ESTACIÓN RICAURTE
Por Julián Silva Puentes*
La Estación Ricaurte se encuentra ubicada a mitad de camino entre mi casa y el lugar de mi trabajo. El lugar de mi trabajo se encuentra a una hora y media de donde vivo. Vivo tan lejos de mi lugar de trabajo que en una semana puedo leer un libro de 200 páginas e incluso escribir un artículo como el presente.
La estación Ricaurte del Transmilenio de Bogotá, se encuentra ubicada en un sector para nada tranquilo de la ciudad. Con esto quiero decir que si se camina afuera de la estación después de las 9:00 p.m. en una noche cualquiera de la semana, bien podría no volver a caminar jamás. Al menos no en este plano de existencia que llamamos vida en la Tierra.
La estación de la calle 45 se encuentra a una cuadra de donde vivo, por ende, me lleva cinco minutos tomar el bus que me acercará a la Estación Ricaurte y de allí al lugar de mi trabajo. ¿Por qué hago tanto énfasis en algo tan aburrido como la ruta que tomo para ir a la oficina? No sé. Puede ser porque son las 5:30 a.m. y me encuentro subido en un bus y no hay nada mejor qué hacer. Afuera llueve y estoy sentado en una de esas sillas duras y lisas que bien podrían estar mojadas con orines. No lo sé porque no quiero pasar la mano por la silla. Con mi culo es suficiente.
Una señora sentada a mi lado estornuda con esa furia que hoy en día nos llena de terror. ¿Tendrá Covid?, me pregunto a mí mismo: ¿Mimismo, será posible llegar a final de año con vida después de entrar y salir 10 y hasta 12 veces a la semana de uno de estos cochinos buses camino al trabajo?, me pregunto a mí mismo de nuevo, porque el miedo a morir de esta horrorosa enfermedad es tan real como mi buen amigo Ricardo a quien se lo llevó hace tres meses. Tres meses. Todavía no me lo creo. Treinta y seis años de edad y una carrera promisoria. También era un muy buen tipo mi amigo Ricardo. Aun con todo, el Covid–19 lo despertó de este sueño que significa estar vivo en menos de tres meses.
Pero este escrito no será acerca de mi buen amigo Ricardo porque no creo tener las palabras que le hagan justicia a su vida. No. Este es un escrito acerca de nada porque es muy temprano en la mañana, hace mucho frío y afuera llueve. También tengo tanto trabajo por hacer que me siento abrumado y además le tengo mucho miedo al futuro. Son demasiados «muchos» para un párrafo, pero no importa. No tengo la paciencia ni la inspiración para que esto sea diferente a un escrito hecho en el Transmilenio a las 5:30 a.m.
* * *
Soy abogado. Para las únicas personas que me leen, es decir, para los 3 o 4 pobres diablos que me leen desde hace 10 años, esto no es un secreto. No lo es porque a falta de imaginación debo escribir acerca de mi propia vida. ¿Quién soy, de dónde vengo y qué hago para vivir? Ese tipo de cosas. Entonces, para quien no lo sabe: soy abogado y no he tenido nunca más dinero en mi vida del que hago mes a mes trabajando. También puedo decir que soy un hombre y mi mujer se llama Diana. Ella es abogada también. Es muy buena en su trabajo y mucho más inteligente que yo. También es la mejor cómplice que un hombre, hastiado y maravillado a la vez con su vida, pueda tener. A veces bromeamos diciendo que si algún día me diera por prenderle candela a un edificio lleno de oficinas, ella me cubriría. Diría que esa noche nos encontrábamos dando una vuelta en la calle o viendo la televisión en la casa.
En ese sentido soy un hombre muy afortunado. Nadie en el mundo tiene una mujer que con toda certeza vendería su alma al Diablo con tal de sacarme de un problema. Con esto quiero decir que ella es fiel y que me entiende además, sin importar que hasta ahora no haya podido darle nada salvo mi humanidad y los miedos y quimeras que me asaltan todos y cada uno de los días de mi estúpida vida.
Hasta aquí voy bien. No tan bien como quisiera, pero soy tan sólo un hombre que viaja en bus camino a su trabajo a las 5:30 a.m. Entonces, bajo las circunstancias, creo que lo estoy haciendo muy bien; encontré el impulso que no hallaba hace tres meses para hablar de manera desvergonzada de mi vida privada. Sigamos pues poniéndonos en vergüenza.
Como dije antes, soy abogado y he tenido muchos trabajos desde mis 24 años de edad hasta mis casi 41. El que tengo actualmente es tan abrumador que no sé cómo manejar la carga laboral y las responsabilidades. Es por eso que no he vuelto a escribir una de estas confesiones que suelo hacer para la Revista Cronopio y para la página de la editorial Zenú. Pero lo importante es que lo estoy haciendo ahora sin importar cómo salgan las cosas. Seguimos pues.
Trabajo pde Bogotá, en el otro extremo de la ciudad, en lo más profundo del sur. Aquí en Bogotá, a diferencia de Bucaramanga, el sur es la parte más vulnerable. Entre más al sur te adentres, más vulnerable de que te pase algo malo te encuentras. Afortunadamente, a mí no me ha pasado nunca nada. En casi cinco años de vivir en Bogotá y en los ocho meses de trabajar en el sur, jamás he sentido temor por mi vida.
En ese sentido, entre menos tengas, más seguro te encuentras. Entre más fracasado luzcas frente al mundo, menos posibilidades tienes de que te arrebaten la vida camino al trabajo. Eso es bueno. Ser un don nadie en un mundo de tiburones ambiciosos, es bueno. No por ello estás exento de peligro. Siempre habrá algo o alguien que quiera algo de ti en el mundo de allá afuera en donde tantísima gente tiene tan poco y tantísimos pocos tienen muchísimo. Es por eso que debes agachar la cabeza y tratar de lucir más insignificante de lo que en realidad eres.
Insignificante. Qué manera tan fea tenemos de referirnos a nosotros mismos. Fracasado. Insignificante. Perdedor. Es diferente cuando lo decimos de nosotros mismos, pero cuando alguien usa un epíteto semejante para referirse a ti, duele. A mí, por lo menos, me duele porque siento que en parte tienen la razón. Claro que yo lo digo en broma, cuando me llamo a mí mismo un perdedor, lo digo en broma pero un poco en serio. Es cierto que siento como si hubiera logrado un 10% de todo lo que espero conseguir de la vida. Es cierto también que no tengo más de 50.000 pesos en mi billetera en este momento. Es cierto que tengo un computador viejo y 157 libros en mi biblioteca. Esas son mis posesiones. Entonces, con el estándar del mundo, no teniendo en dónde caerme muerto, soy un fracasado con todo el poder de la palabra. No obstante.
No obstante, mi mundo interior es tan vasto como estrellas hay en el cielo. Eso es algo, Mimismo, me digo para darle ánimos a ese pobre Mimismo que recibe tanta dureza e implacabilidad de mí mismi.
Así que: Mimismo, me digo a mí mismo, ¿cómo llegamos hasta aquí? Hasta aquí es la Estación Ricaurte. Llevo 35 minutos en el bus y me falta todavía una hora. Dentro de la Estación de Ricaurte debo cruzar un túnel. 15 minutos me lleva cruzar toda la estación hasta llegar a la parada que me llevará hasta mi destino. Tengo mi libreta en la mano y me detengo para hacer un apunte y continuar con esto que estoy haciendo ahora. Ya son las 6:00 a.m. y por fin salió un poco de luz entre las nubes negras y el sol que no logra darse a ver. Darse a ver en esta mañana fría y lluviosa.
Cinco años llevo en Bogotá trabajando en una firma de abogados, dos call centers, una entidad del distrito dedicada a proteger el espacio público de esta ciudad y para el distrito de Bogotá haciendo lo mismo respecto al espacio público.
Soy la oficina de espacio público de una alcaldía local. Debo llevar procesos, contestar peticiones, asistir a reuniones e ir a operativos nocturnos. Esa es la peor parte del trabajo: los operativos nocturnos. No lo digo únicamente por el hecho de trabajar en la noche de un viernes o sábado, lo cual es horrible, no. Lo digo porque es peligroso. Exactamente así como suena. Es peligroso porque debemos entrar a los bares y decirle a la gente que use el tapabocas y que mantengan la distancia y no llenen el establecimiento. Protocolos de bioseguridad. El problema con todo ello es que la gente borracha es agresiva y por ende, estúpida. También es muy pero muy mala.
—¡A la salida los vamos a coger a cuchillo! —me dijo hace un par de meses alguien a quien le pedimos que saliera del bar porque no estaba usando tapabocas.
—Doctor, esta gente habla en serio —me advirtió uno de los auxiliares de la alcaldía cuyo trabajo es justamente hacer de escudo humano para cuando las cosas se ponen peligrosas y no tenemos acompañamiento de la policía.
—Por favor, llámeme Julián —le respondo al auxiliar.
—¡Julián, esta gente nos va a matar! —insiste el auxiliar.
Me causa mucha gracia cuando los auxiliares me llaman doctor, porque a duras penas logro ocultar mi ignorancia respecto de las cosas de mi profesión; en todo caso siempre estoy dispuesto a prestar solícito mi enorme inutilidad para que sea mi trato amable quien hable por mí y oculte de paso todos mis recurrentes errores.
Así y sólo así he logrado sobrevivir todos estos años al mundo laboral: por mi trato amable y una serie de felices accidentes que me han salvado la tarjeta profesional en más de una ocasión.
No obstante, no hay quién pueda salvarte de una turba ebria y malvada y por eso corremos hasta la camioneta que nos espera con el motor en marcha, porque no es la primera vez que debemos huir de un operativo. Con esto quiero decir que se debe lidiar con el mundo de allá afuera, afuera de ti mismo, porque sin importar la vastedad de nuestro mundo interior, tenemos necesidades fisiológicas qué satisfacer y tenemos la necesidad también de protegernos de todo aquello que puede arrebatarnos la vida. Aquellas personas que esperaban «cogernos a cuchillo», definitivamente no estaban pensando en mi mundo exterior ni mucho menos en el interior. Por eso me subí a la camioneta de la alcaldía lo más rápido que pude, y cuando le conté a Diana todo lo que vi y lo que casi dejé de ver en cuanto llegué a casa, me dijo:
—¿Por qué te metiste a ese bar sin acompañamiento de la policía?
—Porque debíamos empezar el operativo y la policía nada que llegaba —le respondí en tono defensivo, como si lo que sucedió hubiera sido una tontería y mi trabajo estuviera por encima de todas las cosas, incluso de mi propia vida.
En todo caso, no discutimos más allá de los reclamos de Diana, porque era de madrugada y además estábamos tan felices de vernos que pusimos una película y nos dormimos a los diez minutos de encender la televisión, porque una vez que sale el sol ya no se puede seguir durmiendo por más cansado que se encuentre. Como esta madrugada de lunes, por ejemplo, cuando después de dar vueltas durante dos horas en la cama, me alisté y salí a tomar el Transmilenio con este frío que se cuela por la cremallera de la chaqueta y hasta por las costuras de los cordones de mis zapatos. Y es que hace tanto frío que me duelen los dedos mientras escribo; asimismo, el bus está temblando también, pero no de frío sino por los huecos de la calle. Podría pensarse que estamos a bordo de un avión en plena zona de turbulencia, y durante un momento fantaseo con la idea de encontrarme a punto de aterrizar en la costa y no montado en un bus camino al trabajo.
* * *
El minuto de fantasía en donde me imagino aterrizando en la costa se acaba en cuanto miro la hora: 6:45 a.m. Falta poco para llegar a mi destino, pero a diferencia de la costa, en cuanto me baje en mi parada, no me recibirá el sonido del mar y 27 grados de calor, sino los alaridos de alguien a quien le acaban de robar el teléfono. ¡Qué lugar tan feo!, me digo a mí mismo en cuanto pongo pie en la calle y me dirijo hasta llegar a la entrada de la alcaldía. Me tomo un minuto en tocar la puerta y me toman dos segundos salir corriendo de vuelta a la estación del bus para regresar a casa con Diana y llamar a la oficina y decir que quiero trabajar desde casa o de lo contrario voy a renunciar. Estoy tan harto de todo que en verdad pienso que me dejarán ir así sin más, pero para mi sorpresa me dicen que haga lo que quiera siempre y cuando responda por los cientos de requerimientos que la ciudadanía interpone cada cinco minutos en contra de la administración. Así que llego a casa y me entrego con indolencia al descanso que no he tenido en meses, y siento que la vida vuelve a ser buena cuando entro por la puerta y le cuento a Diana lo que acabo de hacer. Ella se pone tan feliz que hace lo mismo y planeamos un viaje a la costa ese fin de semana que al final de cuentas no hacemos, porque permanecer debajo de las cobijas durante cuatro días es suficiente para recobrar nuestra fe en el mundo de allá afuera, en donde contamos las horas para regresar a casa y saber que tan solo basta con estar presente para ser verdaderamente feliz.
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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda» (2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actualidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.