Escritor del Mes Cronopio

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—Voy a escribir una carta —anunció, dirigiéndose a Thom. Su ayudante, joven y delgado, vestido con unos elegantes pantalones negros, camisa blanca y grueso suéter (la casa de Rhyme en Central Park West adolecía de mala calefacción y aislamientos obsoletos), apartó la vista de los adornos navideños que estaba colocando. A Rhyme le hizo gracia que hubiera colocado un minúsculo abeto sobre una mesa bajo la cual aguardaba ya un regalo sin envolver: una caja de pañales desechables para adultos.

—¿Una carta?

Le explicó su teoría de que era mucho más patriótico seguir como si nada hubiera pasado.

—Voy a ponerles en su sitio. La mandaré al Times, creo.

—¿Por qué no lo haces? —preguntó el ayudante. Era, en realidad, cuidador de profesión, aunque él afirmara que, estando al servicio de Lincoln Rhyme, podía decirse que ejercía el oficio de santo.

—Voy a hacerlo —contestó Rhyme tajantemente.

—Me parece muy bien. Aunque ¿sabes una cosa?

El criminalista levantó una ceja. Podía ser muy expresivo con las partes del cuerpo que aún podía mover: los hombros, el rostro y la cabeza.

—La mayoría de la gente que dice que va a escribir una carta no la escribe. La gente que sí escribe cartas va y las escribe, sin más. No anuncia que va a escribirlas. ¿Te has fijado alguna vez?

—Gracias por tu brillante comentario, Thom, pero tú sabes que a mí nada va a detenerme.

—Muy bien —repitió su ayudante.

Sirviéndose del mando táctil, Rhyme acercó su silla de ruedas Storm Arrow de color rojo a uno de los seis grandes monitores de pantalla plana que había en la habitación.

—Comando —dijo dirigiéndose al sistema de reconocimiento de voz a través de un micrófono fijado a la silla—. Procesador de texto. En la pantalla se abrió diligentemente el WordPerfect.

—Comando, escribir. «Estimados señores.» Comando, dos puntos. Comando, salto de línea. Comando, escribir. «Vengo observando que…»

Sonó el timbre y Thom fue a ver quién era.

Rhyme cerró los ojos. Había empezado a componer su diatriba cuando una voz le interrumpió.

—Hola, Linc. Feliz Navidad.

—Mmm, igualmente —rezongó en respuesta al saludo de Lon Sellitto, que, panzón y despeinado, acababa de cruzar la puerta.

El corpulento detective de la policía debía moverse con cuidado. La habitación, un coqueto salón en la época victoriana, estaba ahora abarrotada de equipamiento forense: microscopios ópticos y de electrones, un cromatógrafo de gases, vasos de precipitados y retortas de laboratorio, pipetas, placas de Petri, centrifugadoras, sustancias químicas, libros, revistas, ordenadores y gruesos cables que corrían en todas direcciones. (Cuando Rhyme empezó a trabajar como asesor forense desde su casa, la potencia de las máquinas hacía saltar los fusibles con frecuencia. Su consumo eléctrico equivalía posiblemente al de todos los vecinos de la manzana juntos).

—Comando, volumen, nivel tres. —La unidad de control ambiental bajó obedientemente el volumen de la radio.

—No tienes mucho espíritu navideño, ¿eh? —preguntó el detective. Rhyme no contestó. Volvió a mirar el monitor.

—Hola, Jackson. —Sellitto se inclinó para acariciar al perrillo de pelo largo que dormitaba acurrucado en una caja de pruebas de las que usaba el Departamento de Policía de Nueva York. Jackson estaba allí de paso: su antigua dueña, una anciana tía de Thom, había fallecido poco antes en Westport, Connecticut, tras una larga enfermedad y, entre otras pertenencias, el joven ayudante había heredado a Jackson, un habanero. La raza, emparentada con el bichón frisé, era oriunda de Cuba. El perrillo se quedaría allí hasta que Thom le encontrara un buen sitio donde vivir.

—Tenemos un caso jodido, Linc —añadió Sellitto al incorporarse. Hizo amago de quitarse el abrigo, pero cambió de idea—. Por Dios, qué frío hace. ¿Estaremos batiendo un récord?

—No lo sé. No me detengo mucho a mirar el canal del tiempo. —Rhyme pensó en un buen párrafo con el que dar comienzo a su carta al director.

—Uno jodido de verdad —repitió Sellitto.

El criminalista le miró enarcando una ceja.

—Dos homicidios, el mismo procedimiento. Más o menos.

—Hay muchos casos jodidos por ahí, Lon. ¿Qué tiene éste de particular?

—Como sucedía a menudo en los días de tedio que transcurrían entre caso y caso, Rhyme estaba de mal humor. De todos los criminales con los que se había topado, el más letal era el aburrimiento. Sellitto, sin embargo, llevaba años trabajando con él y su mal genio no le afectaba.

—Han llamado de la Casa Grande. Los mandamases quieren que os ocupéis Amelia y tú. Insisten, han dicho.

—¿Conque insisten, eh?

—Prometí no decírtelo. A ti no te gusta que te presionen.

—¿Te importaría explicarme por qué es tan jodido ese caso, Lon? ¿O es mucho pedir?

—¿Dónde está Amelia?

—En Westchester, trabajando en un caso. No creo que tarde en volver. El detective levantó un dedo para indicarle que esperara un minuto: su teléfono móvil había empezado a sonar. Mantuvo una conversación, asintió con la cabeza y tomó algunas notas. Luego cortó la comunicación y miró a Rhyme.

—Bien, esto es lo que tenemos: anoche, el asesino cogió…

—¿El asesino? —preguntó Rhyme enfáticamente.

—Tienes razón, no estamos seguros de su género.

—De su sexo.

—¿Qué?

—El género —explicó Rhyme— es un concepto lingüístico. Hace referencia a la designación léxica del masculino y el femenino en ciertas lenguas. El sexo es un concepto biológico que diferencia entre organismos masculinos y femeninos.

—Te agradezco la lección de gramática —masculló el detective—. Puede que algún día me sea útil, si voy a uno de esos concursos de la tele. El caso es que el asesino cogió a un pobre diablo y se lo llevó a ese muelle de reparación que hay en el Hudson. Ignoramos cómo lo hizo exactamente, pero obligó a la víctima, hombre o mujer, a quedarse colgado encima del río, y luego le cortó las muñecas. La víctima se mantuvo agarrada un rato, según parece. El tiempo suficiente para perder sangre por un tubo. Luego se soltó.

—¿Hay cadáver?

—Todavía no. Los guardacostas y el servicio de emergencias lo están buscando.

—Me ha parecido entender que hablabas de víctimas, en plural.

—Bueno, pues unos minutos después recibimos otra llamada para que fuéramos a echar un vistazo a un callejón del centro, junto a Cedar, cerca de Broadway. Había otra víctima. Un agente de policía encontró a un tío tumbado de espaldas y atado con cinta aislante. El asesino había colocado una barra
de hierro de unos treinta y cinco kilos encima de su cuello. La víctima había tenido que sujetarla para que no le aplastara la tráquea.

—¿Treinta y cinco kilos? Bien, entonces, teniendo en cuenta la fuerza necesaria para manipularla, admito que es probable que el asesino sea un varón. Thom entró llevando café y pastas. Sellitto, que tenía constantes problemas de peso, probó primero las pastas: en fiestas, dejaba hibernar su dieta. Se comió media y, tras limpiarse la boca, prosiguió:

—Así que la víctima tenía que sujetar en vilo la barra. Y aguantó un rato, seguramente. Pero al final la palmó.

—¿Quién era?

—Se llamaba Theodore Adams. Vivía cerca de Battery Park. Una mujer llamó anoche al servicio de emergencias, diciendo que había quedado para cenar con su hermano y que no se había presentado. Ése fue el nombre que dio. El sargento de la comisaría iba a llamarla esta mañana. Lincoln Rhyme no solía considerar muy útiles las descripciones poco precisas, pero tenía que reconocer que la situación podía, en efecto, calificarse de «jodida». Y también de estimulante.

—¿Por qué dices que el procedimiento es el mismo? —preguntó.

—En ambos casos, el asesino dejó una tarjeta de visita en el lugar de los hechos. Un reloj.

—¿De los que hacen tictac?

—Exacto. Uno estaba en el muelle, junto al charco de sangre. El otro, junto a la cabeza de la víctima. Es como si hubiera querido que las víctimas los vieran. Y los oyeran, supongo.

—Descríbemelos. Los relojes.

—Parecían antiguos. Es lo único que sé.

—¿No eran bombas?

Hoy en día (en la época del después), cualquier cosa que hiciera tictac se consideraba susceptible de explosionar.

—Qué va. No van a estallar. Pero de todos modos los han mandado a Rodman’s Neck para que comprueben si contienen agentes químicos o biológicos.
Al parecer son los dos de la misma marca. Uno de los agentes me ha dicho que daban miedo. Tienen grabada una luna. Ah, y por si acaso éramos un poco duros de mollera, el asesino ha dejado una nota debajo de los relojes. Impresa, no de su puño y letra.

—¿Y decía…?

Sellitto, que no se fiaba de su memoria, echó un vistazo a su libreta. Rhyme apreciaba aquel rasgo suyo. El detective no era una persona brillante, pero sí tenaz, y todo lo hacía despacio y con esmero.

—«La Luna Fría —leyó— llena está en el cielo. Sobre el cadáver de la tierra, su brillo marca la hora de morir, el fin del viaje que se inició al nacer.»

—Miró a Rhyme—. Firmado, «el Relojero».

—Tenemos dos víctimas y un motivo lunar. —A menudo, las referencias astronómicas significaban que el asesino pensaba actuar repetidas veces—. Tiene previsto matar otra vez.

—¿Y por qué crees que estoy aquí, Linc?

Rhyme miró el arranque de su carta al Times. Luego cerró el procesador de texto. Su ensayo acerca del antes y el después tendría que esperar.

3

08:08 horas

Un ruido en el exterior de la casa. Un crujido en la nieve.

Amelia Sachs se quedó quieta. Miró por la ventana hacia el jardín blanco y apacible. No vio a nadie.

Estaba a media hora de la ciudad, al norte, sola en una casa suburbana de estilo Tudor en la que reinaba un silencio mortal. Una idea muy acertada, se dijo, dado que su propietario ya no estaba entre los vivos.

Aquel ruido otra vez. Sachs era una urbanita acostumbrada a la disonancia de los ruidos, buenos y malos, de la gran ciudad. Aquella ruptura de la excesiva quietud campestre la puso alerta.

¿Eran pisadas lo que oía?

La detective de la policía, alta y pelirroja, vestida con chaqueta de cuero negro, jersey azul marino y vaqueros negros, aguzó el oído un momento mientras se rascaba distraídamente el cuero cabelludo. Oyó otro crujido. Se bajó la cremallera de la chaqueta para tener a mano su Glock y, agachándose, lanzó un rápido vistazo afuera. Al no ver nada, retomó su tarea.

Se sentó en la lujosa silla de piel y comenzó a examinar el contenido del enorme escritorio. Pero ésta era una labor frustrante. El problema era que no sabía exactamente qué buscar, lo cual solía ocurrir cuando se inspeccionaba un lugar relacionado con un delito sólo en segundo, tercer o cuarto grado. De hecho, difícilmente podía considerarse aquella casa la escena de un crimen. No se había descubierto en ella ningún cadáver, ni ningún botín escondido, y era improbable que el asesino o asesinos hubieran estado allí. Era simplemente la residencia infrautilizada de un tal Benjamin Creeley, muerto en otra parte y que, en el momento de su fallecimiento, llevaba una semana sin pisar aquella casa. Aun así tenía que buscar, y buscar cuidadosamente. Porque no estaba allí en su papel habitual, el de especialista en la inspección ocular de lugares donde se habían cometido crímenes violentos. Aquél era el primer caso de homicidio de cuya investigación se encargaba.

Otro chasquido fuera. Hielo, nieve, una rama, un ciervo… Una ardilla, quizás. Amelia no hizo caso y prosiguió la búsqueda que había iniciado un par de semanas antes, gracias a un nudo hecho en un cordel para tender ropa. Era ese tramo de cuerda de tender el que había segado a los cincuenta y seis años la vida de Ben Creeley, al que se había hallado colgado de la barandilla de su casa del Upper East Side, con una nota de suicidio sobre la mesa y ni un solo indicio que moviera a sospecha.

Y sin embargo, justo después de su muerte, su viuda, Suzanne Creeley, acudió a la policía de Nueva York. Sencillamente, no podía creer que su marido se hubiera suicidado. El empresario y contable, que disfrutaba de una posición desahogada, había estado malhumorado últimamente, eso era cierto. Pero sólo, creía su mujer, porque trabajaba mucho en proyectos de especial complejidad. Sus episodios de desánimo eran pasajeros y distaban mucho de ser depresiones susceptibles de acabar en suicidio. No tenía antecedentes de enfermedad mental o trastornos emocionales, y no tomaba antidepresivos. Gozaba de una holgada situación económica y no había hecho cambios recientes en su testamento ni en
su póliza de seguros. Su socio, Jordan Kessler, estaba de viaje en Pensilvania, adonde había ido a visitar la oficina de un cliente. Sachs había hablado con él un momento y Kessler le había confirmado que, aunque Creeley parecía deprimido en los últimos tiempos, que él supiera jamás había hablado de suicidio.
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