LA BALADA DE LA NAVAJA MARIPOSA
Por Seamus Scanlon*
Traducido del inglés por Carlos Aguasaco**
Cuando la campana de la puerta sonó yo estaba en el cuarto de la televisión. Raramente teníamos visita. A mi madre le molestaba hasta que nosotros regresáramos de la escuela. Entonces, los visitantes esporádicos no eran bienvenidos. Usualmente yo tenía que arrastrarme hasta la puerta principal, sobre mi estómago, como si fuera un niño soldado y descifrar quién estaba afuera. Incorporé rollos y saltos mortales para mantenerlo interesante. La parte superior de la puerta era de vidrios cortados como prismas. Por la distorsión de la luz, el visitante podría ser un marciano, Marilyn Monroe o la señora Molloy, una de las vecinas de nuestra calle (era opción menos favorecida). Le transmití a mi madre, que en ese momento estaba de pie frente a la puerta de la cocina con un cigarrillo Sweet Afton en la mano y expresión preocupada, mi mejor estimado del enemigo. Si adivinaba mal estaría en problemas con ella y por eso usualmente decía «son esos gitanos hojalateros» [1]. Eran algo tan mítico como el número de bajas en Vietnam.
¡Pueden irse a la mierda! Ella siempre tuvo un trato especial del lenguaje. En realidad a mí me gustaban los gitanos. Cabalgaban sin montura agarrados a las crines andrajosas de sus caballitos pintos; iban por las calles de concreto y el metal de las herraduras hacía eco entre los edificios, eran como claros y fuertes sonidos de guerra que han perdido el rumbo. Cabalgaban sus caballos con majestuosa indiferencia y desapego. Así hubiera querido vivir mi adolescencia, pero no funcionó. Vea abajo.
En su juventud mi madre aprendió clave morse, por eso nos enseñó a golpear la puerta con el código ESTE ES SEAMUS. ESTA ES ITA. Ella esperaba hasta que la oración estuviera completa para dejarnos entrar. Era difícil hacerlo cuando el viento, la lluvia y el granizo nos laceraban la piel expuesta de nuestras piernas. En la biblioteca encontré un libro de clave morse y comencé a embellecer mis mensajes ESTE ES SEAMUS TU ÚNICO HIJO o ESTE ES EL LECHERO o ESTA NO ES UNA CANCIÓN DE AMOR o EXTE ES EL AKCENTO DE GALL–WAY. ¡Muy gracioso!, me decía cuando eventualmente me dejaba entrar. Después de un tiempo, comenzó a abrir la puerta tan pronto como completábamos ESTE, entonces se acabó la diversión. Todavía puedo usar clave morse si la necesidad aparece. Cuando comenzamos la escuela secundaria nos dio llaves. Las llevábamos atadas al cuello con nuestros escapularios. Mi madre no podía imaginar un lugar más seguro. Este sistema hacía las cosas difíciles porque tan pronto como ponías la llave en la cerradura, mi madre halaba la puerta desde adentro, te tiraba hacia adelante y el escapulario te raspaba el cuello mientras dabas un traspié en la entrada. Pero cuando te tomabas el trabajo de descolgar la llave de tu cuello ella no halaba la puerta.
También decidió dar por terminada nuestra política aislacionista. Entramos en la onda Glásnost. Si los rusos podían abrirse al mundo, también ella. Era una adicta a la información. Ahora quería que abriéramos la puerta de inmediato para no perdernos de nada. Ya era un poco tarde. Por nuestros años de aislamiento, los vecinos ya habían abandonado la costumbre de llamar a nuestra puerta. La familia Leeper vivía en el piso superior al nuestro. El señor Leeper era carnicero. Una de sus hijas solía usar un guante blanco. Nosotros especulábamos que él le había tajado la mano por accidente, mientras practicaba algún ritual extraño para cortar el jamón. Me hubiera gustado apretarle la mano para ver cómo se sentía. Pero ella siempre se las arregló para evitarme y mi deseo nunca se cumplió. Se quedó en el aire, quizá como ese guante.
Solíamos cantar
Jeepers Creepers ¿cuál es el jodido problema de los malditos Leepers?
Tenía mis dotes de baladista.
La familia Lamb vivía al lado. La familia Rabbit vivía al otro lado. Estaban locos. Todos sus chicos terminaron en la cárcel. En las mañanas húmedas de verano, recogían hongos alucinógenos en el hipódromo de Galway a unas millas de distancia. Tenían el delito empalmado en la agilidad de sus cuerpos. Todas sus hermanas se graduaron de la universidad y se casaron con ingenieros y doctores para poder pagar las fianzas y los abogados de sus hermanos encarcelados. En esa época yo estudiaba Mendel y por eso me fascinaba esta evidente dicotomía entre los chicos y las chicas Rabbit. Los muchachos eran inquietos, nunca se detenían, nunca se callaban, nunca estaban tranquilos, nunca se sentían seguros. Las muchachas eran sutiles, prácticas, calladas, sociales, formales. Si Mendel hubiera vivido junto a los Rabbit, probablemente habría abandonado sus experimentos con arvejas.
Me gustaban los Lamb porque me recordaban los días de fiesta en la granja de mi abuela en el condado Mayo. El jamón de los Lamb era delicioso. Nada sabía mejor que ese jamón. Por eso me gustaba que fuéramos vecinos. Además, no eran los Rabbit.
Mi madre gritó desde la cocina —¿Vas a abrir la puerta? Yo simplemente la ignoré. A veces se le olvidaba, especialmente si sólo sonaba un timbre y ella estaba bebiendo. De cualquier manera mi programa favorito estaba comenzando —era un documental de una hora sobre depredadores tropicales—.
Unos segundos después cuando la campana volvió a sonar, ella caminó hacia la puerta y me apuntó, luego señaló a la puerta y dijo:
Abre esa maldita puerta o te atravieso por ella.
Me pareció justo abrirla. El vidrio biselado de los vitrales puede dañar tu contextura física. Era peligrosa cuando estaba ebria.
—Deja de ponerte esa ropa —me saca de quicio— si quieres vivir en la cuenca del Amazonas por qué no mejor te largas para allá.
Yo tenía trece años y me pareció un poco rudo. Ella podía cortarte con sus palabras, así como una cuchilla atraviesa a un bebé conejo. Así de un lado al otro.
En ese momento me hubiera gustado vivir en la cuenca del Amazonas. Yo vestía un atrevido traje de safari que había comprado en una tienda de ropa usada. Era un poco grande pero me ajustaba. Lo vestía para ver especiales sobre la naturaleza y la vida salvaje. La campana volvió a sonar.
Ella nos miró a la puerta y a mí.
Ahora la campana sonaba sin parar. Arrastré los pies hasta la puerta.
Cuando la abrí lo comprendí. Sabía que no debía haberlo hecho. Sabía que tendría un problema, más de un problema.
Los gemelos Block me observaron con detenimiento, ojos azules y negros, mar profundo y sin camino de regreso de esos cinco ojos de profundos, muchos ojos. Si intentas algo, hombre, te sacamos los ojos; sí, los ojos.
Block A me observó sin quitar su dedo del interruptor de la campana.
Aquí estoy, le dije. Él mantuvo el interruptor presionado.
Quise cerrar la puerta. En realidad hubiera querido cerrarla de un golpe y sellarla con clavos. Tenía ganas de vomitar. Ellos te generaban una total disfunción neuromotora cuando estabas dentro de su rango de alcance. Eran tan eficientes y elegantes y tan penetrantes como navajas automáticas. Eran como serpientes venenosas, resplandecientes de rabia y poder destructivo. Peleaban en silencio, acrobáticos peleadores callejeros, esculpían golpes y patadas en un violento abrazo pugilístico; arrojaban a sus contendores por el suelo húmedo, los besaban con sus codos, sus manoplas, sus rodillas y sus botas con punta de acero.
De cualquier manera, yo estaba petrificado. Sentía ganas de atravesarles el corazón con flechas de acero. Tuve ganas de arrancarles sus luminosos y claros ojos de sus cuencas para no tener que verlos nunca más. Yo tenía una ballesta en mi cuarto, la llevaba conmigo cuando pasaban Robin Hood en la tele. Fue un momento infernal ¿Ya mencioné que quería unirme a la legión extrajera?
Block A trabó su bota en el marco de la puerta. Por lo menos no lo hizo en mi cara. Bajé la mirada y vi sus botas relucientes. Block B se recostó burdamente contra la pared, exhalaba humo de cigarrillo en medio de la noche fría y oscura. Con un ritmo lánguido y relajado abría y cerraba una navaja mariposa. La luna destellaba en la cuchilla con matices resplandecientes.
Block A —quieres parecer el jodido Doctor Livingstone, supongo. Se rió. Yo miré mi traje de safari. Por lo menos estaba al tanto de la historia de África y de cosas de exploradores.
Block A —¿Qué mierda es esa?
Me arrancó la red de mariposas de la mano. Me quemó las manos con la fricción mientras me la arrancaba. Yo la usaba como un accesorio en mi montaje de safari. Era lo más parecido a una red de naturalista que pude encontrar. Había olvidado que la llevaba cuando abrí la puerta.
Se la mostró a Block B. Block A comenzó a imitar movimientos de kung–fu y a emitir ruidos exagerados de ahh–choo. Block B lo miraba impasible, simplemente seguía esgrimiendo su cuchillo bajo la pálida luz de la luna. «Bailando bajo la luz de la luna. En esta larga y calurosa noche de verano», como en la canción de Thin Lizzie, presumo.
Entonces, Block A rompió la vara de bambú de la red en su rodilla. Sonó como si hubiera roto la espalda de un bebé. Arrojó los pedazos a la oscuridad. Tú sigues, me dijo. Yo se lo creí.
Block A —Mi hermana quiere que vengas a verla mañana en la noche.
Pudo haber sido peor, supongo.
¿Qué? ¿Están seguros de que yo soy el tipo correcto?
—Sí, nosotros tampoco podíamos creerlo pero así es. Eres tú.
—No estoy seguro de que pueda salir con ella, en verdad.
—En verdad, jódete en realidad —tú eres su novio hasta que ella diga lo contrario, en realidad.
Trataré de no volver a usar esa expresión otra vez.
—No lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
— No sé, simplemente no lo comprendo. Escasamente la conozco.
—Bueno, pronto lo comprenderás, ven a buscarla mañana alrededor de las 7:00 de la noche. Si no lo haces, ya sabes lo que te daremos.
Yo sabía lo que significaba eso. El cuerpo hecho trizas, amoratado y herido hasta el fondo por sus puntapiés.
Me empujó hacia la pared de concreto. El muro tenía un acabado rústico con trozos de piedra de tamaños diferentes. Mi cabeza golpeó contra los trozos de piedra con la fuerza suficiente para descalabrarse y hacer brotar la sangre del cráneo. La podía sentir filtrarse de mi cuello al collar de mi chaqueta de safari.
Quitó la bota del marco de la puerta.
—Ok, cabeza de safari —mañana en nuestra casa. No vistas esa ropa.
Incluso yo sabía eso.
Cuando llegaron a la salida, voltearon a mirarme. Me lanzaban besos en el aire.
Mi madre vino a la puerta.
—¿Qué querían esos Block cabeza de bloque?
Yo estaba en un estado de agitación.
—Su hermana quiere que yo pase a buscarla mañana en la noche.
—¿Y qué? No necesitas tener una crisis. Es sólo una chica.
Pasé junto a ella.
El olor de su bebida me envolvió.
—De todas maneras, no lleves esa ropa, me dijo.
—Dios miiiiiiioooooooooooo — Ya lo sé, ya lo sé.
Traté de calmarme.
Ok, es sólo una chicha, sólo una chica, sólo una chica.
No lo era.
Lucy Block era una guerrera con ojos de perla grises, una cachorra arrogante. La veía como una señal de alarma en medio del océano de concreto y decadencia del viejo barrio Mervue. Si fueras un barco brillaría cuando estuvieras muy cerca. Para entonces ya sabrías que cien millas eran demasiado cerca. ¡Naufragio, nadie se salva! Era cáustica, cuidadosamente desafiante, una fuerza vital emanaba de ella. Era roquera y reinaba entre las chicas; era buscapleitos, huraña, silenciosa, violenta.
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