EL NÚMERO CUATRO
Por Felisa Moreno Ortega*
No sé cuánto tiempo llevo encerrada aquí. Al principio gritaba y arañaba las paredes con mis uñas, hasta sangrar. Finalmente desistí; a veces un pequeño sollozo me asaltaba, otras era una lágrima salada que rebañaba ansiosa con mi lengua para deleitarme en su sal, hastiada de los alimentos tan sosos que me obligaban a ingerir.
La habitación tiene cuatro muebles, es importante lo del número; todo aquí es par, menos yo, aunque pienso que también estoy duplicada. Algunos días consigo verme a mí misma tumbada encima de la cama, con las piernas cruzadas y las manos sobre el pecho, como en el último reposo de un difunto. En una esquina hay un par de sandalias de tacón alto, están destrozadas y cubiertas por una pasta seca. No me atrevo a tocarlas.
El armario está vacío, tiene cuatro cajones, con frecuencia los saco y me entretengo con ellos, los alineo y les explico la lección, como cuando era niña y jugaba a ser maestra. Aunque parecen iguales, cada uno dispone de una personalidad diferenciada, el izquierdo superior atesora una mancha de aceite en el fondo con forma de diamante, el inferior está desconchado en el frontal, como si hubiera sido picoteado por un ave hambrienta. El superior derecho huele intensamente a alcanfor y el cuarto sufre un descuadre estructural, lo que obstaculiza el encaje en su hueco.
Me divierte meterme dentro del armario, permanezco un buen rato aspirando el aire viciado y oscuro. Cuando por fin salgo, disfruto con la sensación de libertad, lleno los pulmones de aire y grito con todas mis fuerzas. Las paredes acolchadas se tragan el sonido de mi voz, como los pavos de la abuela engullían el maíz hinchado que le arrojábamos desde la puerta del corral. ¿Por qué recuerdo esos pavos de moco colorado y no el motivo por el que estoy aquí?
El otro mueble es una butaca de piel sintética, con cuatro patas y cuatro botones adornando el respaldo. Juego a marcarlos en mi espalda, hasta hacerme daño, otra excusa para gritar. El sillón es rígido, como los que se ven en los hospitales de la seguridad social.
Un descalzador es el tercer elemento. Siempre me pregunto qué hace aquí, si yo no tengo zapatos. Me da asco usar las sandalias, aunque debieron de ser bonitas en su momento. Creo que los pies me han crecido de tanto andar descalza por la habitación. La banqueta me da escalofríos, siento como si estuviera allí para recordarme algo que trato de olvidar.
El cuarto mueble, y último, es la cama. No tiene mantas, ni colcha, ni sábana superior; sólo la bajera, fuertemente sujeta al colchón con unas correas. No puedo taparme con nada y eso me impide conciliar el sueño. Para mí no existía mayor placer que esconderme bajo una sábana, sentirla sobre mi cuerpo, resguardarme en el hueco que moldea, acogedor y cálido como el vientre de una madre. Hay cosas que transcienden de la propia memoria.
Además del mobiliario y las sandalias, junto a una esquina hay una ducha y un váter. De la ducha casi nunca sale nada. Todos los días, cuando creo que es de día, porque nunca veo la luz del sol, abro el grifo y me meto en ella, esperando que caiga el agua sobre mí. Puedo aguardar durante horas. He aprendido que, casi siempre, la paciencia me es recompensada. Aun así, en ocasiones, me desespero y golpeo la pared con los puños, hasta despellejarlos. El agua me calma, la necesito, ¿por qué me la niegan?
No hay espejos, apenas recuerdo cómo es mi cara. La recorro con los dedos, creo que soy guapa, la piel suave, las facciones rectas, el cuello largo, los hombros esbeltos. Estoy desnuda, ya me he acostumbrado. Llevo peor lo de no tener sábanas para cubrirme por las noches. Mis miedos infantiles me atacan, nada me protege de los monstruos.
No sé lo que he hecho para merecer este castigo. Ni siquiera sé si esto es un castigo o una forma de vida. Me cuesta trabajo recordar los momentos en los que me movía libremente por las calles, cuando el sol me calentaba el rostro y el aire despeinaba mi cabello y me arrullaba con sus susurros. A veces pienso que todo eso sólo es un sueño, que no hay otra realidad que la que encierran estas cuatro paredes. Cuatro.
Los zapatos. Es lo último que recuerdo con claridad, estaban allí, sobre un estante forrado con terciopelo verde. Eran unas sandalias doradas, con pequeñas incrustaciones de brillantes y tacones de vértigo. Me recuerdan a las que yacen abandonadas en una esquina de este cuarto. Cuánto deseé nada más ver mis pies vestidos con ellas. El precio…, sí, eran muy caras.
La puerta se abre, es la hora de la cena, entra el encapuchado de siempre y me deja la comida en el suelo. Como todos los días le pregunto quién soy, qué hago allí encerrada, obtengo el mismo silencio que ayer, la misma indiferencia a mis gritos.
Las sandalias…, eran realmente preciosas, con ellas puestas me sentía la reina de la fiesta, capaz de conseguirlo todo, incluso ese papel en la nueva película de un afamado director. ¿Soy actriz?
Sí, era un contrato para hacer una película, me lo ofrecieron nada más ver mis zapatos, ¿o fue al revés?, ¿compré las sandalias después de firmarlo? Recuerdo algunas palabras sueltas, recuerdo la boca con bigote fino que las pronunciaba: cine experimental…, oportunidad única en su carrera…, mucho dinero…, estudio sobre soledad…, mucho dinero… Recuerdo que pensé que con esa cifra podría comprarme las preciosas sandalias doradas.
Cómo he podido olvidar algo tan importante. Me siento en el descalzador para comer, la bandeja sobre mis rodillas. La comida se compone de una sopa y un puré indescriptible. Este último cambia de color cada día, pero mantiene el gusto insulso, a cartón mojado. He pensado en dejar de ingerirla, si enfermo tendrán que llamar a un médico y él me sacará de aquí; siempre desisto, el hambre consigue doblegar mis propósitos. Es un puño que aprieta mi estómago y me obliga a tragar.
El número cuatro sigue rondando mi cabeza, como si fuera lo único que puede sobrevivir dentro de ella. Cuatro, cuatro, cuatro… ¿Cuatro qué? Cuatro muebles en la habitación, cuatro cajones, cuatro botones en un sillón, cuatro… ¡años!
De repente lo comprendo todo, mi memoria intermitente vuelve a torturarme con la verdad, he vendido cuatro años de mi vida para comprarme unas sandalias.
Cuatro, cuatro, cuatro… ¿Cuatro qué?
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* Felisa Moreno Ortega es escritora española (Noguerones – Alcaudete (Jaén), España en 1.969). Licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales. Su primera novela «La asesina de ojos bondadosos» fue publicada en el año 2009 por la Diputación de Jaén, al obtener el primer premio del Certamen de Escritores Noveles. Ha recibido numerosos premios y menciones en diversos certámenes literarios nacionales e internacionales. Tiene más de una treintena de publicaciones en antologías de relatos editadas en España y México. En septiembre de 2010 vio la luz su libro de relatos «Trece cuentos inquietantes», con la Editorial Hipálage. Se puede ver la presentación de este libro, organizada por el Centro Andaluz de las letras, en el siguiente enlace:
https://www.saladevideoonline.com/centroandaluzdelasletras?video=471
Ha quedado finalista con «El club de las palabras prohibidas» en el certamen de novela juvenil de los Premios Literarios Jaén 2009, convocados por Caja Granada. Esta novela será publicada en 2011 por la Editorial Edimáter. Está incluida como escritora en el Circuito Literario Andaluz, de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. Gestiona un blog literario, El sueño de las palabras, donde se puede leer parte de su obra, reseñas sobre libros, recursos para escritores, reflexiones personales, etc. Se encuentra en esta dirección: https://felisamorenoortega.blogspot.com/
El presente relato está incluido en el libro “Trece cuentos Inquietantes”, de Editorial Hipálage.