EXECRABLES RECUERDOS
Por Claudia Patricia Ortega Guerrero*
La maestra había descubierto que los recuerdos eran los causantes del comportamiento extraño de todos sus alumnos. Se levantaba cada mañana con la esperanza de que estos ya no les hicieran daño, que Ronald dejara de arrancarse la piel, que Manolito «el mudo» por fin hablara, que Dani ya no se defecara en clase, que Marlyn no se aruñara la cara ni se arrancara más sus cabellos en los momentos de histeria, que Mariana no convulsionara más, que Esneda dejara de escuchar a sus fantasmas, que Natalia volviera del más allá, de ese lugar extraño al que se iba por momentos cuando los malditos recuerdos la poseían y sus ojos ya no miraban acá sino allá, y que Jefferson por fin dejara de pintar una y otra vez la misma escena sangrienta de la muerte de su padre. Con la cabeza en la almohada, Margaret pensaba en sus niños y planeaba estrategias para ayudarlos a salir de ese infierno. Recordaba el suyo cuando tenía la misma edad que ellos y sabía que solo el amor y los consejos de su madre, eran lo que la había ayudado a salir de allí. Así que los acogió maternalmente a todos.
Se transportó a su pasado e inspeccionó en sus recuerdos tratando de hallar algo que le sirviera, y ese algo estaba en los gustos de la niña que vivía allá escondida en su memoria; la que siempre la acompañaba como una sombra. En ella estaría lo que la maestra buscaba. Pensó en sus sueños frustrados y de pronto la vio. Estaba contenta, bailando, dando vueltas como una bailarina y cogiendo con sus manos el vestido de encajes blancos y cinturón de seda rosado que siempre quiso. Allí estaba, sintiéndose como una princesa de los cuentos de hadas, en la gran fiesta, la de su cumpleaños, aquella que siempre soñó. Acostada en su cama, con las manos en la almohada sosteniendo su cabeza y con los ojos fijos en el techo, Margaret se recordaba pequeña. Estaba en la cama, en la misma posición en que ella se encontraba en ese momento y también miraba al techo, pero la niña pensaba en otra cosa; pensaba en su fiesta, la de sus siete años. Quería que hubiera una enorme piñata, con sorpresas, con una gran torta que tuviera una de esas velitas que se apagaban y volvían a encenderse como por arte de magia, con muchos globos de colores, con dulces, con animadores que no fueran payasos, con papitas para comer con salsa rosada, con rifas y regalos, muchos, muchos regalos. Así se vio ella, en medio de la fiesta.
Y en vez de contar ovejas para conciliar el sueño, Margaret se puso a contar en su mente las cosas que compraría para cumplir aquel sueño frustrado. Cuando la maestra les contó acerca de lo que se le había ocurrido en la noche, los chiquillos al escuchar la palabra fiesta saltaron felices de sus puestos, excepto Manolito, y armaron la algarabía. En cuestión de minutos, todos se le abalanzaron encima y la tumbaron. Margaret nunca había recibido tantos besos y abrazos en tan corto tiempo.
Les enseñó a hacer cadenetas de colores con papel seda y todos empezaron a trabajar en equipo. Margaret se arriesgó demasiado soltándoles las tijeras para cortar el papel; aunque estas eran de punta redonda, no dejaban de presentar un riesgo; pero los vió tan contentos, que le parecía un sueño verlos reír y hacer planes con la fiesta. Las cadenetas estaban quedando cada vez más largas así que Marlyn le pidió a la maestra que les abriera la reja y los dejará salir al patio para estirarlas y organizarlas.
Ese día había ocurrido algo que no había sucedido desde que la maestra entró al internado: los chicos por vez primera en dos meses no habían presentado crisis nerviosa. También fue la primera vez que no pelearon entre sí y lo que definitivamente asombró a la maestra fue ver a Ronald y a Marlyn juntos, pegando cadenetas. Antes de abrir la reja les manifestó que confiaría en ellos, que iba a tomar el riesgo de abrirles y dejarlos salir al patio, pero también les advirtió que si tan solo uno se fugaba o se comportaba mal, no se haría la fiesta. Los observó a todos y a cada uno de ellos, parecían otros. Aprovechó para acercárseles un poco más. Les preguntó si alguna vez habían tenido una fiesta de cumpleaños y pocos fueron los que dijeron que sí. Cuando Margaret hizo la pregunta, Manolito alzó inmediatamente su cabeza, no pudo evitar sonreír, sus ojos manifestaron alegría, pero su rostro se esforzaba por disimular lo que ya la maestra había entendido. Una gran felicidad sintió Margaret con la reacción de «El mudo»; su plan estaba funcionando y ella se sentía dichosa. Se agachó y se sentó a su lado —¿Cómo fue tu fiesta? Manuel agachó la cabeza y sus lágrimas cayeron en las manos de la maestra que sostenían las suyas. Al día siguiente ella les llevó unos gorros que había hecho en cartulina para que ellos mismos los pintaran. Los usarían en la fiesta y llevarían sus nombres. Ese día al igual que el anterior estaba lleno de alegría para los chicos, dialogaban entre sí, hacían propuestas de decoración, recordaban momentos alegres y le hacían infinidad de preguntas a la maestra.
Todos estuvieron en sus puestos muy juiciosos. Cada uno pintó el gorro a su gusto. La maestra admiró su obra de arte; les regaló unos caramelos, los felicitó por haberse comportado tan bien y sacó uno a uno los gorros al patio para que el sol los secara. Los niños estaban felices con la actividad y la reja quedó abierta. La maestra estaba a unos metros del salón organizando los gorros en el suelo, cuando pasó el guardia y la alertó sobre la fuga de un niño que llevaba pocas horas de haber ingresado al internado, rescatado de una toma subversiva y la importancia que tenía encontrarlo lo más pronto posible. Al parecer, podía estar escondido y no se sabía de su reacción, por lo cual el guardia le pidió cerrar la reja y tener cuidado con los niños. La maestra habló unos segundos con el guardia sobre aquella situación y de pronto escuchó las risotadas de sus niños y el bullicio que asustaba a Manolito. Los gritos de este la alertaron y corrió hacía el salón con el guardia. Los niños estaban en medio de un combate de pintura que se inició cuando a Ronald se le cayó su caramelo dentro del tarro de pintura blanca que tenía encima de su puesto. El niño metió su mano para sacar el dulce y al sacudirlo se pintó hasta el pelo. Marlyn al verlo soltó una carcajada burlándose de él y le dijo que no se ilusionará con ser blanco porque la pintura salía con el agua. Ronald le respondió lanzándole la pintura en la cara, esta le quitó a Dani «el cagado», la pintura que tenía en sus manos y se la arrojó. Dani se levantó enfurecido y le echó a Marlyn pintura amarilla en el cabello. Desde atrás, Miguel «Rata mona», se reía y le gritaba a Ronald que era un gallinazo pintado de blanco. Ronald se subió a su puesto y desde allí le tiró todas las pinturas que tenía en su pupitre. Miguel hizo lo mismo y uno de los tarros pegó en la pared rebotando en la cabeza de Manuelito. Él se puso a llorar y tiró todo lo suyo al piso. Natalia protestó porque Marlyn le echó pintura en el pelo y mientras le llamaba la atención, Mariana se vino por detrás y le vació un tarro de pintura roja en la cabeza. Natalia volteó y la cogió del pelo y ambas terminaron en el suelo que estaba inundado de pintura. Marlyn gritó fuerte a los demás.
—¡Chicos, montonera!
Todos se unieron a la batalla. Los pupitres, las paredes, el techo, el escritorio, los cuadernos, el piso, todo, todo el salón quedó bañado en múltiples colores y todos, pero absolutamente todos estaban pintados de pies a cabeza.
El timbre sonó justó en el momento en el que la maestra entró. Los niños salieron corriendo, era el último timbre, el que anunciaba el final de la clase, cuando pasaban a tomar el refrigerio para luego irse a descansar. No tuvo tiempo de llamarles la atención, ni de pronunciar una sola palabra. Su boca quedó abierta tanto como la del guardia. Dos horas le tomó a la maestra borrar la evidencia del ataque. Al día siguiente llegó sin nada en sus manos y los niños lo notaron inmediatamente; en coro le preguntaron que si ya no harían la fiesta; sabían que ese día estaba programado hacer la piñata. También sabían que habían hecho algo indebido y por eso la maestra estaba seria y no traía nada. Ella no les respondió. Los miraba y recorría el salón fila por fila. Nadie decía nada. Hasta que de pronto Ronald rompió el silencio y dijo:
—Fue Marlyn.
Los niños recibieron una charla de valores improvisada por la maestra, y les dijo que se quedarían sin ir a la finca y sin ir a la piscina como castigo a lo ocurrido. Margaret les suspendió las actividades para la fiesta, pero las retomó al día siguiente.
Todos la esperaban ansiosos, estaban afuera de la capilla; desde ahí se veía el ingreso de los docentes a lo lejos. Ellos esperaban a que se abriera el portón y veían a todos los maestros y demás personal que iban entrando; cuando la vieron llegar cargada de bolsas fueron a su encuentro. Corrieron la distancia de una cuadra desde la capilla hasta el portón, por la calle de palmeras. La maestra los vio venir. Corrían como en cámara lenta. Todos reían y se veían como los ángeles sonrientes que están en las iglesias. Levantaban el polvo igual que los caballos en medio de una carrera.
La construcción de la piñata sirvió para entablar un buen diálogo con cada uno de los niños. Fue ese día donde se dio cuenta que Marlyn odiaba los borrachos y por eso detestaba el olor a alcohol que traían los marcadores; por eso los marcadores de la maestra la hacían poner de mal genio. Margaret lo supo cuando la niña le preguntó cómo harían la piñata y ella le contestó que traería unos moldes para que ella le ayudara a hacerla. La notó preocupada e intranquila por si utilizarían o no los marcadores del tablero para hacerla.
Margaret indagó a Ruby, la enfermera del internado por el diagnóstico de Marlyn y ésta le contó que la niña había sido víctima de la trata de blancas poco después de que su madre desapareciera. El alcohólico de su papá perdió en juegos de azar todos los bienes que había obtenido de la mafia y en un ajuste de cuentas se le llevaron a su hija y a la niña que la cuidaba. Ambas fueron vendidas a un prostíbulo; de allí Marlyn fue rescatada y llevada al internado.
La maestra recordó los últimos ataques de histeria de Marlyn en el salón de clases. Estos ocurrieron precisamente cuando le pasaba el marcador para que ella escribiera algo en el tablero. Margaret acababa de enterarse del porqué de la reacción de la niña; acababa de tener la respuesta que no tenían los psicólogos y demás personal del internado que les seguían los pasos a los niños que presentaban este tipo de histeria. Aquel día descubrió otra cosa. Natalia que estaba sentada al lado de Marlyn, le pidió insistentemente a la maestra no colgar la piñata. Todos protestaron inmediatamente, enfurecidos, y rechazaron la propuesta. Natalia se puso a llorar y no respondió a las preguntas que Margaret le hacía para saber el porqué de su petición.
El diagnóstico de Natalia era Crisis de Ausencia, un tipo de epilepsia, pero benigna. La niña se veía bien hasta el momento en el que se iba del mundo, su mirada se quedaba fija, perdida, y se paralizaba igual que si estuviera jugando a «las estatuas», pero no era un juego. En esos momentos Natalia desaparecía, era como si no escuchara y luego volvía en sí como si nada.
La pequeña tuvo que ver a sus padres ahorcados, colgados de un árbol en la finca donde vivían. La maestra entendió el porqué de su petición. Natalia era la única niña que atemorizaba a la maestra. Cuando ella se desconectaba del mundo, sentía que algo extraño ocurría, era como si ese algo la arrancara de este mundo y se la llevara a algún lugar. La niña fijaba su mirada en un punto inexistente. Margaret la miraba, miraba sus ojos cuando quedaban inmóviles, pasaba sus manos lentamente intentando que estos siguieran los movimientos, pero nada, no ocurría nada, nada, nada; Natalia se había ido.
La maestra sentía la necesidad de crear bonitos recuerdos para ellos. Se obsesionaba cada día más con la idea de ayudarlos a superar sus traumas, no quería que aquellos recuerdos les hicieran más daño, no quería que ellos al recordar su desagradable pasado se agredieran o agredieran a los demás. Quería que sus alumnos pudieran ser unos niños completamente felices, que pudieran asimilar con tranquilidad lo que les había ocurrido en sus vidas; deseaba que ellos recibieran una educación especial pero lamentablemente eso era lo que precisamente no tenían. Margaret indagaba a los psicólogos y psiquiatras que atendían a los niños, incluso a los psicoterapeutas; les hacía preguntas sobre los comportamientos de los niños y cómo ella podía ayudarlos. De ellos aprendió lo que nunca le enseñaron en su carrera hacia la docencia, a conocer y detectar el comportamiento anormal de los niños víctimas de la violencia.
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*Claudia Patricia Ortega Guerrero. Estudiante de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle. Docente en el colegio San Pablo y en el colegio Liceo de los Andes de Buga Valle. A lo largo de su carrera universitaria ha obtenido varios premios y reconocimientos literarios, entre ellos el relato «Excecrables recuerdos» premiado por la Fundación SOMOS de Estados Unidos, «El día negro había llegado» y «Una mamá combatiente» premiados y publicados en las revistas culturales Regault Cuvântului» y «Sfera eonică» de la Academia Rumano–Americana de Artes y Ciencias de Rumania y varios de sus escritos han sido publicados en antologías de España.