EL CARTEL DE BAGRAM: EL ARGENTINO QUE VENCIÓ AL PENTÁGONO
Por Gustavo Sierra*
¡MATA EL MIEDO, BRO!
Los katyusha pasan a la velocidad de un rayo por encima de su cabeza y van a dar directamente al techo del depósito de suministros. La explosión obliga a John, primero a agacharse y después a meterse debajo de un humvee. Su cabeza parece reventar por una mezcla de miedo, confusión, ruido y olor nauseabundo. El polvo se mezcla con el vapor de la gasolina barata. Uno, dos, tres. Fuuuuummm. Cuatro, cinco, seis. Bro-oouuuumm. Los misiles van pegando uno a uno contra la estructura de metal. La explosión deja un humo verde. Las chapas saltan para todos lados. Los guardias del portón de entrada a la base toman posición de inmediato pero no saben a qué disparar.
La sirena de alarma suena con cierta disfonía. Entra en los oídos como el chirrido del acero. Otros soldados corren de un lugar para otro. Una ametralladora pesada ubicada en una torreta a unos diez metros de altura comienza a disparar. Tacatetacatacatetaca. Y los guardias la siguen con sus M–16. Recién en ese momento, John logra ver una columna de humo negro que aparece por detrás de la colina de Mahigit, probablemente a un kilómetro o dos de distancia. Los disparos ahora son dirigidos hacia ese lugar. También son inútiles, en general los talibanes montan los pequeños misiles chinos en una lanzadera y escapan. Lo hacen muy frecuentemente. Hace dos semanas la lanzadera estaba arriba de un pequeño carro tirado por un burrito. La combustión de la salida de los katyusha prendió fuego a la cola del animal que comenzó a correr y los misiles se dispararon para cualquier lado. Murieron tres afganos inocentes que pasaban por allí de regreso de su trabajo en el campo, entre ellos una niña de once años.
Esta vez, los misiles deben haber salido de un lugar más firme. Están dando en el blanco predeterminado pero no causan un daño severo. Los soldados de la guardia ya se preparan para ir tras los atacantes. Cuando John se da vuelta logra ver del otro lado, en la calle principal de la base, un movimiento absolutamente inusual. Dos hombres que parecen sargentos o cabos se mueven como si fueran comandos participando del ataque. Son claramente suboficiales estadounidenses. Van casi arrastrándose pero a gran velocidad. Parecen haber entrado en ese instante a la base. Llevan unas bolsas negras en la mano. Aprovechan la confusión para escabullirse entre los camiones estacionados y desaparecen en el camino que lleva al sector UX–1, mejor conocido como la funeraria —donde apilan los cadáveres de los caídos en combate; allí los meten en cajones que subirán al Hércules o a un Galaxy más pequeño, que primero los llevará a una base en Alemania y luego a Dover, en Delaware, desde donde los repartirán a diferentes ciudades perdidas del medioeste y el sur de Estados Unidos. Muy pocos, casi ninguno, van hacia Washington, al más honorable cementerio de Arlington—. Los dos hombres no parecen estar huyendo del ataque. Están en una misión particular. «Fucking, hijos de puta», piensa John. «¿Qué están haciendo estos? ¿Qué contienen esas bolsas? Seguramente es heroína. Tiene que ser heroína —se dice a sí mismo—, mientras recuerda que vio a un sargento charlando amablemente con un haji (como los soldados estadounidenses llaman a cualquier local) y recibiendo un paquete envuelto en una bolsa de plástico negra». La heroína es el producto más valioso en poder de los afganos.
Pero no pudo reparar en el asunto más que unas fracciones de segundo. Los muchachos de la patrulla de incendios ya están trabajando con el camión de espuma que tienen siempre estacionado en esa zona. En tres minutos todo es una gran humareda pero ya no hay fuego. John tiene que alistarse en ese lugar lo antes posible. Es el encargado de suministros y uno de los jefes del depósito más importante de la base de Bagram, en el corazón de Afganistán, y debe estimar los daños. Sale por debajo del humvee y da una última mirada hacia la funeraria. No ve nada que no sea una sombra gris amarronada de las que cubren el desierto afgano.
Una partida de colchones arruinados, también una tonelada de botellas de Coca-Cola alcanzadas de lleno por uno de los katyusha. El líquido marrón corre por las alcantarillas y las enormes moscas afganas ya están borrachas de azúcar. Varias cajas de botas, de esas de goma y lona que le dan a los reclutas, también quedaron estropeadas. Hay que reparar un sector importante del techo y limpiar. Habrá que fregar por al menos dos o tres días seguidos. John anota todo meticulosamente en unas planillas. Es contador. Logró estudiar entre su primera misión en Bosnia y este regreso forzado por las guerras de George W. Bush. Sabe que la clave de su trabajo y de la organización interna de la base y el ejército está en esos números precisos que él y muchos otros burócratas militares colocan en las planillas enviadas por el Pentágono. Mientras cuenta exactamente cuántas botellas de gaseosas se destruyeron ve en el fondo del galpón a un sargento negro que se llama Luther, pero que todos conocen como TJ, quien compone raps en los que se mofa de la vida militar y pone a parir a los jefes más duros. Los canta con voz de borracho cada vez que hay un momento de dispersión en la barraca de los chocolate. Así le dicen los hispanos a los negros, generalmente precedido del clásico fucking. Curiosamente, los hispanos son los brownies para los blancos —como el viejo George Bush bautizó directamente a sus nietos, hijos de una colombiana— y los negros les lanzan algún wet back (espalda mojada) por haber cruzado ilegalmente el Río Bravo. Los negros tienen un estatus en el ejército estadounidense que les permite hacer lo que ya no pueden en las calles de los guetos de Nueva York, Chicago o Los Ángeles porque allí los latinos superan en número a los negros. Las bandas de los Bloods o los Crips fueron largamente sobrepasadas en violencia y horror por la Mara Salvatrucha o la Mara 18. En el ejército, los negros lograron mejores posiciones que los hispanos. Por ahora. Y ahí, a unos metros de donde está John, hay un ejemplo muy raro de convivencia, una escena pocas veces vista en la base. El sargento TJ está bromeando con un coronel blanco que lo dobla en edad. Y si la sombra gris amarronada no lo confunde, John cree que TJ es uno de los dos hombres que entraron a la base aprovechando la confusión del ataque de los talibanes y se perdieron en la zona de la funeraria.
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Juan Torres, el cordobés, el padre de Juancito, de John como le dicen desde que llegaron a los Estados Unidos, está en la otra punta del mundo, sirviendo un banquete en el hotel donde trabaja en el centro de Chicago. Hace ya casi un año que no ve a su hijo pero piensa en él todo el tiempo. No deja de preocuparse nunca. Cada vez que escucha la palabra Afganistán, en una radio o un televisor salta a subir el volumen. Hoy, una vez que pasen el postre va a hablar un famosísimo periodista del Chicago Tribune sobre la guerra y no quiere perderse nada. Él es el ‘banquete captain’ y tiene a su cargo veinte camareros. Debe lograr que todo salga perfecto para relajarse en el momento en que comiencen a servir el café. En ese instante, podrá pararse en un costado del salón y escuchar. Necesita saber qué le puede pasar a su hijo. Necesita entender por qué John y otros miles de chicos están en Afganistán.
Juan es un tipo sencillo, de trabajo, asado argentino —cuando logra conseguir un poco de carne buena en un barrio latino del Este de Chicago—, partidos de fútbol, algún mate cuando se acuerda de comprar yerba y muchas, muchas horas de trabajo.
Antes ni siquiera tenía tiempo para leer los diarios. A veces veía algún noticiero de televisión. En el auto, escuchaba las noticias locales por la radio. Pero ahora, se abalanza sobre cada periódico que dejan por ahí tirado los huéspedes. Y sigue las noticias con la atención de un chico de la Segunda Guerra Mundial que avanzaba banderitas sobre un mapa de Europa acompañando la movilización de las tropas y las descripciones de las batallas.
—Fijáte la mesa seis, Horace. Nilda, apuráte que ya están terminando el segundo plato —va ordenando y controlando Juan mientras los meseros pasan con las bandejas—. El equipo de banquetes tiene la misma composición racial que el resto de la fuerza laboral de los hoteles de Chicago. El 70% hispanos, 25% negros y algún estudiante blanco perdido por allí trabajando para pagarse la universidad. Juan es el jefe porque siempre fue el más trabajador y porque tiene más de veinte años de experiencia en desayunos, almuerzos, cenas, casamientos, despedidas y seminarios en varios hoteles de Houston, en Texas. Cambió la calidez del sur por el frío de Chicago cuando lo llamó un antiguo jefe para ofrecerle casi el doble de sueldo de lo que ganaba. No lo pensó. Tenía que pagar los estudios de sus dos hijos. La chica estudiaba arquitectura y es una carrera muy cara. John cometió el error de enrolarse en el ejército cuando no había cumplido todavía 18 años, tuvo la suerte de que lo dejaran ir a estudiar y terminar su carrera de contador. Ahora, le faltan seis meses para cumplir con el contrato, planea casarse con una texana y trabajar en una de esas grandes firmas que hacen controles de empresas en todo el mundo desde algún pueblito en Arkansas u Ohio.
—¡Vamos, vamos, Erick! —ordena Juan en voz baja pero insistente y con un tono demasiado nervioso para este hombre muy calmo—. Hay tensión también en el auditorio cuando en general se trata de una formalidad: un almuerzo con un discurso al final de alguien que cuente algo que se pueda olvidar en un rato. El encuentro está organizado por los inversionistas de una compañía internacional de compra y venta de casas con sede aquí en Chicago. En la mañana, ya se dieron los balances y están todos contentos porque se van a llevar unas buenas ganancias este año. El consejero delegado, un gordo enorme de traje beige y corbata Dior rosa a rayas, ya dio su discurso y a todos les pareció que el plan de expansión que propone va a funcionar muy bien. También habló un economista sobre las subprime, quien explicó cómo las hipotecas van a estar disponibles para todos en los bancos con lo que la actividad de bienes raíces vivirá un boom extraordinario.
Para los postres, los agentes inmobiliarios siempre se guardan la charla del invitado, un conferencista que los ilustra sobre algún tema alejado de sus realidades cotidianas. Todavía recuerdan cuando, una vez, en los ochenta, trajeron a Jane Fonda y los hizo hacer a todos un workout. Otra vez llevaron a John Young, un ex astronauta del Apolo XVI, de quien nadie recuerda que fue uno de los hombres que más tiempo pasó caminando en la luna. Este año necesitaban a alguien que les hablara un poco de las guerras, ya pasaron más de dos años de la invasión a Afganistán y casi un año de la de Irak. Y las cosas no van muy bien. Para eso está ahí esperando pacientemente Ken Mattling, del Chicago Tribune, que acaba de regresar después de seis meses en Bagdad. Y uno de los más entusiasmados por escucharlo no es ningún agente inmobiliario, sino el captain de este salón Nebraska del hotel Enterprise, cerca de la North Michigan Avenue. Cada vez que se menciona la guerra, a Juan le empieza a dar un dolor en la boca del estómago. Ya sabe que es nervioso. Cuando escucha algo sobre Afganistán, se le nubla la vista y se le aparece muy claramente la cara de su hijo John en uniforme en la base de Bagram. Y, ahora, para empeorar la situación, hace tres días que no recibe un correo electrónico de él.
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Bagram fue un típico y muy antiguo pueblo de la Ruta de la Seda hasta que a los soviéticos se les ocurrió levantar ahí, en la conjunción de los valles de Ghorband y Panjshir, a 60 kilómetros de Kabul, su principal base aérea. El Kremlin había ordenado, en 1979, la invasión de su país vecino olvidando que los afganos jamás pudieron ser conquistados. Los británicos lo intentaron dos veces en el siglo XIX y fracasaron. Los soviéticos tuvieron que emprender una vergonzosa retirada en 1989 tras una guerra contra los muyahaidines (milicianos musulmanes) venidos de todo el mundo para pelear la Yihad (guerra santa) financiada por la CIA. Fue la última de las batallas de la Guerra Fría y Bagram, uno de los escenarios finales. En uno de los pocos viajes que John hizo hasta Kabul, pudo ver toda la parafernalia militar soviética que todavía queda por ahí convertida en chatarra y desechada al costado de una ruta plagada de minas antipersonales.
De todos modos, como en el resto de Afganistán, en la memoria de los campesinos permanece el recuerdo de la grandeza de tiempos inmemoriales. Bagram ya existía cuando llegó Alejandro el Grande en el 320 A.C. y la rebautizó como Alejandría del Cáucaso. Antes había estado en manos persas y luego llegó a las de varias dinastías indias. En el primer siglo de nuestra era, pasó a denominarse Kapisa. Ese fue su nombre hasta el medievo. Los pashtunes, que aún dominan esa zona, le devolvieron su nombre. Los soviéticos la convirtieron en una fortaleza militar. Al finalizar la guerra afgano–soviética, fue tomada en sucesivas olas por diferentes grupos de combatientes. Osama Bin Laden la usó como uno de sus campos de entrenamiento entre 1995 y 2001. Las fuerzas especiales británicas se apoderaron de Bagram inmediatamente después de la caída del régimen talibán tras los atentados del 11/S. Los estadounidenses la convirtieron enseguida en su mayor base de operaciones y centro de detención e interrogatorio de prisioneros. Comenzó a conocerse como «el otro Guantánamo».
John, así como el 90% de los soldados y oficiales de la base, tiene prohibido traspasar el muro beige y el portón verde que es el corazón del JSOC, el Joint Special Operations Command, y la DIA, la Defense Intelligence Agency, que custodia a los prisioneros de guerra que llegan a la «cárcel negra» para ser interrogados. Es un lugar amplio repleto de pasillos, recovecos y subsuelos donde se contaron hasta setecientos prisioneros en un mismo momento. Nadie sabe muy bien cuántos hombres pasaron por esas mazmorras en los últimos años. Los más importantes, o a los que se cree que les pueden sacar más información sobre las actividades de la red terrorista Al Qaeda, van a Guantánamo. El resto puede pasar ahí años sin una sola visita y sin que el Comité Internacional de la Cruz Roja los pueda ver. Todo eso está muy por encima de la nariz de John. Nunca se cruza con los interrogadores o guardias de la prisión negra. Ellos viven, comen y tienen sus recreaciones fuera del alcance de los soldados, suboficiales y oficiales que deben mantener en funcionamiento esta enorme base de 132.000 metros cuadrados, sus tres hangares, el edificio de la aduana, la torre de control reconstruida después de ser impactada por misiles de todos lados, y la pista capaz de recibir hasta los Boeing 747 de la transportadora de carga Kalitta Air —una de las tantas compañías de la CIA—, además de toda la flota aérea estadounidense estacionada junto a los 53.000 soldados que llegaron a Afganistán.
John no está preocupado por todo eso. Sabe que forma parte de la operación para destruir las redes terroristas de los radicales islámicos y él es apenas un pequeño engranaje dedicado a contabilizar la entrada y salida de suministros. Lo que le preocupa a este soldado de origen argentino son esos raros movimientos de suboficiales entrando y saliendo de la base con bolsas de heroína. En algún momento podría venirse todo contra él. ¿Qué pasaría si descubren en su galpón que alguien ocultó drogas? Conoce muy bien a sus compañeros que salen casi todos los sábados a comprar heroína a treinta dólares la bolsa, en el mercado que está ahí no más en la puerta de la base. Sabe que muchas veces esos mismos muchachos se roban equipos y ropa para cambiarla por la droga. Eso es evidente por la cantidad de chalecos antibalas, cuchillos de guerra, binoculares, botas y hasta chaquetas del uniforme que están a la vista para la venta en los puestitos del mercado. Todo eso salió de la base y fue transado por la mercadería más valiosa que tienen para ofrecer los afganos. Este es el país con la mayor plantación de amapolas en todo el mundo. Aquí se produce opio desde que el rey mongol Babur dominaba estas tierras. El opio se fumó en Asia por siglos hasta que llegó a Europa. Del opio se destiló el láudano en la Edad Media hasta que se descubrió la morfina y posteriormente la heroína. Hoy, Afganistán produce 90% de toda la heroína que anda por el mundo. Y se puede conseguir en Bagram o Kabul o Kandahar a menos de un dólar la dosis. Trasladada a las calles de París o Nueva York, el mismo sobrecito puede costar más de cien dólares. Afganistán es el paraíso de los heroinómanos y si encima se consiguen un pasaje gratis para llegar hasta allí y la cobertura de un uniforme militar, es mejor que Disneylandia para un niño de ocho años. John leyó en Internet reportes de que en Vietnam hasta 20% de los soldados se convirtieron en adictos. Y dicen que en Irak y Afganistán se ocultan los datos pero hay al menos 5% de veteranos tratados en las clínicas de rehabilitación. Él mismo tiene un compañero de unidad que fue enviado de urgencia a Los Ángeles para recibir un tratamiento con metadona. Y hay otros tres que se inyectan cada dos o tres días cuando tienen guardia o los envían a patrullar. «¡Mata el miedo, brother!», dice siempre uno de los chicos, un hispano de origen nicaragüense criado en California.
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