Escritor del Mes Cronopio

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Pero a John tampoco le preocupan tanto esos chicos porque sabe que son adictos y que, probablemente, se estarían dando con alguna droga en cualquier lugar del mundo. Está intrigado con lo que están haciendo los que entran a la base con bolsas llevando kilos de heroína. «Eso no es para uso personal. Eso es para traficar. ¿Para qué llevan las bolsas hasta la funeraria? ¿Cómo las sacan de la base? ¿A dónde las trasladan?». Todas esas preguntas le dan vueltas por la cabeza cada vez que se topa con una escena como la del ataque de los talibanes, aprovechado por los sargentos para ingresar la droga sin ser revisados. Y son los mismos cuestionamientos que lo perturban cada vez que se tira en su camastro por la noche. Respira profundo en un ejercicio improvisado para relajarse y olvidar. Abre el frasco que le dio esa mañana el médico de la base y se toma la pastilla para prevenir la malaria. Las tiene que tomar todas las semanas. A veces, también usa el inhalador que tiene para cuando se está quedando sin aire por el asma. Es un chico absolutamente sistemático. Es un buen contador hasta para seguir las órdenes de los médicos. Está más tranquilo. Se duerme y sueña con mujeres que vuelan envueltas en bolsas de plástico hasta que llegan a un paraíso blanco, tan blanco que todo se desvanece.

* * * * *

Cuando anuncian a Ken Mattling del Chicago Tribune se escucha un aplauso débil en el salón Nebraska. El propio Juan se tiene que reprimir y deja de aplaudir porque no ve a nadie a su alrededor que se haya preocupado por dejar la charla con los de su mesa. Juan se acomoda la manga derecha del saco negro que siempre lleva en estas ocasiones, da una última mirada para estar seguro de que no haya nadie que se quede sin café. Se ocupa de ordenar a Melanie —una estudiante de artes de la Universidad de Chicago que se gana unos dólares sirviendo en el hotel dos o tres veces a la semana—, que haga otra ronda de café para los que están en una mesa de la punta y que parecen más distraídos que el resto. El periodista ya está en el pódium contando el primer chiste de rigor acerca de lo bueno que estuvo el almuerzo y la porquería que tenía que comer en Irak cada vez que salía embedded —una figura in- ventada por el Pentágono para los periodistas que acompañan a las tropas— con alguna unidad de combate.

«Me traje una de las bolsas a casa. En la parte externa decía que se trataba de un meatloaf (pan de carne) con puré de patatas y strudel de manzana. La abrí para impresionar a mi mujer y mis hijos. Melanie corrió al teléfono para llamar a emergencias. Los chicos dijeron que se irían a dormir sin comer. Vic, mi perro ovejero alemán, salió gimiendo con la cola entre las patas. Tuve que llamar a una unidad de la alcaldía especializada en recoger residuos tóxicos para que se llevaran la bolsa. Los vecinos creen que me traje material radioactivo de Irak», dice Ken haciéndose el gracioso para matizar la charla porque sabe que lo que viene puede deprimir a más de uno.

Hace una larga pausa. Espera que haya un silencio profundo y comienza con una frase muy dura pero que es la más directa que encontró para esta ocasión: «La guerra es sólo muerte y destrucción; lo que se come o si directamente no se come, es absolutamente irrelevante». La audiencia se paraliza. Juan se refriega las manos en forma nerviosa. «Lo que está ocurriendo en Irak y Afganistán es la prueba clara de que los estrategas de la administración Bush no tenían idea de dónde se iban a meter cuando ordenaron lanzar las ofensivas, para luego estacionar en esos países a cien mil soldados», continúa Ken con una voz pausada y firme. «Ahora, estamos atrapados en un pantano tan grande como el del sureste asiático, del que salimos hace treinta años y éste, paradójicamente, se encuentra en medio de un desierto de arena», agrega el periodista mientras ve cómo las caras de las primeras filas que habían estado escuchando con atención, comienzan a fruncir el ceño porque no es lo que querían recibir en sus oídos políticamente correctos.

Ken sabe que en ese momento tiene que expresar algo que suene un poco más dulce y menos apocalíptico. «Se necesita un cambio de estrategia inmediato. Tenemos que ganar los corazones y las mentes de los iraquíes y los afganos. Sólo en ese momento podremos combatir con éxito a los rebeldes y podremos evitar cualquier otro ataque como el del infierno del 11/S». Luego, se adentra en cifras y alguna anécdota de combate. Ya los tiene atrapados. Ahora, Ken, con su chaqueta marrón de tweed y sus pantalones de corderoy, con la camisa celeste desabotonada en el cuello y sin corbata, se apresta a lanzar su discurso personal, el único momento del que disfruta en estas charlas más allá de cuando le entregan el cheque por su trabajo. Esta vez serán unos magníficos tres mil dólares con los que va a cambiar las llantas al auto de Melanie que ya están muy gastadas y patinan en la nieve. «Nunca debimos habernos envuelto en estas guerras. Teníamos que haber vengado el ataque a las torres de Nueva York y al Pentágono de Washington con bombardeos y persiguiendo a los cabecillas de Al Qaeda con fuerzas especiales. Invadir Afganistán e Irak es un error histórico. Pero ya estamos allí. Ahora hay que apoyar absolutamente a nuestros muchachos. Y, al mismo tiempo, debemos decirle a la administración Bush que tiene la obligación de buscar la forma de salir de ese laberinto en que nos metió con la mayor dignidad posible. Gracias». Los aplausos vuelven a ser débiles. Otra vez es Juan el que más aplaude cuando se entiende que debe mantener un comportamiento más recatado. Ya está más tranquilo. Se le fue el dolor de estómago. Ken Mattling dijo exactamente lo que él piensa aunque nunca estuvo en Medio Oriente o Asia Central, no es estadounidense ni tampoco un sofisticado analista político-militar. Juan es un hombre común que ve esta guerra con los ojos de su hijo, con las vivencias que éste le transmite. Quiere acompañarlo con su fuerza y su corazón aunque sea a veinte mil kilómetros de distancia y a pesar de no entender muy bien qué hace su hijo en esa guerra.

* * * * *

John está en su pequeña oficina improvisada a la entrada del galpón cuando al apagar la luz para cerrar el día de trabajo ve una vez más la sombra de dos comandos corriendo entre los camiones estacionados al costado del camino principal. Se sobresalta por un momento y alarga su mano hacia su fusil M-16 mientras mantiene la mirada en el lugar de los movimientos. Cuando ya tiene la mano posada sobre el arma, vuelve a sobresaltarse y la suelta. Los dos hombres, que corren a toda velocidad, tienen el uniforme de la base, lucen como sargentos, se parecen mucho a dos que conoce y que lo volvieron loco en sus dos semanas de entrenamiento de combate el año anterior. Uno de ellos, definitivamente, tiene el mismo corte de cara y cuerpo del sargento rapero TJ. Otra vez van con una bolsa negra de plástico en la mano y una vez más desaparecen en el pasillo que lleva a la funeraria, allí frente a los hangares y a la pista principal —el lugar donde se ha parado muchas veces para ver la caída del sol sobre las montañas, queriendo recordar para siempre ese color rosa anaranjado con el que se pinta todo en el desierto al fin de la tarde—. John no aguanta la curiosidad. Ha visto a algunos de sus compañeros comprar heroína en ese mismo lugar, a no más de trescientos metros del portón principal de la base y a un costado de la ruta que lleva a Kabul. Pero lo que no sabe es si se trata de una operación más amplia. Y no entiende cómo TJ puede tener una relación tan estrecha con un coronel, en general, la gente de esos rangos se trata en forma amable, se puede hacer algún chiste de pasada, pero nada más.

Toma su tabla de anotaciones, una lapicera, y sale hacia el callejón de la funeraria con la intención de averiguar qué es lo que está sucediendo ahí. Cierra el enorme portón del galpón y le pone la combinación al candado. Se alisa el uniforme, se asegura de tener el birrete colgado de la charretera y comienza a caminar con la tabla en la mano como cuando sale de inspec- ción junto al capitán o va a contabilizar lo que llega en los aviones. Si alguien le pregunta puede decir que le avisaron del pronto arribo de un avión con suministros y que va a esperarlo a la pista. Es una hora de poco movimiento en la base. Ya comienza a anochecer y todos quieren estar preparados para la cena. Tienen hambre y los jueves, por regla, hay carne de cordero asado con puré de patatas, la comida preferida de muchos. Cuando John da vuelta por el pasillo de la funeraria, camino a los hangares, ve que están metiendo un cajón, probablemente el último de una serie. Son los ‘angels’ caídos en combate que comienzan el viaje de regreso a casa. Esa es una escena que siempre lo pone muy triste, pero esta vez la tensión no le permite tomarse ese instante para reflexionar sobre lo que está viendo. Necesita saber qué hacen con las bolsas negras de heroína que entran junto a los angels.

Se para frente a una de las ventanas. Adentro todo está bastante oscuro. Sólo se ven las siluetas recortadas de los que arrastran los cajones y los apilan. Todos llevan barbijos y guantes de látex. Del otro lado hay bolsas de plástico grueso verde oliva que es donde llegan muchos de los cadáveres que aún no tuvieron la suerte de tener un cajón de madera. Hay veces que vienen unas cajas de cartón corrugado y firme que, dicen, se usan en Irak para transportar a los angels. En la funeraria, hay un gran movimiento; preparan la salida de un avión Galaxy que va a llevar decenas de cajones. Aprovecha la confusión para meterse por la puerta donde recién ingresaron el último cadáver. El vahído casi lo hace caer de rodillas. La mezcla de la emanación de los muertos y el formol produce uno de los olores más intensos que puedan afectar al ser humano. Provoca dolor de cabeza casi inmediato y una arcada. Si se logra superar ese primer momento, uno termina adaptándose. Los seres humanos se adaptan a cualquier cosa, particularmente en las guerras.

John levanta torpemente la planilla y saca una lapicera de su bolsillo superior como si fuera a hacer un recuento de angels. Pero no engaña a nadie. Cualquiera podría ver que está mareado y no sabe muy bien cómo moverse en ese lugar. Trata de salir del centro de las acciones y se pone en un costado, en un corredor formado por cajones de madera. Al mover la cabeza hacia la zona más alejada, puede ver de reojo a un hombre de uniforme acomodando uno de los cajones. Lo reconoce de inmediato. Es el otro comando que corría junto a TJ un rato antes. Un haz de luz que viene de una lámpara le permite ver que el hombre tiene en su uniforme las dos barras de sargento. Al mover su cuerpo hacia la derecha, la luz ilumina las manos del hombre. Está acomodando una de las bolsas negras que trajeron a la base dentro del cajón de uno de los angels. El hombre mueve el cadáver de un muchacho con la cara medio destrozada y un uniforme verde intenso. Pone la bolsa por debajo del cadáver. Todos sus movimientos son precisos. En apenas unos segundos, ya está cerrando el cajón y lo está moviendo por una rampa de rulemanes hacia el frente del salón. «Hey, ¿qué hace ahí soldado?», el grito lo sobresalta, casi se le cae la planilla de la mano. Cuando logra tragar saliva y darse vuelta ve al sargento rapero TJ con los brazos en jarra a menos de tres metros suyo. John balbucea una excusa y trata de salir lo más rápido posible. Siente que tiene la cara totalmente roja, como le pasa desde que era chico, cuando le mentía a su mamá o no podía responder claramente alguna broma que le hacían porque su querido equipo de River Plate había perdido. John es un muchacho muy maduro pero a la vez extremadamente inocente. Sus amigos dicen que es incapaz de hacer el mal, que no sabe mentir, que es demasiado bueno. Escucha a TJ que le sigue gritando pero sin darle ninguna orden específica. Se cuadra. Hace la venia y sale de la funeraria prácticamente corriendo y agarrado de la tableta. No para hasta la barraca que comparte con otros cinco soldados. Llega agitado, con la cara aún colorada y los ojos negros llenos de rabia. No mira a nadie ni comenta nada. Se tira en su camastro y permanece un largo rato mirando al techo con la tabla agarrada por ambas manos sobre el pecho.

* * * * *

Juan sale del hotel esa noche caminando por la North Michigan, ya no hay nadie comprando por la famosa magnificent mile y el viento hace que la nevisca que cayó por la tarde se convierta en hielo. «Esto está para los patinadores del Holliday on Ice que vi una vez en el Luna Park de Buenos Aires», piensa Juan mientras se tapa las orejas con el gorro para que no le salgan sabañones. «¡Qué ciudad de mierda!», dice por lo bajo mientras se ríe porque muchos se lo advirtieron y él se empeñó en mudarse a pesar de todo. Tiene que andar apenas tres cuadras hasta el estacionamiento donde trabajan unos ami- gos mexicanos con los que juega a la pelota y le dejan estacionar el auto por menos de un cuarto de lo que le costaría la estadía en cualquier otro aparcadero de la zona. El discurso de Mattling le vuelve a la cabeza y lo distrae un poco para superar los 10° bajo cero que hacen en ese momento. Ya pasaron varias horas desde que escuchó sus palabras y ahora tiene sentimientos cruzados. Por un lado está en contra de la guerra, pero por otro cree que hay que hacer algo para que no vuelva a ocurrir nunca más un 11/S y apoya absolutamente a las tropas. Obviamente, en especial a John que se equivocó al enrolarse en el ejército, pero que ahora está ahí y tiene que acompañarlo de cualquier manera. Está en contra de la guerra pero no lo quiere admitir así abiertamente. Después de todo, él no es más que un tipo sencillo que jamás se ha metido en política ni en Argentina ni en Estados Unidos. En ese sentido, se parece mucho al personaje de Osvaldo Soriano, cuando lanza ese inmortal «no sé nada de política, yo soy peronista».

Al llegar al estacionamiento, se encuentra con su amigo Gonza que está ese día a cargo del turno noche.

—Hola, Bro. How was your day?
—So, so. Vaaaaa, bien.
—Hey, vi hoy a un director técnico hablando en Univisión que decía que ustedes tienen uno en Barcelona que va a ser mejor que Maradona.
—Nosotros tenemos muchos como Maradona. ¿O vos creés que «el 10» salió de un repollo?
—Por como le va a tu selección lo único que parecen tener son repollos.
— ¿Quién es el pibe nuevo?
—No sé, dicen que jugaba en Rosario, en el pinche Newell’s, creo.
—Me voy. Estoy cansado y tengo que manejar a dos por hora con el hielo que hay.
—Ah, sí. Cuídate, wey. ¡No mames con la autopista!
—Va a ser por un rato. Tengo que estar acá de nuevo a las siete.
—Bueno, pues, aquí me encuentras, Bro. Despiértame ¿no?
—Te van a despertar esos gringos pelotudos que empiecen a llegar a la oficina a las cinco de la mañana. Bye.

La conversación no requería mucha concentración. Pero Juan había estado más distraído que de costumbre. Sabía que Gonza le estaba hablando de ese pibe, Lionel Messi, del que había leído en Clarín, por Internet, pero él estaba en ese momento más atento a lo que decían en el noticiero de la ABC de la medianoche. El Gonza tiene siempre encendido un televisor pequeño debajo de su escritorio, en la cabina, para no quedarse totalmente dormido. Hablan como siempre de las guerras. Un terrible atentado en Bagdad con tres coches bomba que dejó 89 muertos y 200 heridos. En Afganistán, las cosas están un poco más calmas y sólo se suicidó un kamikaze talibán en la puerta de un cuartel en el centro de Kabul. Hubo unos veinte heridos y el único muerto fue el atacante. «Pero podría haber sido cuando John entrara o saliera de la base, podría ocurrir en cualquier momento. Espero que no tenga que salir mucho, que lo tengan todo el tiempo contando cosas en ese galpón… ¿Por qué mierda están estas guerras?». La pregunta le viene una y otra vez a la cabeza en todo el trayecto hasta su casa, mientras se toma una cervecita antes de irse a la cama, mientras intenta dormir, hasta cuando suena el despertador para decirle que son las seis de la mañana y que tiene apenas quince minutos para darse una ducha y regresar a servir el desayuno para 180 personas en el salón San Francisco del mismo conchudo hotel.

* * * * *

John habla poco y con poca gente. Especialmente ahí, dentro de la base. Uno de sus contados amigos es Ricky Ramírez, un mexicano, chilango, nacido en el barrio más cutre y popular del Distrito Federal, el de Tepito. Sus padres tenían ahí un puesto de venta de zapatos usados. Los compraban a quienes recogían la basura; los arreglaban, lustraban y vendían a los más pobres. Vivían en un improvisado segundo piso de una casona semidestruida a metros del mercado.

Cuando Ricky tenía nueve años, y ya trabajaba llevando carros con mercaderías de un lado al otro, su padre decidió que era hora de probar suerte en el norte y se fue a ver a un compadre suyo en Laredo. Volvió una semana más tarde con unos papeles que decían que los Ramírez vivían en la zona de la frontera, podían pasar el puente hacia el lado estadounidense e internarse hasta cincuenta kilómetros sin que nadie les diga nada. En diez días, estaban instalados en una casa de madera bastante precaria en las afueras de Houston, mucho más allá del límite de los cincuenta kilómetros. El barrio era bastante más lindo que Tepito. Le faltaba animación, eso sí. Pero sobraban cuates. Eran todos mexicanos y muy de vez en cuando aparecía algún hondureño o salvadoreño que ya eran difíciles de distinguir porque habían adoptado los modismos mexicanos. Ricky empezó a ir a la escuela en su barrio, no muy lejos de la Telephone Road y el ahora de moda Tlaquepaque Market. En aquella época, era apenas un barrio hispano desde donde se podían ver las siluetas de las torres de Houston. El padre comenzó a hacer trabajos de pintura y la madre vendía chucherías en el mercado. Él, cuando no estaba en la escuela, ayudaba a su mamá en la venta o hacía algún trabajo en un taller de reparaciones de autos, algo que le encantaba, o jugaba fútbol donde se destacaba como goleador. Decía que iba a ir a la selección me- xicana pero ni siquiera llegó a ser titular en el equipo del barrio cuando empezó a competir en un torneo de inferiores de la United Soccer League.
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