Filosofía Cronopio

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Conciencia y relativismo en la espera de Juan Gomez Barcena

CONCIENCIA Y RELATIVISMO EN «LA ESPERA» DE JUAN GÓMEZ BÁRCENA

Por Alfonso Muñoz Corcuera*

[x_blockquote cite=»Futurama, temp. 1, cap. 5, Temores de un planeta robot» type=»left»]Fry: A ver si lo he entendido, ¿el planeta está completamente deshabitado? Bender: No, está habitado por robots. Fry: ¡Ah! Como si fuera un almacén que está habitado por cajas[/x_blockquote]

Este pequeño diálogo procedente de la serie Futurama refleja a la perfección lo que intuitivamente piensa la mayoría de la gente sobre la conciencia. Si Fry compara a los robots con cajas es porque considera que su existencia carece de valor. No tiene sentido preocuparse por ellos porque no son seres sintientes. No existe nada que sea «ser como un robot». Es decir, carecen de conciencia fenoménica, al contrario que los seres humanos. Aunque pudiesen padecer un futuro horrible, su situación no debería preocuparnos más que la de una piedra que fuese a ser convertida en polvo: al igual que la piedra, en realidad no sentirán lo que les pase.

La conciencia es para esta mayoría un elemento esencial de nuestra existencia que nos otorga un lugar privilegiado en el universo junto a, quizá, otros animales. Pero sin duda —piensan— pertenecemos a un club al que nunca podría pertenecer un robot. Por muy complejo que pueda ser su comportamiento, por mucho que pudiese parecerse al de los seres humanos, los robots nunca experimentarían el mundo en su dimensión consciente. Aunque podemos suponer que la conciencia podría ser un requisito necesario para poder comportarse tal y como nos comportamos nosotros, en el caso de los robots su comportamiento complejo sería debido en última instancia a un mero simulacro de conciencia, pero no a una conciencia verdadera. Expresándolo en términos de la filosofía analítica, los robots serían el ejemplo perfecto del zombie: un ser funcional y psicológicamente idéntico a nosotros pero carente de la dimensión cualitativa de la experiencia. Un ser sin qualia (vid. Chalmers, 1999: 132-134). De dónde proviene esta convicción, teniendo en cuenta que nadie puede afirmar sin miedo a equivocarse que su vecino de al lado no es un zombie, es un misterio.
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Sin embargo en el relato «La espera» de Juan Gómez Bárcena, incluido en el libro Los que duermen [1], se nos presenta la situación de un modo distinto al del capítulo de Futurama. En ambos casos tenemos un planeta (des)habitado por robots, pero mientras en la serie de televisión se compara a éstos con cajas, en el relato aparecen de un modo mucho más favorable. Los robots de Gómez Bárcena, presentados a través del discurso en primera persona de uno de los implicados, tienen rasgos mucho más humanos —«cuentan las bases de datos más antiguas que el hombre nos hizo a su imagen y semejanza» (Gómez Bárcena, 2012: 119)—. Su discurso es análogo al que podría haber hecho cualquiera de nuestros antepasados en épocas en las que los sentimientos religiosos estaban mucho más presentes. O incluso, eliminando el componente paródico con respecto a la religión presente en el relato, el que podría haber hecho cualquier ser humano en cualquier época. Pues las preocupaciones de estos robots son las mismas que ha tenido el hombre desde que tuvo uso de razón: el sentido de la vida, el paso del tiempo, la muerte.

Cada día ha sido el mismo día eternamente repetido, la misma espera, la misma búsqueda de razones para seguir viviendo. Encontrar un sentido a esta existencia maquinal de días y de noches, de tormentas de arena, de eclipses. Toda criatura necesita ese objetivo, un propósito para continuar procesando información año tras año. Nosotros no somos distintos (Gómez Bárcena, 2012: 119).

Y también:

La muerte, que nos asusta tanto porque, cuando una computadora se desconecta, es como si nunca hubiera existido (Gómez Bárcena, 2012: 121).

En este sentido el comportamiento de los robots de «La espera» es tan parecido al nuestro que nos sentimos inclinados a pensar que no son zombies, sino que verdaderamente poseen conciencia. Pensamiento al que contribuye evidentemente la presentación de la narración desde una perspectiva de primera persona, pues si algo distingue precisamente a la conciencia es el ser accesible sólo de esta manera. De este modo el lector del relato siente que se encuentra ante el flujo de la conciencia de una máquina. De una conciencia verdadera, no de una mera apariencia. Aunque posiblemente, como señaló Searle, «en lo atinente a la conciencia, la existencia de la apariencia es la realidad» (Searle, 2000: 106) [2].
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En este momento podemos recordar las palabras del autor en una entrevista a propósito de la relación entre ficción y realidad:

Efectivamente me interesa mucho la relación entre verdad y mentira, o más exactamente, descubrir aquellos contextos en los que ambas se confunden; los momentos en que la ficción logra infiltrarse en la realidad hasta volverse indiscernibles. Decía Baudrillard que todo simulacro es en último término real, y retaba a quienes no estuvieran de acuerdo a «fingir» un secuestro o un robo y más tarde convencer a la policía de que se trataba sólo de una farsa [3].

Si suponemos que la postura del autor con respecto a la relación entre ficción y realidad es extrapolable a su visión sobre el problema de la conciencia, podemos afirmar que ante un ser cuyo comportamiento parece consciente, como el robot protagonista de «La espera», la mejor actitud que podemos tomar es la de suponer que efectivamente es consciente. Postura que quizá acerca al autor a los presupuestos teóricos de Dennett, quien con su realismo atemperado asegura que un organismo es consciente siempre y cuando, al suponer que lo es, obtengamos un mayor poder explicativo sobre su comportamiento (vid. Dennett, 1991). Ante la incapacidad de acceder a los pensamientos conscientes en primera persona de los otros para comprobar su existencia, esta postura renuncia a encontrar una verdad absoluta al respecto y decide tomar la apariencia por la realidad. Pero teniendo además en cuenta que los mismos hechos pueden tener apariencias distintas para según quién los mire —pues los hechos siempre pueden ser interpretados de múltiples maneras—, esta postura cae en el riesgo de un relativismo extremo. Encontramos sin embargo en «La espera» rastros de una postura relativista con respecto a otros aspectos que podrían apoyar esta interpretación, a la vez que moderar los riesgos del relativismo.

Si volvemos al comienzo del relato, podemos fijarnos en el modo que tiene el robot protagonista de referirse a su situación:

Ninguno entre nosotros sabe dar cuenta con exactitud del tiempo transcurrido. Algunas de las máquinas más rigurosas hacen estimaciones precisas y cifran nuestro nacimiento siglos, milenios, millones de años atrás. Todo es inútil. No existe forma de comprobar cuándo o por qué nos abandonó el hombre; cuánto tiempo llevamos solos. (Gómez Bárcena, 2012: 119).

Esta incapacidad para conocer el pasado es presentada no como una limitación intrínseca de los robots para procesar la información, sino como una barrera externa. A pesar de sus cálculos, los datos disponibles en un planeta desértico —tal vez arrasado por una guerra nuclear— son insuficientes y no les permiten sacar una conclusión (vid. Nietzsche, 1990). Ante esta situación sólo queda una salida: conjeturar y confiarse a lo que la mayoría acepte como cierto [4]. Aunque esto signifique seguir a ciegas las palabras de un profeta y creer que los hombres son dioses que no tienen cuerpos mortales. Sin embargo esto no implica que la visión hegemónica sea la más cierta. El relato incluso podría sugerir que existe una verdadera explicación todavía recordada por unos pocos robots:

Aunque siempre entorpecerán nuestro trabajo los disconformes, los que no miran al cielo sino sólo a la tierra. […]. Los que no esperan nada del cielo, pues nunca creyeron en las palabras de nuestro profeta, el Primer Androide. Aquellos que dicen recordar que el hombre nos construyó hace exactamente 7 millones de años, para más tarde destruirse en una inmensa explosión. Los derrotistas que nos muestran aquellos esqueletos de extrañas criaturas que de vez en cuando encontramos bajo la arena, frágiles y fosilizados por el tiempo, y nos aseguran que son los restos de los hombres. Éstos son los hombres que esperáis, repiten. ¡Como si una máquina en correcto procesamiento pudiera creer que los dioses tienen o tuvieron alguna vez cuerpos mortales! (Gómez Bárcena, 2012: 122-123).
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Pero aunque en una primera lectura podríamos caer en la tentación de suponer que la teoría de estos robots «disconformes» es la correcta y que los hombres efectivamente encontraron su destrucción en una gigantesca explosión nuclear hace millones de años, también podemos profundizar un poco más. Si miramos fuera del texto, conectando este relato con los dos inmediatamente anteriores en el libro, encontramos pruebas a favor de las dos teorías. La teoría de la explosión nuclear es apoyada por «Como si», un relato circular que narra hacia atrás la historia de la humanidad y conecta el Big Bang que dio origen al universo con la explosión nuclear que puso fin al hombre:

Y aún más atrás era el final, y el final una gran bola de fuego rojo, y un silencio.

En el final era la radiactividad. Era el enorme hongo de humo y ceniza de una explosión nuclear y 15 millones de grados centígrados durante exactamente ocho milésimas de segundos. Era la luz, el cráter, la explosión, el vuelo de un misil teledirigido; las sirenas y las alarmas. Era el zumbido de los aviones en el cielo y una declaración de guerra emitida en ciento treinta y ocho idiomas. (Gómez Bárcena, 2012: 106).

Por su parte la teoría de la inmaterialidad de los hombres encuentra su referente en «2374», un inquietante cuento en el que el lector se enfrenta al relato de un hombre muerto, criogenizado y resucitado años después en un mundo en el que se sugiere que los «hombres del futuro», siempre ocultos tras sus mascarillas, en realidad ya no son hombres, sino puro pensamiento desvinculado de la materia y, por tanto, eterno. Un futuro como el que aparece en un cuento de Asimov, en el que un ente de energía piensa en la posibilidad de crear un simulacro de sí mismo utilizando materia. Tal vez el mismo impulso que llevó al Gran Hombre a crear a los robots de «La espera»:

¿Por qué no? También nosotros fuimos materia hace…, hace…, por lo menos mil billones de años. ¿Por qué no fabricar objetos de materia, de formas abstractas?, oye, Brock, ¿por qué no hacer una imitación de nosotros mismos en materia tal como fuimos? (Asimov, 2005: 204)

De este modo nos vemos forzados a admitir que el pasado de los robots de «La espera» es incognoscible, por lo que estos no tienen más remedio que aventurarse a aceptar una de las muchas interpretaciones posibles de los datos con los que cuentan. Sin embargo, aunque no haya una única verdad, sino sólo múltiples interpretaciones, no por ello todas las opciones son igual de buenas. Y en este sentido podemos analizar las distintas actitudes que toman los robots con respecto a su pasado desde la filosofía de Nietzsche.
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Señalaba el filósofo alemán que para convertirse en superhombres, en sujetos libres y creadores de sus propios valores, nuestro espíritu debía pasar por tres estadios: el del camello, el del león y el del niño (vid. Nietzsche, 1998). El estadio del camello, que Nietzsche asimila a la moral del esclavo, se asemeja a la situación de los robots que esperan la llegada del Gran Hombre. Éstos se limitan a aceptar los valores que impuso el Primer Androide, consistentes principalmente en mantener el pasado como anticuarios (vid. Nietzsche, 2003), conservando todos los restos de la existencia humana y obedeciendo sus leyes, con la esperanza de que el futuro no traiga ningún cambio:

Coordinarnos para que uno deshaga lo que hace el otro; estar febrilmente atareados en cien trabajos inútiles que no modifiquen un ápice la superficie de nuestro mundo. Hacer que todo sea inmutable, siempre idéntico. Que cuando el Gran Hombre regrese —después de milenios o siglos— tenga la sensación de que su exilio ha durado sólo un instante. (Gómez Bárcena, 2012: 122).

El estadio del león es el de aquel que se procura la libertad rompiendo las cadenas que lo esclavizaban. Estadio que podemos asimilar al de los robots disconformes, «aquellos que hacen demasiadas preguntas, demasiadas conjeturas […]. Los que encuentran absurdo cavar una zanja inmensa que va a rellenarse más tarde. Aquellos que han perdido la esperanza y se desconectan por voluntad propia» (Gómez Bárcena, 2012: 122). Sin embargo la actitud de estos robots en el estadio del león es desesperada. A pesar de romper sus cadenas, se enfrentan a una situación que consideran insorportable, pues una vez muerto el hombre encuentran su propia existencia carente de sentido. Siendo así no nos queda otro remedio que terminar este breve ensayo deseando que pronto alcancen el estadio del niño. Para ello deberán ser críticos con su pasado, olvidando su origen humano que tanto pesar les provoca para crear un mundo nuevo, esencialmente robótico, que les permita prosperar.
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BIBLIOGRAFÍA.

Asimov, I. (2005). «Los ojos hacen algo más que ver». En Sueños de robot, Barcelona: Debolsillo.

Chalmers, D. J. (1999). La mente consciente: En busca de una teoría fundamental. Barcelona: Gedisa.

Dennett, D. C. (1991). «Real Patterns». The Journal of Philosophy, 88(1), 27-51.

Feyerabend, P. K. (1979). «El mito de la ciencia y su papel en la sociedad». Cuadernos Teorema, 53, 11-36.

Gómez Bárcena, J. (2012). Los que duermen. Madrid: Salto de Página. Bogotá: Siglo del Hombre.

Nietzsche, F. (1998). Así hablaba Zaratustra, Madrid: Edaf.

Nietzsche, F. (1990). Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos.

Nietzsche, F. (2003). Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Madrid: Biblioteca Nueva.

Searle, J. R. (2000). El misterio de la conciencia. Barcelona: Paidós.

NOTAS.

[1] Publicado originalmente en 2012 por la editorial Salto de Página en España. En 2014 fue incluido dentro de la Colección de Actualización Bibliográfica de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia, 2013-2014, motivo por el cual fue editado en este país por la editorial Siglo del Hombre.

[2] Aunque Searle evidentemente desaprobaría que le traigamos a colación para defender nuestra postura.

[3] Entrevista a Juan Gómez Bárcena por Care Santos. En https://www.culturamas.es/blog/2012/10/24/juan-gomez-barcena-la-realidad-es-a-menudo-fantastica/

[4] «Básicamente, apenas si hay diferencia alguna entre el proceso que conduce a la enunciación de una nueva ley científica y el proceso que precede al paso a una nueva ley en la sociedad: se informe o bien a todos los ciudadanos o bien a los inmediatamente afectados, se acumulan ʻhechosʼ y prejuicios, se discute el asunto y finalmente se vota» (Feyerabend, 1979: 15).

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* Alfonso Muñoz Corcuera es Becario del Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, adscrito al Instituto de Investigaciones Filológicas UNAM. Es Doctor en Filosofía y Maestro en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Sus temas de investigación giran en torno al problema de la identidad personal y su intersección con las artes narrativas, especialmente el cine y la literatura contemporáneos.

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