Escritor del Mes Cronopio

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Manuel Gaona Cruz, penalista como Reyes Echandía, externadista como Reyes Echandía, profesor de derecho penal como Reyes Echandía, pero de familia boyacense, a diferencia de Reyes Echandía, envió un mensaje en sus últimos momentos de vida al abogado y periodista Oscar Alarcón Núñez. Lo envió con uno de los rehenes puesto en libertad: «Llame a Oscar Alarcón y al doctor [Fernando] Hinestrosa [rector de la universidad Externado de Colombia] y dígales que no nos dejen morir». Manuel Gaona Cruz pereció en el Palacio de Justicia.

Reyes Echandía, que fue profesor de derecho por largos años, que a la enseñanza del derecho dedicó su vida, al pedir el cese al fuego, dictaba, en muy pocas palabras, en admirable trasunto, su última cátedra de derecho, del derecho entendido como instrumento para la convivencia, para la solución pacífica de los conflictos, de todos los conflictos, de los conflictos entre acreedores y deudores, de los conflictos entre cónyuges, de los conflictos entre naciones. ¡Cómo pudo alguien en algún momento endilgarle debilidad a Reyes Echandía! Su invocación al alto al fuego estaba arropada por su formación jurídica. Él clamaba desde la esencia de su ser jurídico, desde su inconsciente intelectual que era el derecho. Solamente los despabilados pueden pensar que un jurista podía súbitamente adoptar un lenguaje marcial, franquista, guerrerista, guerrillerista, castrense, bélico.

Un año después de la tragedia, el 6 de noviembre de 1986, el magistrado Fernando Uribe Restrepo, presidente de la Corte Suprema de Justicia, y sucesor inmediato de Alfonso Reyes Echandía, pronunció un discurso del cual vale la pena recordar:

En la cruenta batalla del Palacio hace un año no hubo vencedores. Todos perdieron —en especial nosotros— y en último término perdió mucho el país que se iba quedando sin régimen jurídico y sin justicia, expuestas sus instituciones más delicadas y esenciales a la ciega devastación de la violencia que siempre engendra violencia; se desata con facilidad —sólo se requiere arrojo—, pero tiende a volverse incontenible e interminable, como quedó demostrado una vez más.

De los veinticuatro magistrados que integrábamos la Corte en esa infausta mañana del seis de noviembre de mil novecientos ochenta y cinco —una Corte relativamente joven en verdad—, han fallecido catorce a causa o con ocasión de la violencia criminal desatada contra la justicia, y debemos lamentar además dos sensibles pero lógicos retiros. O sea que hoy sólo somos ocho los magistrados que quedamos. La tercera parte de la Corte, en otros términos. A nadie se le ocultan las profundas repercusiones de todo orden que necesariamente tienen tan tremendo impacto en un cuerpo colegiado, en donde se trabaja todos los días hombro a hombro. Y no sólo perdió la Corte, sino también el país y la misma humanidad. Pues nunca nos cansaremos de dar testimonio de la enorme riqueza científica, académica y humana que entonces se perdió.

Alfonso Reyes Echandía, Fabio Calderón Botero, Dante Fiorillo Porras, Manuel Gaona Cruz, José Eduardo Gnecco Correa, Fanny González Franco, Carlos Medellín Forero, Ricardo Medina Moyano, Horacio Montoya Gil, Alfonso Patiño Roselli, Pedro Elías Serrano Abadía, Darío Velásquez Gaviria, Hernando Baquero Borda, Luis Enrique Aldana Rozo.

¡Compañeros inolvidables, juristas inmolados, mártires de la Patria!

[…]

Quiero ahora rendir especial homenaje a la memoria del doctor Alfonso Reyes Echandía, ilustre presidente de la Corte en ejercicio de su cargo hace un año, y a quien correspondió afrontar el despiadado ataque y la inverosímil situación que se siguió hasta su muerte. Y a fe que supo hacerlo con inmenso valor, con dignidad inalterable, pero con la responsabilidad y la angustia de velar por la vida de sus compañeros y de los demás rehenes.

Brilló el jurista Reyes Echandía con luz propia en el exigente y competido campo del Derecho Penal, en el país y más allá de nuestras fronteras, no sólo por su admirable vigor intelectual y por su extraordinario tesón para el trabajo, sino también por su noble y radiante personalidad, que supo proyectar en la cátedra, en el foro, en la Corte y en el hogar. Allí están sus innumerables y agradecidos discípulos, sus amigos, su viuda y sus hijos, y acá estamos sus compañeros de magistratura para dar de ello fiel testimonio.

El artículo del diario El Espectador del 7 de noviembre de 1986, de donde se han tomado los apartes del discurso del magistrado Fernando Uribe Restrepo, trae las siguientes informaciones relevantes:

La misma noche del 6 de noviembre [de 1985] murió el magistrado de la Sala Penal, Dante Fiorillo Porras, impresionado por la suerte de sus compañeros.

El 31 de julio de este año [1986] fue cruelmente asesinado el magistrado de la Sala Penal, Hernando Baquero Borda, por unos sicarios de la mafia del narcotráfico.

En octubre pasado falleció en un hospital de Houston, Estados Unidos, el vicepresidente de la Corte, Luis Enrique Aldana Rozo, víctima de dolencias cardíacas, luego de sufrir enormes presiones y amenazas de muerte por parte de los capos del narcotráfico.

Alfonso Reyes Echandía también quería vivir cuando pidió el cese al fuego. Según declaración que rindió posteriormente el ministro de Justicia, Enrique Parejo González:

«Pasó nuevamente Reyes Echandía [al teléfono] y con voz implorante le solicitó al general Delgado Mallarino que por favor diera la orden de cese al fuego. ´Nos van a matar, ustedes no pueden permitir que nos maten´. El general Delgado le respondió que lo volvería a llamar. […] Conmovido por el acento lastimero del doctor Reyes Echandía, yo propuse que se me permitiera conversar con Andrés Almarales, de quien yo sabía que estaba dirigiendo la toma del Palacio de Justicia. El presidente y los ministros presentes aprobaron mi propuesta y se intentó la comunicación al mismo teléfono donde se había conversado con Reyes Echandía entre las 5 y 30 y las 6 de la tarde. Momentos antes se tuvo información del director de la Policía en el sentido de que el GOES estaba intentando penetrar al cuarto piso del edificio desde la azotea, pero que era necesario derribar una puerta de hierro y estaban buscando el explosivo necesario para lograrlo. […] Se marcó el número de teléfono donde se sabía que estaba Reyes Echandía para tratar de localizar a Almarales y el teléfono sonó ocupado; se repitió unas dos veces y ocurrió lo mismo; se marcó el número de teléfono correspondiente de al lado y no respondió nadie; se volvió a marcar el primero y esta vez, a pesar de que se le dejó timbrar largo rato, nadie contestó al otro lado de la línea. En esos momentos entró el general Delgado con un walkie-talkie en la mano anunciando que le acababan de comunicar que ya se había logrado penetrar al cuarto piso. Yo protesté enérgicamente por lo que califiqué un desacato a lo acordado por los ministros con la aquiescencia del señor presidente».

Se muy poco de la vida de Reyes Echandía, no fui amigo suyo, lo traté y lo conocí breve y fugazmente hace treinta años. Viajé con él a Quito en 1980 a una reunión de los miembros de la Comisión Andina de Juristas, él en representación de Andrés Holguín, que le pidió a Reyes Echandía que lo representara en la reunión, yo como secretario general de la CAJ. Me encontré otra vez con el doctor Reyes Echandía en el restaurante Scheherazade de la calle 12 al oriente de la carrera séptima, allí el almorzó un quibe con Colombiana sentado en la barra antes de subir a dictar clase en el Externado. Salvo pues esos dos momentos no tuve trato con él, pero conozco un detalle, un detalle mínimo, un detalle efímero, que me inclina a pensar que sí quería sobrevivir a la hecatombe.

Fui amigo del alma de Miguel Lleras Pizarro, desde cuando era presidente del Consejo de Estado en 1976 hasta su muerte temprana en 1980. Hoy, treinta años después, sigo sintiendo su presencia, esa combinación de dulzura y encanto en el trato personal y la más aguda y afilada irreverencia cuando se refería a terceros. Don Miguel, como yo lo llamaba, no había estado nunca en Europa. La primera vez que estuvo en Europa fue a comienzos de 1980, pocos meses antes de morir. Viajó con su familia y lo acompañamos mi novia y yo. Con motivo del viaje, en los preparativos del mismo, o tal vez durante el viaje, me contó Don Miguel que Alfonso Reyes Echandía le había dicho alguna vez cuánto a él, le gustaban los viajes en los trenes europeos y cómo se deleitaba sentándose a almorzar o a cenar en el vagón restaurante. Con absoluta seguridad se puede afirmar que es imposible que Reyes Echandía haya recordado ese placer elemental de cenar en un vagón restaurante de un tren europeo durante el tiroteo que se vivía en el Palacio de Justicia. Pero que él alguna vez, en 1980, cinco años antes de su muerte, le haya hablado de ese placer que sentía a otro magistrado, me ha llevado siempre a creer que en la trastienda de la invocación al alto al fuego, inconscientemente, sin pensarlo, sin evocarlo, sin recordarlo, Alfonso Reyes Echandía quería vivir para algún día volver a sentarse a manteles en un vagón restaurante. Cuatro días antes de la toma del Palacio de Justicia, Alfonso Reyes Echandía estuvo en Bucaramanga como invitado a un congreso de abogados. Se reunió con Alberto Luis Suárez Santos, en ese momento notario primero de Bucaramanga, y amigo suyo desde San Gil, cuando ambos fueron profesores en el Colegio Guanentá en los años cincuenta. El presidente de la Corte le contó al notario que próximamente viajaría a Europa a dictar conferencias de derecho penal en distintas universidades de Madrid, París, Roma y Florencia, precisándole que la Corte ya le había otorgado la licencia para el viaje.

El cese al fuego que pidió Alfonso Reyes Echandía, lo olvidan muchos, estaba en consonancia con la frase que estaba grabada a la entrada del Palacio de Justicia: «Esta casa aborrece la maldad, ama la paz, castiga los delitos, conserva los derechos, honra la virtud».

¿Cuál es el sentido de evocar y de honrar, cuando han pasado tantos años, el cese al fuego que pedía Alfonso Reyes Echandía? El incendio y la destrucción del Palacio de Justicia se consumaron. El edificio mismo fue luego arrasado. La muerte de casi un centenar de personas fue luctuosa tragedia. Más de una decena de desaparecidos, lo han venido comprobando las investigaciones todos estos años, salieron con vida del Palacio de Justicia y después la perdieron por obra de agentes oficiales, entre ellos los empleados de la cafetería y el magistrado auxiliar del Consejo de Estado, Carlos Horacio Urán. La hecatombe se consumó, muchos artículos y libros se publicaron y se han seguido publicando, la tragedia estuvo y está allí, es irremediable. ¿Por qué entonces centrarse en una frase? ¿Qué significado pueden tener unas palabras del presidente de la Corte Suprema de Justicia? El significado de que durante veinticinco años han brillado como el gesto noble, como el gesto extraordinario, como el empeño efímero pero valiente de preservar la vida tan pronto se le dio licencia a la muerte. Las palabras de Reyes Echandía han permanecido vigentes desde cuando de los magistrados solamente quedaron restos carbonizados. No fueron eficaces en cuanto no pudieron contener la destrucción. Sin embargo, fueron el símbolo del derecho y de la paz y de la vida ese 6 de noviembre de 1985. Fueron el intento de un hombre de oponerse a las subametralladoras del  M–19 y a los tanques del ejército.

Desde 1985 el presidente de la República, sus ministros, los generales, los oficiales del ejército, han estado tratando de justificarse, de explicarse, de inculparse unos a otros, han dicho que el operativo fue exitoso pues se salvó la democracia, maestro, se protegieron las instituciones, se rescató a doscientas personas. El único que no ha tenido que justificarse es Reyes Echandía. Su invocación a la cordura, si ineficaz, inservible, teórica, ilusa pero alta y noble, es la excepción de conducta humana en horas de muerte, de angustia, de zozobra, de incendio, de guerra, la oposición humana a lo que todos llamaron la acción demencial de la guerrilla.

¿Qué habría sucedido si se aceptaba el cese al fuego? Caben solamente hipótesis. Una de ellas, que analiza las consecuencia de negociar, la formuló don Guillermo Cano Isaza el 17 de noviembre de 1985:

Ahora, cuando todo está consumado, resulta de una facilidad inaudita sustituir las responsabilidades irrenunciables que le correspondieron al primer magistrado de la Nación, en esos momentos críticos, para decir: «Yo habría dialogado», «yo habría negociado» […] La ocupación violenta, a sangre y fuego, del Palacio, meticulosa, detalladamente preparada, demostraba que los propósitos subversivos eran los de mantener a Colombia y a los colombianos por largas horas, por muchos días, pendientes de sus órdenes, de sus consignas, de sus caprichos, que nos traigan comida, que entren medicinas, que nadie pise sin permiso el ´territorio libre de la subversión´, nada menos que el Palacio de Justicia de Colombia. Un desgaste tal no lo asimila ni puede tolerarlo una nación que tiene establecido un ordenamiento democrático, imperfecto si se quiere, pero elegido y escogido libremente por la mayoría de sus ciudadanos. Hoy, ¿cuántos de los que enjuician implacablemente el epílogo sangriento de la toma, que a sangre comenzó del Palacio de Justicia, no lamentarían que el país estuviera, de hecho, en poder de un grupo de terroristas dispuesto a matar sin contemplaciones ni reatos de conciencia, a juzgar al propio presidente de los colombianos, a obligar a los magistrados de la Corte Suprema a fallar, con el revólver apuntando a sus sienes, los procesos que fueran del interés de los secuestradores, a usar y abusar de la radio y la televisión para incendiar el territorio nacional, a dispensar el don de la vida o negarlo, según su capricho, a los aterrorizados y maltratados rehenes?

Se puede aceptar que un simple cese al fuego, no una negociación, podría haber conducido a los extremos que señaló don Guillermo Cano, podría haber llevado a que los guerrilleros se apoderaran indefinidamente del Palacio de Justicia, matando, hipotéticamente, uno a uno a todos los magistrados y los rehenes. Empero, la invocación de Reyes Echandía debe juzgarse no por la forma como pudiera haber sido objeto de abuso y aprovechamiento por parte de los secuestradores, sino por sí misma, como una tercera voz, distinta a la paramilitar de la guerrilla y a la militar de la fuerza pública. Por ende, era vigente, sigue vigente, era la invocación a no proceder por el camino iniciado, a acallar el fuego, a ponerle fin a una carrera mortífera.

El cese al fuego que pidió el presidente de la Corte Suprema de Justicia estaba enmarcado en la toma del Palacio de Justicia, se pronunció en un día y a una hora precisas, tenía un contexto inmediato. Pero ha adquirido, con el correr de los años, los visos de una invocación histórica. Se ha convertido en la admonición permanente de que solamente sin fuego, sin el horror del fuego de las armas, se puede, se debe, vivir en Colombia.

La realidad de la sangre derramada, de los horrores inenarrables, de las masacres de campesinos, de las tragedias execrables registradas en Colombia a partir de 1985, puede hacernos pensar que es una admonición inane, que en efecto triunfó la otra filosofía, aquella según la cual la violencia es la partera de la historia. Empero, el cese el fuego sigue siendo el ideal, sigue siendo la invocación contra la barbarie, sigue siendo la aspiración civilizada.

El legado de Alfonso Reyes Echandía, abreviado en cuatro palabras, es testimonio del poder de las palabras. Del poder de las palabras como condena a la barbarie, de su poder para hablarnos del pasado al presente. Hay otra figura histórica que murió como Reyes Echandía pocas horas después de pedir el fin de la guerra. Fue monseñor Oscar Arnulfo Romero, el arzobispo de El Salvador asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la misa. La víspera, que fue domingo, durante la homilía en la catedral, monseñor Romero hizo un llamamiento a las tropas:

Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: no matar […] Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios […] Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla […] Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado […] La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas de sangre […] En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!

Sí, los tanques del ejército derribaron la puerta del Palacio de Justicia ese día aciago de 1985, pero su victoria fue efímera, mecánica. ¿Son esos tanques los símbolos sobre los cuáles se construye la nacionalidad? ¿Deben aparecer en el escudo? ¿Reemplazar el gorro frigio? ¿Alguien estima que una réplica de las tanquetas debe colocarse en el Museo Nacional? ¿Son las subametralladoras de los guerrilleros el ideal de vida de una nación? Jamás. Creo, con Antonio Copello Faccini en su libro Violencia, justicia y olvido:

Nada más cierto en Colombia y en el mundo que la justicia es la
verdad y que si ella desaparece la paz queda reemplazada
por la violencia. (p. 55)

Al referirse a las víctimas que perecieron en el cuarto piso, el Tribunal Especial de Instrucción afirmó que se presentó una «casi total ausencia de los cadáveres», lo cual dificultó la identificación. En un caso la identificación se logró por «estetomía longitudinal suturada con alambre», denominación técnica de unos ganchos para sostener las costillas utilizados durante una intervención quirúrgica del corazón de la persona que había muerto. En otros casos la identificación se hizo casi exclusivamente por las pertenencias. Señaló el informe del Tribunal: «Sorprendentemente, en los casos de los magistrados Reyes Echandía y Gnecco Correa, sus documentos de identidad personal se conservaron casi intactos; en los demás fue posible [la identificación] o por una argolla de matrimonio o por adornos o hasta por ciertas prendas íntimas».

Continúa diciendo el informe: «En las autopsias de los magistrados Reyes Echandía y Gnecco Correa se dice que ´presenta heridas por arma de fuego en la región subescapular a la altura del quinto arco costal´ el primero, mientras que en el segundo, ´a los Rx se evidencia proyectil de arma de fuego el cual se aloja a nivel peritoneal entre las asas delgadas´». En otras palabras, ambos fueron baleados. La bala nueve milímetros hallada en el cuerpo de Reyes Echandía no correspondía a ninguna de las armas utilizadas por el  M–19 para el asalto.

Reyes Echandía no fue el único magistrado que, cautivo, pidió el cese al fuego. Así lo afirmaron los familiares de los magistrados Ricardo Medina Moyano, José Eduardo Gnecco Correa, Carlos Medellín Forero, Manuel Gaona Cruz y Pedro Elías Serrano, en carta que dirigieron al presidente Betancur un par de semanas después de la tragedia:

Repudiamos también su repentina, desconocida y, en todo caso, inoportuna intransigencia, su negativa al diálogo, no con los subversivos, sino con nuestros padres, con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, cuyos llamados por el inmediato cese al fuego usted desoyó. Comprenda, señor presidente, que no se trataba de una súplica. Era la orden imperiosa ineludible impartida por alguien que estaba a su mismo nivel jerárquico dentro de la estructura democrática. Creemos que al desconocer la altísima autoridad de quien impartía esa orden usted estaba lesionando la democracia que pretendía salvaguardar, la Institución que pretendía defender. ¿Acaso no resuenan en sus oídos, señor presidente, las palabras de nuestros padres? «Que cese el fuego inmediatamente, divulgue ante la opinión pública, esto es urgente, es de vida o muerte, por favor, que el presidente dé finalmente la orden de cese al fuego», ordenaba Alfonso. «Creo que el principio de cualquier arreglo es que no haya más disparos, entre las balas es imposible dialogar ni hacer arreglo», sentenciaba Carlos, y sus palabras fueron libres e independientes como siempre lo fue su pensamiento. Así lo manifestó Ricardo: «No hemos recibido amenazas ni presiones, repito, no nos han amenazado. Hemos actuado con absoluta libertad». Nosotros sí los escuchamos. Repudiamos, señor presidente, su indolencia y su frialdad al negarse a hablar con nuestras madres, hoy viudas de la justicia debido a la injusticia. Horas y horas trataron angustiadas de llegar a su corazón. En vano. ¿Es que no le merecían, nos preguntamos indignados, la suficiente consideración y respeto? ¿O acaso temía que atender a las esposas de los magistrados podría desvertebrar la idea de democracia que usted tiene? ¿Cómo es posible que usted anteponga «las instituciones» a la vida humana?

“La voces del fuego”: La toma del Palacio de Justicia”. Cortesía Canal Caracol. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=c_4a9PNJyRg[/youtube]
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* Aberto Donadío nació en Cúcuta, Colombia. Se graduó de abogado en la Universidad de Los Andes. Es uno de los pioneros del periodismo investigativo en Colombia. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y el Premio de Periodismo del Círculo de Periodistas de Bogotá. Entre sus libros publicados se destacan: El montaje, Los farsantes. Banco Andino: el fraude que nunca existió, Galvis Galvis o el carácter; y en coautoría con Silvia Galvis: Colombia Nazi y El Jefe Supremo.

El presente texto hace parte de su último libro «Que cese el fuego. Homenaje a Alfonso Reyes Echandía», publicado por Sílaba Editores.

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