Literatura Cronopio

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Edipo

LO QUE EDIPO SABÍA (O EL TEATRO COMO PERIPECIA INTELECTUAL)

Por Rocío Orsi Portalo*

Si hay algo que llama verdaderamente la atención de Edipo Rey es el uso obsesivo, inquietante y omnipresente del dispositivo que se conoce como ironía trágica. La ironía trágica, como es bien sabido, se conforma a partir de la diferencia entre lo que el público sabe de los personajes y lo que los personajes no saben de sí mismos. Si esa dimensión objetiva del saber se hace necesaria es porque los personajes del drama se encuentran en una ignorancia que solo puede hacerse patente sobre el trasfondo de una verdad fija y bien conocida por otros. Así el público asiste, en esta tragedia de Sófocles, a una peripecia intelectual: la aventura de Edipo es la aventura del descubrimiento de su propia identidad, y nosotros asistimos a su peripecia con un conocimiento completo de ella —como los mismos dioses que han urdido su destino—.

Para que tanto la ironía verbal como la ironía de situación funcionen, es preciso que el autor cuente con que el destinatario va a ser capaz, en primer lugar, de detectar la presencia de la ironía y, en segundo lugar, de descifrar su sentido: la ironía se cumplirá felizmente si el autor y el lector, o el público, comparten un determinado conocimiento. Y más todavía: el efecto trágico será mayor cuanto mayor sea la diferencia entre el conocimiento que comparten el público y el espectador y del que está privado, sin embargo, el personaje. La verdad que inconscientemente dice Edipo cuando se refiere a la malograda descendencia de Layo produce lo que para Aristóteles era el efecto trágico característico: nos estremece de compasión por la triste situación de Edipo y nos hace temblar de miedo por nuestra humanidad común con él y por lo incomprensible del mundo que compartimos. La diferencia entre lo que el público sabe de Edipo y lo que Edipo sabe de sí mismo es entonces tajante.

La ironía trágica está presente a lo largo de toda la tragedia. Por ejemplo, Edipo habla de sí mismo como quien «lo hace todo»: en el sentido intencionado de disponerlo todo para descubrir al asesino y en el sentido oculto, pero claro para el público, de haberlo hecho todo; es decir, haber cometido crímenes que sobrepasan cualquier límite. Así, por medio de una ironía verbal, el público cae en la cuenta de la ironía de situación en que se encuentra Edipo, tendiendo una trampa en la que él mismo va a caer.

Para que ocurra la ironía tiene que darse una situación que invierta o contraríe las expectativas, aunque no necesariamente nuestras expectativas: así, por ejemplo, la ironía trágica suele funcionar porque juega con las expectativas del público, expectativas que (esta vez sí) son contrarias a las de los personajes, y el efecto trágico tiene lugar precisamente porque las expectativas del público son confirmadas mientras que las de los personajes se ven trágicamente contradichas, se ven incluso dadas la vuelta. Así, cuanto dice Edipo resuena en los oídos del público de forma revertida, y esta resonancia imprime un acento siniestro e insospechado en las palabras del héroe: tanto lo que el público oye como el propio desenlace del drama, constituyen una especie de comentario que se superpone a las palabras de Edipo, un comentario que trasciende el nivel de la ficción en que las pronuncia y que frustra y complementa a un tiempo las intenciones y los sentidos literales inherentes a las mismas. Por eso la ironía trágica se manifiesta principalmente en situaciones en que el personaje se ve atrapado por sus propias palabras: Edipo, pues, se expresa como un oráculo, pues dice la verdad, sí, pero una verdad que exige ser interpretada, decodificada.

Para que la ironía pueda producir un efecto trágico es preciso que se produzca, pues, una inversión, por más que esta inversión pueda (y generalmente deba) ser previsible para el público. El elemento característico de la ironía será el modo en que el poeta juega con el sentido real de las palabras y con el sentido que parecen tener. Esta divergencia entre ser y parecer pivota sobre la extraña relación entre lo que es intrínseco a la obra y lo que es extrínseco. Lo que para el público es el sentido real de una determinada expresión, para el personaje puede ser un sentido insospechado y, por supuesto, totalmente ajeno a su intención.

Un mismo acto de habla toma entonces dos direcciones divergentes: una hacia el interior de la obra, otra hacia el exterior. Por eso, al servirse de la ironía trágica, el poeta rompe en cierto modo con la ficción trágica y apela directamente al público desde su condición de poeta. De ese modo, la ironía llama además la atención del público y del lector sobre el problema hermenéutico mismo, es decir, sobre el problema de la interpretación de los textos, de todos los textos: al mostrarle que las expresiones pueden tener múltiples significados le advierte, también, que posiblemente tenga más de los que él mismo sospecha.

La ironía hace entonces un guiño al público pero también le previene de la ilusión de haberlo comprendido plenamente: nos deja siempre con la duda de si no habrá una nueva ironía, cruel y recursiva, que nos estemos perdiendo. Por eso, debido a esos dos niveles de enunciación en que se da la ironía, se podría decir que tiene una función metacomunicativa: las palabras en que se formula no refieren solo —ni siquiera principalmente— a una realidad extralingüística, sino a la ficción literaria misma: mencionan la distancia y recuerdan el espacio mediatizador que es el escenario.

La participación en festivales trágicos, o la lectura de una obra de ficción, es un dispositivo que permite romper con el tiempo en que se desarrolla la vida cotidiana, la llamada vida real. Los dramas se representan en un «tiempo suspendido», y participar en una ficción conlleva suspender algunas convenciones que sostenemos en nuestra práctica habitual, especialmente las convenciones que tienen que ver con la veracidad del lenguaje. Cuando participamos en una obra de ficción dejamos de lado cuanto tiene que ver con la «correspondencia» entre lenguaje y mundo. De hecho, en un libro reciente Antonio Valdecantos se refiere a la ironía como un mecanismo que permite suspender la responsabilidad en el discurso. El recurso trágico de la ironía, sin embargo, trae consigo una nueva suspensión: en este caso, la ironía trágica conlleva una suspensión de la propia ficción dramática y una supresión de la distancia. Una distancia que se lograba mediante la puesta en escena de personajes procedentes de un mundo mítico y que, por eso mismo, mediaban entre el poeta, su realidad y la propia materia mítica.

La distancia creada por la representación dramática le permite al dramaturgo operar con una cierta libertad respecto de algunas convenciones (¡no de todas!) que rigen en la vida pública. La ironía es, a su vez, un recurso que permite una toma de distancia frente a lo que se afirma: por eso la ironía permite una actitud desapegada frente a lo más querido y una actitud objetiva frente a lo más íntimo. Así, de entre las artes que se desarrollaron en Atenas, la tragedia se caracteriza precisamente por esa distancia que, si bien puede suprimirse por mecanismos como la ironía, no puede acortarse (recuérdese el episodio de Frínico, al que le costó una buena multa la representación de los acontecimientos, demasiado vívidos y reales, de las revueltas de los hermanos jonios de Asia Menor).

Al romper con la ficción, la ironía facilita al poeta una toma de distancia con su propia obra de ficción y, al llamar la atención del público, facilita también una vuelta momentánea al mundo de veras, una vuelta a la vida real. Y así, si la tragedia permite una suspensión temporal del transcurso de la vida, la ironía permite a su vez suspender la ficción y recordarnos que, en el mundo real, lo que se trae entre manos el poeta es algo muy serio. Podemos ver, entonces, en este drama inundado de ironías, una metáfora de lo que el propio teatro es: una peripecia intelectual que, como la de Edipo, puede que no nos haga mejores, pero nos permite vislumbrar lo que somos y cuestionar lo que creíamos que éramos.

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* Rocío Orsi Portalo, nacida en Madrid, en 1976. Estudió Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Se doctoró en la Universidad Carlos III de Madrid en el año 2006, donde enseña filosofía desde el año 2004. Ha traducido, entre otros, a los filósofos Martha Nussbaum y Bernard Williams, y ha publicado la monografía El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles (Plaza y Valdés, 2008), en colaboración con el Instituto de Filosofía del C.S.I.C. Es editora de El desencanto como promesa. Fundamentación, alcance y límites de la razón práctica (Biblioteca Nueva, 2006) y, junto con Laura Branciforte, de Ritmos contemporáneos. Género, política y sociedad (siglos XIX y XX), que saldrá próximamente en Dykinson. Es autora, por otra parte, de otros artículos y recensiones en revistas especializadas, y editora del blog EconomiayPolitica.es

1 COMENTARIO

  1. Me encanto la explicación! Ahora lo pude entender mejor…sugiero igual que te faltaron algunos ejemplos! 🙂

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