Especial Cortazar Cronopio

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Pez

ESCRITURA Y OBSESIÓN

Por Carlos Mario Aguirre Morales*

«Axolotl», texto intrigante desde la pronunciación misma de ese sustantivo, es un cuento, si no difícil, sí misterioso, desconcertante, tanto por su asunto extraordinario o fantástico como por la técnica narrativa que propone. Es un cuento que parece sugerir una metáfora, como tantos otros de Cortázar, sobre la escritura literaria, pero solamente el párrafo final serviría para defender esa hipótesis.

Asumir que en esas últimas líneas se encuentra la explicación del relato puede, posiblemente, ser lo mismo que caer en una de esas «endiabladas trampas» de que habla Vargas Llosa al referirse a los juegos del autor. Según ese párrafo, la narración, en su totalidad, es una invención por escrito de un pez convertido en hombre, que cree imaginar un cuento. Si cree imaginar, ¿es acaso porque la historia no es un cuento —es decir, ocurre en un plano real— o porque, si lo es, su verdadero autor es esa voz en primera persona que dice ser un axolotl?

La última opción es, en apariencia, imposible: si el narrador es en realidad un axolotl encerrado en su cuerpo de piedra rosa, sin posibilidad de comunicación con el mundo de fuera del acuario, no podría contar su drama como en efecto lo hace. Pero así como el lector de «La muerte en la calle» de Fuenmayor se ve obligado a romper sus hábitos de interpretación para aceptar que se puede narrar desde la muerte, el lector de «Axolotl» está llamado a interiorizar esa muda fantástica, bastante similar a la del cuento referido, y formar parte del juego.

Pero es posible rastrear otros argumentos para la hipótesis formulada, argumentos tal vez poco precisos que corren el riesgo de parecer forzados. Al principio de la narración, el protagonista señala que su encuentro con los axolotl fue inesperado: «Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa» (p. 517). Después de ese primer acercamiento, completamente sensorial y primitivo, su primera reacción es acudir a un diccionario que no solo le proporciona datos nuevos sobre aquel ser enigmático sino que también alimenta el deseo de ir a verlo nuevamente, a escudriñar de cerca sus formas misteriosas, su comportamiento tan fuera de lo común en un pez.

Esa sensación de fría quietud, de tiempo detenido, de vida encarcelada en un sarcófago de cristal y de agua, se produce en el narrador por medio de la vista, y ese ejercicio visual se transmite al lector por medio de la palabra, pues, por momentos, la voz del supuesto axolotl, que era antes un hombre, parece estarle explicando su tragedia a alguien que se limita a escuchar: así, creemos ver al axolotl, alcanzamos a asumir como posible ese horror que el texto configura poco a poco, al describir la atmósfera del acuario, de quedar atrapados en el mundo monótono de una pecera.

Es justamente esa combinación entre encuentro inesperado, lectura informativa y observación minuciosa (acciones que, por lo general, preceden toda escritura y muy especialmente la escritura literaria) lo que conduce al protagonista y, de paso, al lector hipnotizado por su prosa, a imaginar, a «caer en la mitología» (p. 520), a inventar un origen para los axolotl y a creérselo (así como podría decirse que los biólogos se inventaron la evolución darwiniana —brevemente aludida en el cuento— y se la creyeron).

Cortázar, con su costumbre de dejar la fantasía en el terreno de lo cotidiano, no lleva la narración al pasado de la mitología azteca (como ocurre en «La noche boca arriba») sino que se limita a insinuar que quizá allí esté la génesis de los «ajolotes» mexicanos: quizá se trate de seres que vivieron en el seno de esa cultura a los que algún tipo de maldición condenó a ser sepultados en aquellos cuerpos vivos pero casi inmóviles: «Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl» (p. 521).

El narrador jamás lo afirma, pues de hecho da a entender, en varias ocasiones, que todo es producto de su imaginación: «Los ‘imaginé’ conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada» (p. 520); «llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente» (p. 521); pero lentamente lo vemos convencerse de su propia invención: «Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos» (p. 521).

Podríamos pensar por lo tanto que su mudanza en el pez mitológico no es más que otra invención que apunta, de igual modo, a la escritura literaria: así como este narrador incierto (porque jamás sabremos si quien narra es el hombre convertido en pez o el pez que se convierte en hombre) termina convertido en el objeto que lo obsesiona, el escritor, mientras planea su obra, mientras la observa hasta en sus rincones más ocultos, mientras especula e inventa para poder explicársela a sí mismo y así poder, luego, hacerla creíble a otros, termina por convertirse en aquello que observa, por proyectarse a sí mismo sobre su propia ficción.

Una vez escrita, la obra, poco a poco, pierde interés para su creador y solo la nostalgia de lo que fue en algún momento una obsesión muy fuerte lo empuja a volver a ella: la obra se independiza del escritor de la misma manera que el axolotl ya no llama la atención del hombre: «los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre» (p. 522).

El texto, sin embargo, no posee suficientes elementos como para que esta interpretación pueda considerarse correcta. Es posible que la metáfora sugerida se limite más bien al terreno de la lectura que al de la escritura (aunque, en ciertos aspectos, ambas actividades pueden llegar a ser la misma cosa) y que el «mensaje» esté dirigido a los aprendices de escritores: sólo leyendo de manera obsesivaintensaminuciosayadictiva a los grandes escritores —esos seres a los que observamos como a través de un cristal, a los que en ocasiones sentimos como «figuras silenciosas e inmóviles en el fondo [de un] acuario»— puede ocurrir el milagro lejano de convertirse en uno de ellos.

Ay, dios.

“Subjetividad del tiempo” en la voz de Julio Cortázar. Cortesía de Televisión Española Internacional
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* Carlos Mario Aguirre Morales es estudiante de Letras: Filología Hispánica, Universidad de Antioquia. Autor de Los pasos de la furia (2009), Editorial Universidad de Antioquia

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