QUE CESE EL FUEGO, HOMENAJE A ALFONSO REYES ECHANDÍA
Por Alberto Donadío*
Rendir homenaje a un hombre admirable. No es otro el propósito de estas líneas. Rendir homenaje a Alfonso Reyes Echandía en el 2010, en el vigésimo quinto año de su desaparición. Rendir homenaje a un magistrado integérrimo, sí integérrimo, un término que se usaba más en su tiempo que en los que corren. Ahora se prefiere brillante como elogio, tal vez por contagio del inglés brilliant. Integérrimo es palabra de antaño, de antes de los setentas, y claro no tiene qué ver con el brillo ni con el talento ni con la inteligencia, todos adjetivos que caben al hablar de Alfonso Reyes Echandía, sino con la integridad.
Alfonso Reyes Echandía pereció en la hecatombe del Palacio de Justicia en noviembre de 1985, cuando guerrilleros del Movimiento 19 de abril o M–19 —creado en 1974 por quienes consideraron que el 19 de abril de 1970 las elecciones las ganó el general en retiro Gustavo Rojas Pinilla y no Misael Pastrana Borrero—, se tomaron la edificación sede de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado en la Plaza de Bolívar y exigieron que los magistrados de la Corte Suprema sometieran a juicio, en plena Plaza de Bolívar, al presidente de la República, Belisario Betancur Cuartas, oriundo de Amagá (Antioquia).
Alfonso Reyes Echandía es admirable por la frase que pronunció durante la toma del Palacio de Justicia: «Que cese el fuego». Esa frase la dijo en el fragor del fuego cruzado de las armas de los guerrilleros y de las armas oficiales. La pronunció por teléfono, en una entrevista con Yamid Amat. Es la frase de un jurista, es la reacción de un jurista sometido a un secuestro, de un letrado transportado súbitamente a una batalla campal en el recinto de la justicia, es la apelación de un hombre de leyes para evitar el derramamiento de sangre. Es la invocación que debía hacer el presidente de la Corte Suprema de Justicia. Yamid Amat entrevistó a Alfonso Reyes Echandía porque él era el presidente de la Corte Suprema de Justicia ese fatídico 6 de noviembre de 1985 cuando los guerrilleros se tomaron el Palacio de Justicia asesinando a los vigilantes de la entrada del sótano vehicular, por la carrera octava, disparando con subametralladoras que causaron las tres primeras víctimas del día. Eran las 11 y 40 de la mañana del primer día de la hecatombe, el 6 de noviembre de 1985.
He aquí la transcripción de la conversación de Yamid Amat con Alfonso Reyes Echandía:
YA: ¿Quién habla?
ARE: El presidente de la Corte.
YA: Doctor Reyes, doctor Reyes.
ARE: Sí.
YA: ¿Cómo sabemos que usted realmente es el doctor Alfonso Reyes?
ARE: Yo soy Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia.
YA: ¿Y cómo está la situación, doctor Reyes?
ARE: Mal, necesitamos dramática y urgentemente que cese el fuego por parte de las
autoridades, estamos rodeados del M–19 en varios pisos, en el cuarto piso.
Alfonso Reyes Echandía merece un homenaje como magistrado, como penalista, como tratadista, como profesor, como hombre austero, como hombre de paz, como hombre del derecho, como colombiano que por su propio esfuerzo y por su inteligencia llegó a ser magistrado integérrimo, penalista admirado y presidente de la Corte Suprema de Justicia.
Andrés Holguín, el helenista y egiptólogo, el exprocurador general de la Nación, el exmagistrado y humanista, el poeta y traductor de poetas, escribió el 21 de noviembre de 1985 en su columna del diario El Tiempo:
El presidente de la Corte Suprema, doctor Reyes Echandía, hizo dos peticiones dramáticas, que todos escuchamos por la radio. Primera: Que el Presidente diera la orden del cese al fuego. Era una lúcida petición al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el único que podía impartir tal orden. Segunda: Que por favor clamó al Ejército de la República no se tome el Palacio de Justicia. Con igual lucidez, comprendía Reyes Echandía que se quebraban todas las instituciones si el Ejecutivo ordenaba a las tropas invadir el recinto de la Rama Jurisdiccional. Era el enfrentamiento inconcebible de la Rama Ejecutiva y de la Rama Judicial del poder público. Pues si está dentro de la demente estrategia del grupo subversivo tomar las instalaciones de la Corte y del Consejo de Estado, ello no es permitido a la Rama Ejecutiva, es decir, al Presidente, su ministro de Defensa y el Ejército. El Presidente Betancur no atendió ninguno de estos dos clamores del presidente de la Corte Suprema. Más aún, según parece, no quiso pasar al teléfono para hablar con él. Reyes Echandía debió morir sin lograr entender la actitud del Presidente.
Si el Presidente Betancur hubiera escuchado esos dos gritos de angustia del doctor Reyes Echandía, ordenando el cese del fuego y suspendiendo la orden de ingreso de la fuerza pública al recinto de la Justicia, se habría creado al menos una pausa, un espacio para un diálogo dilatorio, que tal vez habría salvado muchas vidas; aunque esto jamás lo sabremos; es apenas una suposición. Pero esa posibilidad, por vaga que fuera, hacía necesario oír las peticiones del presidente de la Corte, acceder a ellas de inmediato. El Gobierno actuó en sentido inverso; siguió el fuego indiscriminado y los tanques y las tropas penetraron al Palacio de la Justicia —imitando el delirio violento de los subversivos—. Hay cosas que éstos en su inmadurez hacen pero que el Gobierno no puede hacer como matar, incendiar o tomar a la fuerza el Palacio de la Justicia colombiana. La toma y destrucción del Palacio no podía hacerla el Gobierno ni siquiera aduciendo la razón de que con ello trataba de salvar a los magistrados y consejeros.
No se sabe exactamente a qué hora fue hecho prisionero el doctor Reyes Echandía, pero el Tribunal Especial de Instrucción —conformado por Jaime Serrano Rueda y Carlos Upegui Zapata, el primero santandereano y el segundo antioqueño, el primero procurador general de la Nación en los años setenta y el segundo antiguo presidente de Coltejer—, en su informe de junio de 1986, afirmó que después de doblegar la resistencia de los vigilantes y escoltas de los magistrados, los guerrilleros, encabezados por el comandante Luis Otero, subieron al cuarto piso y «aprehendieron al presidente de la Corte, doctor Reyes Echandía y a otros magistrados, en calidad de ´rehenes fundamentales´, en el empeño de que la corporación se reuniera para someter a juicio al Presidente de la República, en persona, o a través de un representante, por hipotético desconocimiento de los acuerdos de paz celebrados con el M–19». Es posible que la prisión del presidente de la Corte haya comenzado poco después del mediodía del primer día fatídico.
El doctor Reyes Echandía quedó secuestrado en el cuarto piso en compañía de ocho magistrados más, todos de la Corte Suprema de Justicia:
Fabio Calderón Botero
Pedro Elías Serrano Abadía
Darío Velásquez Gaviria
Carlos Medellín Forero
Ricardo Medina Moyano
Alfonso Patiño Roselli
José Eduardo Gnecco Correa
Fanny González Franco
Los nombres de los ocho juristas citados, mas el del doctor Reyes Echandía, corresponden a los de los nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia que habrían de perecer en cuestión de unas pocas horas más.
De acuerdo con el informe del Tribunal Especial de Instrucción:
El presidente de la Corte durante toda la tarde sólo se dedicó a clamar por el cese al fuego. La última comunicación telefónica con él la tuvo el presidente del Senado a las 7:15 minutos de la noche. Así lo atestigua el senador [Álvaro] Villegas Moreno. A partir de ese momento no hubo diálogos telefónicos con el doctor Reyes ni con ninguna de las personas concentradas a su alrededor. Pero en el interior del edificio siguieron escuchándose sus clamores, «…por favor no disparen, somos rehenes, les habla el presidente de la Corte Suprema de Justicia…» Los cuales motivaba indistintamente, unas veces, en que se necesitaba asistencia médica para dos señoras embarazadas, y otras, para unos heridos, reclamando angustiosamente la presencia de la Cruz Roja para prestar ese servicio.
Estas súplicas —declaró el consejero de Estado, doctor Valencia Arango— las escuché hasta cuando abandoné el Palacio de Justicia a las 11:30 p.m. del miércoles 6 de noviembre de 1985.
El fuego se desató con mayor fuerza en el ala oriental del cuarto piso, impidiendo la salida de todas las personas que se encontraban en las oficinas de ese sector.
Infortunadamente los desesperados ruegos de Reyes Echandía no se escucharon más, se confundieron con el furor de las llamas. Y con él desaparecieron los ocho magistrados que lo acompañaban y los demás rehenes. La misma suerte corrieron el comandante Otero y los otros insurgentes. Todo quedó en el misterio del fuego.
Los autores de este informe no se aventuran a señalar las verdaderas causas de la muerte de los rehenes y guerrilleros. No se sabe quiénes alcanzaron a morir antes del fuego ni qué pudo haber originado su muerte, pues, no escapó una sola persona de ese piso que pueda ofrecer alguna versión, y en el proceso tampoco aparecen referencias de testigos que hayan podido observar a distancia el desenvolvimiento de los hechos o haber escuchado gritos de auxilio, lamentos u otras exclamaciones en algún sentido. Sobre el particular, como es de rigor, debemos atenernos al dictamen de los médicos legistas y en los correspondientes protocolos de autopsia. Con tres salvedades se lee la expresión reiterada: «Restos carbonizados cuya causa de muerte no pudo ser establecida por autopsia».
En 1987 Belisario Betancur declaró dentro de la investigación por la masacre del Palacio de Justicia que «En todo momento para el presidente de la República hubo una permanente ilusión obsesiva: que la Providencia nos permitiera sacar con vida a los rehenes, reafirmar la prevalencia de las instituciones, recuperar el Palacio de Justicia».
El economista Jorge Child, en su espacio de opinión en El Espectador, comentó: «La Providencia era, en este caso, el ministro de Defensa, general [Miguel] Vega Uribe, cuyo operativo no permitió sacar con vida a los rehenes, ni reafirmar la prevalencia de las instituciones que en un Estado de Derecho deben proteger, ante todo y por sobre todo, la vida humana, ni recuperar el Palacio de Justicia, sino volverlo cenizas con todos sus magistrados y víctimas inocentes que estaban adentro».
En esa misma declaración Betancur afirmó que hacia las 5 de la tardel del 6 de noviembre de 1985 se estableció comunicación telefónica con el doctor Reyes Echandía y que él, Betancur, encargó al general Víctor Delgado Mallarino, «gran amigo del doctor Reyes, para que atendiera la conversación, dado que por las circunstancias especiales en que estaban los magistrados, no consideraba yo prudente hablar directamente con el doctor Reyes. Sí escuché, al igual que todos los allí presentes, la conversación, dado que esta se produjo por el sistema de altoparlante».
Para el periódico El Tiempo, entonces dirigido por Hernando Santos Castillo, con la citación a declarar a Betancur en 1987 «se revive el avispero». La actuación de Betancur durante la toma del Palacio de Justicia fue, según Santos, «su hora de gloria y de espíritu republicano. Tal vez el mejor momento de su gestión presidencial».
Guillermo Cano, el director de El Espectador, en su Libreta de Apuntes del 9 de noviembre de 1986, escrita un mes antes de su muerte, señaló:
Con todo el respeto que tenemos por la memoria del doctor Reyes Echandía, creemos sinceramente que el ilustre magistrado tuvo un instante infortunado al hacer tal petición, que, como antes lo decíamos, no se sabe si fue forzado por los criminales asaltantes o por propia iniciativa. Pero en todo caso, como lo entendimos desde el momento mismo en que la frase fue pronunciada, se colocó al presidente de la República en una posición de grave desventaja susceptible de convertirse, como temíamos que sucediera, en el caballo de batalla para acusarlo de las consecuencias que tuvieron los sucesos del Palacio de Justicia.
Hoy no se recuerda que hubo más de dos centenares de rehenes rescatados. Eso no tiene, para algunos, la menor importancia. En cambio se parte del principio, no demostrable de que si hubiera cesado el fuego la vida de todos los rehenes se habría salvado.
Para Jorge Padilla, columnista de El Tiempo, «cuando era de esperar un gesto como el del General Moscardó pidiéndole a su hijo, en poder de los sitiadores, morir cristianamente, nuestro malogrado Presidente de la Corte, cabeza del Poder Jurisdiccional, en vez de pedir el predominio de las instituciones sobre la vida, lanza desgarradoramente al aire su instinto de conservación».
Sigo pensando como hace veinticinco años que la invocación al cese al fuego cubre de gloria a Alfonso Reyes Echandía. Duele disentir de don Guillermo Cano, honra y prez del periodismo en Colombia, lamento, y cuánto, en esta instancia, apartarme de la opinión de un colombiano admirable como Guillermo Cano, paradigma de la prensa escrita, cuyos editoriales en los años setenta y ochenta fueron para mí el reflejo de mi propio análisis de los acontecimientos. Pero en una revisión lógica de los hechos no cuenta que hubo más de dos centenares de rehenes rescatados, pues ese resultado se conoció al final, nada lo garantizaba, no se desprendía de haber desconocido la invocación al alto al fuego, fue casual, azaroso, impredecible. Se examina la frase de Reyes Echandía independientemente de los resultados del episodio sangriento. Se examina en el instante en que la pronunció. No se puede, porque en efecto muchísimos seres humanos fueron en fin de cuentas, eventualmente, posteriormente, rescatados con vida, no se puede por ello demeritar a Reyes Echandía.
Se examina lo que él dijo por lo que significa, por el momento en que lo dijo. Los muertos pudieron ser más numerosos o menos numerosos. Reyes Echandía habló como habla un magistrado, como habla un jurista, como habla un amigo de la paz y del derecho. Lo hizo con poquísimas palabras, que cese el fuego, utilizando una expresión propia de las guerras, del lenguaje militar, de la diplomacia. Reyes Echandía pidió un alto al fuego.
Si hubiera dicho que quería ser inmolado por la guerrilla habría hablado el lenguaje de la guerra, y tal vez eso era lo que esperaban algunos, o muchos; que retara a los guerrilleros, pero él habló como habla un jurista. Si los guerrilleros lo obligaron a decir lo que dijo, que no está probado, es una suposición, probable, posible, pero de todas formas una suposición, una hipótesis, de todas formas sus palabras fueron las palabras propias de un presidente de la Corte Suprema de Justicia, de un magistrado. Se olvida que él fue la primera víctima del M–19, pues el asalto no fue solamente un acto terrorista contra el poder ejecutivo, contra lo que se llama comúnmente el gobierno; fue en primera y directa instancia un ataque al poder judicial, a la institución cumbre de la justicia.
No se le puede enrrostrar a Reyes Echandía que haya hablado movido por el instinto de conservación, no es ese un baldón, las instituciones no existen sin la vida, la vida humana es el presupuesto de las instituciones. No sabemos si Reyes Echandía pensó en su vida, en la vida de su familia, no sabemos si se acobardó, que es lo que parecen censurable. Tal vez algunos habrían querido escuchar de él una expresión desafiante contra el M–19. Yo escuché la apelación a la sensatez, no sigan disparando, es todo. Tal vez Reyes Echandía estaba pensando no solamente en salvar la vida propia, sino en salvar la vida de todos los rehenes, en detener el avance de un ataque sangriento, creo que simplemente estaba tratando, con cordura admirable en esos instantes, de evitar un mayor derramamiento de sangre. Sigo pensando en el año 2010 que obró de manera admirable. Por eso sus palabras dejaron huella. Calaron pese a lo que afirmó Hernando Santos, el inefable Hernando Santos, porque Santos escribió en el editorial del 6 de noviembre de 1986:
«Culpar a los enloquecidos dirigentes del grupo revolucionario es para algunos una espantable exageración. ¿Por qué no se habló telefónicamente con el Presidente de la Corte Suprema de Justicia? ¿Cómo se permitió la actuación de las Fuerzas Armadas? Estas preguntas se les han convertido en una angustia mental que les sirve también para sepultar en lo más íntimo de su conciencia la responsabilidad de tantos muertos ocasionados por la criminal acción guerrillera»
Se equivoca Hersán, como firmaba Hernando Santos. La angustia mental se deriva no de una absolución a la guerrilla, sino del dolor nacional por la muerte de Reyes Echandía y de tantos magistrados probos y de tantos inocentes: en total 95 muertos comprobados. Se da por descontada la culpa criminal del M–19, pero en el dolor causado por la hecatombe tantos colombianos estuvimos asidos a las palabras de Reyes Echandía porque queríamos devolver la historia, queríamos angustiosamente que el saldo sangriento se hubiera evitado o se hubiera minimizado, anhelábamos que los hechos no se hubieran producido. No era solidaridad con los principales responsables sino el humano sentimiento ante la destrucción, ante la violación, ante el sufrimiento, ante el horror. Muerte, ¿dónde está tu victoria?, parecían inquirir muchos colombianos como San Pablo, en la Epístola a los Corintios: Muerte, ¿dónde está tu victoria?
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