Alrededor de 1980 empezó a cambiar y se convirtió en un pensador crítico con todo. En 1985 escribió un libro directamente en portugués, el que tuvo más éxito de ventas: Precioso dinero, amor verdadero. Su obra más notable resultó ser Extravíos de la antropología mexicana (2006), en la cual expone la teoría de que los conservadores del PRI (Partido Revolucionario Institucional, órgano de gobierno durante larguísimas décadas) y los indianistas mexicanos de izquierda tienen la misma concepción edulcorada y heroica acerca del pasado precolombino, que asimismo representa el paradigma del futuro. Algo muy similar a lo que ocurre en el área andina.

Con alguna nostalgia me acuerdo de los encuentros que tuve con un grupo de estudiantes cercanos a Kurnitzky. Estos muchachos creían sinceramente que el sol rojo del marxismo iluminaría el mundo del futuro, de nuestro futuro, pero yo creía que el sol tibio, pero claro del racionalismo aclararía el ámbito de nuestro porvenir. Es la única vez en mi vida que canté, no en público, pero en el círculo de aquellos amigos, quienes querían producir un oratorio que se llamaría Los dos soles. Yo tenía que tomar a mi cargo el papel del sol tibio, pero claro del racionalismo, que ellos sostenían que ya no servía en la praxis. Mi papel debía ser el de un tenor decadente, un rol en el fondo reaccionario, pero interesante y hasta indispensable para el equilibrio y éxito de la obra. Kurnitzky y yo nos reíamos entonces de nuestras ilusiones. Y ahora él ya no está con nosotros.

La preocupación revolucionaria por la música coral no era cosa tan inusual en aquellos años. La ópera de Mozart Las bodas de Fígaro era considerada como una manifestación del espíritu progresista de las clases populares, tema debatido intensa y curiosamente en círculos estudiantiles. El compositor Hans Werner Henze (1926–2012), entonces miembro de un partido comunista, estrenó en 1968 el gran oratorio La balsa de la Medusa, dedicado a Ernesto Che Guevara, que constituyó el punto culminante de ese movimiento cultural. Poco después Henze escribió la música para la cantata Ensayo sobre los cerdos, cuyo texto y libreto procedían del escritor chileno Gastón Salvatore, obra estrenada en Londres en 1969. Menciono este caso con alguna malicia para sustentar la tesis de que la enorme productividad posterior de Hans Werner Henze oscureció sus creaciones de corte revolucionario que acabo de citar: mucho ruido y pocas nueces.

MADRID 1980

Viviendo en Bolivia, mis observaciones me llevaron a pensar que los líderes políticos de ese país nunca han sido afectos a la autocrítica ni a conocer realmente las culturas ajenas. Así se podría explicar, por lo menos parcialmente, su ceguera alarmante con respecto a ellos mismos y su escaso deseo de comprender el mundo exterior. Un caso así era Don Hernán Siles Zuazo, dos veces Presidente de la República (1956–1960, 1982–1985), a quien conocí en Madrid entre 1980 y 1981, durante su exilio y antes de su triunfal retorno a Bolivia y a la presidencia. No hay duda de su valentía personal, de su extrema probidad y de sus buenas intenciones. Pero Don Hernán no mostraba ningún interés por enterarse cómo se hace política en el ancho mundo, por ver colecciones de arte y menos aún por leer libros o escuchar conferencias sobre la transición española o cualquier otro asunto que no fuese la política del día en Bolivia. Su universo mental era estrecho. En Madrid nunca aceptó una sugerencia mía para ir al cine, para asistir a alguna conferencia sobre un problema político o para visitar una galería de arte. Mi asombro, que queda claro aún hoy, al escribir estas líneas cuarenta años después de la anécdota que relato, proviene de mi ingenuidad. Recién ahora, en la ancianidad, me doy cuenta de que los políticos no son ciegos ante la realidad. Tampoco desprecian el conocimiento del mundo exterior, como yo acabo de afirmar. El problema es más complejo. Mucho después me di cuenta de que Don Hernán tenía un método relativamente razonable para utilizar el escaso tiempo de que disponía, y ese procedimiento es el más usado entre los políticos en todo el planeta. En sus cabezas tienen exclusivamente una preocupación: la conquista y la consolidación del poder. Es un asunto con rasgos muy diversos, con muchas variables e incertidumbres que exigen reflexiones, contactos y reuniones permanentes y complicadas y, por consiguiente, dedicación exclusiva. Los políticos son especialistas en su terreno, como casi todos los seres humanos en la modernidad. Y yo, cándidamente, tratando de arrastrar a Don Hernán a una galería de arte para ver aburridas pinturas surrealistas…

Siles Zuazo siempre tenía la opinión de aquella persona con la que terminaba de conversar. Tal vez era una manera de ahorrar tiempo y esfuerzos, ya que todos los pareceres que oía eran igual de mediocres o conocidos. El último escuchado era probablemente tan malo como los otros, pero así Don Hernán se libraba de los consejeros y gozaba de un momento de tranquilidad. Mas esto también tenía su precio. Siles era, por supuesto, la víctima propicia de consejeros inescrupulosos, que abundaban en su derredor, esperando la oportunidad de obtener algún puesto bien rentado cuando Don Hernán volviese al Palacio de Gobierno en Bolivia. Así sucedió. Él presidió el gobierno de la Unidad Democrática y Popular de 1982 a 1985, uno de los periodos más deplorables de la historia boliviana, con una inflación galopante, una corrupción desmesurada en las esferas gubernamentales, una ineficacia administrativa ilimitada y desórdenes políticos de gran escala. Él presidía una coalición de izquierda, pero los sindicatos, los intelectuales progresistas y los movimientos radicales le hicieron una guerra sin cuartel, lo que condujo a su dimisión mucho antes de terminar su periodo legal.

Representando a mi padre, quien entonces era el rector de la universidad más importante del país, estuve el 10 de octubre de 1982 en el Palacio Legislativo y luego en el Palacio de Gobierno durante los actos por los cuales Siles Zuazo asumió la Presidencia de la República. Las ceremonias fueron caóticas y desordenadas, prefigurando todo el periodo gubernamental que empezaba. En la flamante y frondosa coalición gubernamental nadie tuvo la habilidad o siquiera la intención de poner un poco de orden. Todo comenzó con la larga y emotiva alocución del nuevo Presidente ante el Parlamento: Siles Zuazo mezcló o dejó caer varias páginas de su discurso e, incapaz de improvisar algo coherente, leyó fragmentos incomprensibles e inconexos entre sí. Observando esos sucesos y viendo otros fenómenos de la vida cotidiana en Bolivia —el tráfico automotor, las aglomeraciones por cualquier asunto nimio, las hordas de usuarios maleducados en los transportes públicos—, llegué entonces a la conclusión, que mantengo hasta hoy, de que los bolivianos tienen indudablemente muchas virtudes positivas, como un carácter estoico ante las adversidades, pero que no poseen habilidades logísticas cuando se trata de combinar varios factores entre sí. Por ello su enrevesado ingreso a la modernidad.

LA PAZ 1983

En algún momento de 1983 conocí al poeta y novelista Jaime Saenz (1921–1986), que hasta hoy es considerado por los círculos progresistas como el literato más ilustre que ha dado la nación boliviana. Tenía en su derredor un grupo de acólitos y discípulos que luego conformaron una escuela muy distinguida e influyente de la literatura boliviana, en la que brilló sobre todo la notable poeta Blanca Wiethüchter. Estos seguidores se ocupaban permanentemente de alabarlo y distraerlo. Me llevaron a la casa de Saenz en Miraflores —un barrio de La Paz— como una especie de favor excepcional, un honor rara vez concedido fuera del círculo de los iniciados. Seguramente los desilusioné, porque no me sumé a ellos ni Saenz me pareció tan genial.

Era una noche fría y lúgubre, como le gustaba al poeta. Saenz nos recibió en un recinto oscuro y algo maloliente, lleno de un denso humo de cigarrillo, que él denominaba «los talleres Krupp», mostrando así su admiración por una Alemania disciplinada, laboriosa, estoica y severa, que ya no existía en la realidad y que él había creído conocer en Berlín alrededor de 1938–1939 como huésped de las Juventudes Hitlerianas. Una de las paredes, la que quedaba por mala suerte frente a mi asiento, estaba cubierta por una bandera alemana del periodo 1933–1945: un enorme lienzo rojo con una cruz gamada en el centro. Ante mi ligero asombro uno de los discípulos se apresuró a explicarme que el color rojo del estandarte quería demostrar la solidaridad con los pobres y los desposeídos y que la esvástica ya no significaba nada. Además, me dijo, el movimiento de Hitler —un nacional–socialismo, subrayó— tendría que ser interpretado hoy como un rechazo a las formas «burguesas» de hacer cultura y política y como una crítica, loable y temprana, a los excesos de la modernidad occidental. Digo que mi sorpresa fue limitada porque conocía a aquellos intelectuales latinoamericanos que en un instante daban la impresión de ser firmes revolucionarios de la izquierda y al siguiente de ser partidarios de la derecha recalcitrante. Con mi acostumbrada arrogancia yo vislumbraba que ambas posiciones son habituales en una sola mente irreflexiva y que esto está muy expandido en los países de tradición autoritaria. Los acólitos de Saenz despreciaban los progresos de la institucionalidad, los procedimientos de la democracia moderna, el espíritu crítico y la modernidad en general. Estaban fascinados por un orden social en el fondo tradicional, como el cubano, donde prevalecían el consenso compulsivo, el verticalismo en las relaciones políticas y sociales y las estructuras rígidas y piramidales. Era simplemente muy divertido escuchar cómo los seguidores de Saenz, sin conocer ningún dato empírico sobre la isla, celebraban como hechos heroicos y hazañas culturales la publicación de los discursos del máximo líder o las poesías de algún funcionario subalterno que la historia ha olvidado. Tuve la impresión que no querían saber nada concreto sobre aquel régimen.

La velada fue francamente aburrida. Sólo se habló de cuestiones políticas y culturales al comienzo, cuando las mentes estaban aún claras. Mi única intervención fue para defender a escritores «burgueses» del país, como Adolfo Costa du Rels y Guillermo Francovich, que los tertulianos condenaban sin misericordia, aunque todos confesaron que no los habían leído. Reitero: nadie conocía la obra de los escritores incriminados. A esto Saenz exclamó: «De noche todos los gatos son pardos». Antes de caer en el sopor de la penumbra, durante media hora los asistentes se apresuraron a ensalzar esta frase excelsa, única, clarificadora y definitiva del maestro, que según ellos quería decir: en la oscuridad del ámbito burgués todos los poetas y novelistas son igualmente mentecatos, con la excepción de los creadores revolucionarios, por supuesto. En las sombras de la reacción ningún escritor derechista merece un minuto de atención porque pertenece a la mediocridad y anonimidad de los gatos pardos.

Se consumió una cantidad notable de licores fuertes y baratos, que eran elogiados con mucha precisión y cariño. No creo que los libros hubieran inspirado un interés similar. Lamento decir esta cosa tan dura y tal vez inesperada, pero estas actitudes sucedían y suceden en las veladas literarias. No había nada similar a un buen oporto o un jerez. En el momento culminante de la noche emergió un pequeño recipiente de plata que algunos parecían esperar ansiosamente: el «azufre», como decía Saenz, o la «blanquita», como la llamaban los otros. Yo me negué terminantemente al consumo de cocaína, exhibiendo así mi carácter burgués, anacrónico, convencional, miedoso y anclado en el pasado. El nivel del debate decayó rápidamente, y lo único que se notaba eran las lenguas espesas, las miradas vidriosas y la falta de ventilación. Era una sesión habitual de la bohemia de artistas y literatos, como debe ser en el mundo entero: el aire enrarecido por el humo del tabaco, el consumo vigoroso de alcoholes y drogas, la noche que a primera vista parecía misteriosa y atractiva, la recitación enfática de unos pocos versos ya muy conocidos y la creencia, jamás turbada por una palabra crítica, de que todo lo dicho o farfullado por el maestro resultaba profundo, muy profundo. En suma: no pasó nada memorable. Este es el punto central de mi modesto texto y no un reproche al maestro Jaime Saenz.

Con el tiempo los discípulos de Saenz han elaborado dilatadas interpretaciones y exégesis llenas de amor y admiración en torno a todas las expresiones del maestro. Pese a que esas tertulias no se distinguían por ningún aspecto que pudiera ser calificado de notable, los acólitos de Saenz convirtieron su recuerdo en un espectáculo revolucionario, izquierdista, antiburgués y futurista, en un verdadero mito, que hoy, con los años, se ha consolidado y extendido con envidiable éxito, transformándose en una verdad indubitable del desarrollo cultural boliviano. A Jaime Saenz le faltó el elemento trágico y la inclinación crítica que tuvieron, por ejemplo, los poetas malditos rusos en la época de la Revolución de Octubre, a quienes la vida les deparó situaciones y dilemas realmente serios.

En la conformación de la leyenda actual, Saenz toma el papel del gran visionario y romántico que se adelantó a su época. Toda crítica a este personaje es descalificada como un testimonio de conservadurismo e incomprensión. La entrada de Wikipedia que se refiere a Saenz, formulada probablemente por sus fieles seguidores, afirma que las tertulias en los Talleres Krupp constituían «un espacio marginal y rebelde de rico intercambio cultural». Décadas después todos los discípulos de Saenz cultivan posiciones postmodernistas en contenido y forma. Nadie quiere acordarse del pasado fascista del gran maestro, o mejor dicho, ese pasado es visto ahora como el lado «mágico y místico» del nazismo, el cual sale así purificado de toda conexión con los campos de concentración o con cualquier aspecto del totalitarismo. La escenificación artística de los regímenes fascistas es considerada como la fuente de lo mágico y misterioso, la mixtura de lo tenebroso con lo maravilloso, que sigue seduciendo a los poetas andinos. El nazismo, en cuanto origen de lo esotérico, se encuentra expurgado de todo factor negativo. Y en tiempos postmodernos lo esotérico es pensado como una posibilidad de conocimiento, como un método gnoseológico, entre otros. ¿Qué dirían las víctimas de Auschwitz ante esta conversión del fascismo en un inocente camino del saber?

lapiz

Un amigo común aseveró que Saenz había creado un «mundo mágico y surrealista, oscuro y a la vez iluminado». Es también una apreciación paradójica, de aquellas que gustan tanto a los literatos postmodernistas y a los pocos lectores genuinos que han quedado en la actualidad. Ese personaje fue más allá y atribuyó a Saenz un «alma de niño en un poeta maldito, ángel caído, echado de este infierno terrenal y habitante de paraísos artificiales». En una palabra: un hombre «de ternura desbordante», que vive en un mundo de «ensueños y pesadillas». No hay duda de que Saenz, el poeta del misterio, el alcohol y la muerte, es un personaje central de la versión andina de la postmodernidad, pues practicó, entre otras cosas —algunas notables, lo reconozco—, el arte de hablar mucho y decir poco, como se puede constatar en su novela Felipe Delgado, que muchos comienzan, pero que pocos terminan.

Alrededor de Saenz se reunía una especie de corte de admiradores acríticos, en la cual, por supuesto, también había ocasionalmente un poeta eximio y un pensador notable. Pero como la visión positiva y celebratoria de Saenz y de su círculo es muy conocida, he intentado brindar la versión de un no-creyente incómodo, de alguien que se halla fuera de las corrientes intelectuales de moda, que son muy poderosas, precisamente porque pretenden ser revolucionarias e iconoclastas. Constituyen, sin embargo, rutinas y convenciones que no han cambiado gran cosa en los últimos siglos, aunque sus integrantes se consideren a sí mismos como la encarnación de la renovación artística e intelectual.

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* Hugo Celso Felipe Mansilla nació en 1942 en Buenos Aires (Argentina). Ciudadanías argentina y boliviana de origen. Maestría en ciencias políticas y doctorado en filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Concesión de la venia legendi por la misma universidad. Miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Academia de Ciencias de Bolivia. Fue profesor visitante en la Universidad de Zurich (Suiza), en la de Queensland (Brisbane / Australia), en la Complutense de Madrid y en UNISINOS (Brasil). Autor de varios libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político–culturales latinoamericanas. Últimas publicaciones: El desencanto con el desarrollo actual. Las ilusiones y las trampas de la modernización, Santa Cruz de la Sierra: El País 2006; Evitando los extremos sin claudicar en la intención crítica. La filosofía de la historia y el sentido común, La Paz: FUNDEMOS 2008; Problemas de la democracia y avances del populismo, Santa Cruz: El País 2011; Las flores del mal en la política: autoritarismo, populismo y totalitarismo, Santa Cruz: El País 2012

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