Sociedad Cronopio

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El hombre ups o maravillas en el umbral del closet

EL HOMBRE DE UPS, O MARAVILLAS EN EL UMBRAL DEL CLOSET

Por Estela González*

—¿Qué construyes?

Eso me dijo. Pregunta harto inocente.

Me encontraba en la terraza de mi casa, atacando con una lijadora la percha de mis gatas. Para los que son ajenos al mundo de la carpintería, la marca japonesa Makita se ha vuelto en México sinónimo de lijadoras de mano. Cabe aclarar que no soy carpintera; mis habilidades manuales no van más allá de la cocina. Mi trabajo es escribir, leer y enseñar literatura; y mi central de operaciones se ubica en el sillón de mi sala.

Pero este verano tenemos muchas reparaciones en casa, y quería ayudar a Ariane. Decidí lijar la plataforma desde cuyo alto nuestras gatas suelen observar la loca vida de nuestra familia: mis hijos Camila y Matías, con su música rock, su piano y su guitarra; las hermosas gatas Momo y Spunk; la perra Luna; Ariane y yo.

Lijar madera es una tarea nueva para mí, y hoy la disfruté bastante: es buen ejercicio para torso y brazos. La madera de deriva del río Otter Creek que Ariane usó para construir esta alta plataforma le daba un aspecto natural, asimétrico, divertido. Al lijarlos, los nudos del pino parecen abrirse como ojos de criaturas que juegan al escondite con cualquiera que los observe: en esta rama se adivina un castor; en esta otra, una rara ave de pico cilíndrico. Lentamente las superficies rugosas en que se acumulaban los pelos de las gatas quedan tersas, invitantes al tacto, sensuales. Es fácil enamorarse del trabajo cuando el producto de la labor viene de un ser vivo, lleno de posibilidades de transformación.

En eso estaba cuando el chavo que llegó a entregarme la medicina para la perra interrumpió su habitual carrera por mi fraccionamiento. Los empleados de UPS corren siempre. Al parecer la compañía les impone un horario apretado que los mantiene ágiles y atléticos. Pero este repartidor particular mostró tal interés en mi trabajo que se detuvo a preguntar, y yo mordí el anzuelo —soy conversona por naturaleza.

Mientras platicábamos él oteaba el jardín de mi casa, y pronto notó el caballete que sostenía el zoclo de madera que había pintado esa mañana.

—Tienes varios trabajos entre manos.

Era un muchacho simpático, con el look atlético y bronceado de los repartidores de UPS. Parece que los escogen así.

—En realidad soy novata, sólo quiero ayudar. —Señalé hacia el taller de Ariane donde la sierra eléctrica entonaba su estridente canción. —La artista, en realidad, es mi esposa.

Y allí, sin más, el simpático repartidor de UPS que tanto interés había mostrado en mi trabajo dio un paso apurado hacia atrás. Tropezó; estuvo a punto de caer.

—Bueno. No quiero interrumpirte.

Dio media vuelta y huyó antes de que pudiera despedirme de él.

Me dejó pensando en todos los años que crecí en México. Un país donde una mujer que camina sola por las calles debe estar preparada para recibir la atención masculina, la desee o no. Desde el inocente saludo, pasando por bromas, adulaciones, piropos; hasta verdaderas groserías, acosos o amenazas: toda mujer que ose andar sola por la calle tendrá que recibirlos y evitar cualquier provocación —como si la víctima fuera la provocadora. Debemos aceptarlos. Es más: nos han advertido desde la adolescencia que en realidad debemos desearlos, pues en su defecto podemos estar perdiendo el atractivo.
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Por mi parte he buscado durante años la fórmula mágica que calle a los piropeantes sin conducir a una escalación. Reconozco mi fracaso: nunca he logrado la respuesta ágil que me deje tranquila, sin invitar mayores interpelaciones. He probado todo tipo de respuestas corteses o simpáticas, y todas han dado lugar a más, no menos, de una conversación indeseada. Por eso, como hacen la mayoría de mis amigas, suelo limitarme al absoluto silencio, a la ceguera virtual que evita el contacto visual y acaba negando la existencia del interpelante, creando una barrera entre mi mundo y el suyo. Pero me desagrada esta estrategia: todos somos seres humanos y merecemos ser tratados como tales. En fin: evitar el piropo indeseado es para mí el santo grial de las relaciones de género en la cultura callejera mexicana.

Por eso la reacción del chavo a las palabras «mi esposa» me sorprendió gratamente. Después de pasar la mayor parte de mi vida en el closet vivo ahora como quien soy: una mujer madura, lesbiana, feliz y, espero, que mantiene su atractivo femenino. Y ahora que tengo una razón menos para invitar la atención masculina es cuando tropiezo con la solución al problema del piropo indeseado en dos sencillas palabras. ¿cómo no se me ocurrió antes? La frase «mi esposa» es infinitamente mejor que «mi novio» o «mi esposo». Supone que si los hombres respetan a la interpelada no es porque tiene dueño. Lo hacen porque tiene pareja. Y su género es irrelevante.

En mi caso, las palabras «mi esposa» son mejores porque expresan mi verdad, una verdad que hasta hace pocos años nadie conocía.

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* Estela González es escritora mexicana. Escribe en inglés y español sobre experiencias liminales entre fronteras y sexualidades. Ha publicado cuentos, ensayos y comentarios en Barcelona Review, Cobalt Review, Lesbilicious, la Revista Mexicana de Literatura Contemporánea, Salon, Sol Literary Magazine, Solstice Literary Magazine y theVermont Public Radio. Como crítica literaria ha publicado numerosos artículos y el libro El dinosaurio sigue allí: Arte y política en Monterroso. Es doctora en letras por la universidad de Nueva York en Stony Brook, y maestra en bellas artes por el programa Solstice en Boston. Catedrática de literatura y cultura en Middlebury College en Vermont, Estados Unidos.

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