Acronopismos y otras delicatesen Cronopio

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Hablando del acto de escribir

HABLANDO DEL ACTO DE ESCRIBIR

Por Manuel Cortés Castañeda*

  1. Siempre otro iluso termina escribiendo el poema que a uno le hubiera gustado escribir, o haber escrito; solo que ese iluso anda en las mismas…
  2. Entre poetas nadie se da cuenta de que todos terminamos diciendo, o escribiendo lo mismo de diferentes maneras y que entre más obvio sea este lo mismo, o más esté a la vista, más ciegos somos. Y todo porque escasamente leemos y si lo hacemos, lo hacemos con un cuchillo en la mano… acosados por la ansiedad y el miedo de encontrar un poeta que nos guste, que nos sorprenda, que nos ilumine… y eso ya pondría en entredicho nuestra propia escritura…
  3. Si los poetas antes de acabar un poema o un texto lo leyeran, y si es posible desde la perspectiva de otro que nos mira sin contemplaciones, sin ser nadie, entonces otro gallo cantaría y se olvidarían de escribir su ars poética: esa obsesión terrible de querer saber qué es la poesía, y pensar que la nuestra podría ser la solución del enigma…
  4. El poeta es como un perro de caza. Se somete a la tortura del hambre sin darse cuenta y ya en faena pone lo mejor de sí, las mejores piruetas, lo mejor de su hocico, su mejor obsesión, su mejor angustia… esperando que al menos le toquen los intestinos, si es que algo le toca, o si logra levantar una buena presa para presumir de sus dones y de su gloria… Pero el enredo de la cosa está en que siempre hay muchos cazadores furtivos, y perros con mejor suerte y hocico…
  5. Los poetas, todos, siempre escribimos lo mismo, dicen los que saben. Lo mismo según las estadísticas, en un porcentaje arrollador, dicen los que se dedican a diseccionar la presa y la sorpresa, esa cosa tan delicada que es la infancia. El poema nace cuando nos volvemos a encontrar con la infancia —dicen—. Cuando regresamos a ella como si nunca la hubiésemos perdido. Así que todo lo que el poeta sueña y desea y sufre es la búsqueda de la infancia. Fuente de toda poesía. Pero la cosa es que la infancia carece de memoria ya que no sufre las averías del tiempo, sus cloacas. Así que la infancia, a la que dicen que regresamos es pura invención, una excusa, la mejor de las mentiras: el poema
  6. En el tan recurrido regreso a la infancia, para poder encontrar, o reencontrarse con la poesía, el poema no es más que una forma de mitificar el acto creador. La infancia pasaría a reemplazar la inspiración, las musas, epifanías, iluminaciones, revelaciones, regalo de los dioses… todas esa cosas ya tan usadas y podridas. A no ser que hablemos de la infancia como perversión, mascarada, agujero, hueco donde el tiempo se pudre. Caja de resonancia de los placeres prohibidos, secretos y metederos donde todo se inunda y se derrama…
  7. Y algunos de los mejores en este asunto de la escritura, afirman que el poeta no es más que el lápiz del universo, o la tecla o el click. Pobre destino. Dicen que a pesar de su yo hiperinflamado y catatónico, este no participa del acto creador, carece de voluntad, libertad, cartas en el asunto, y que solo es la piedra del sacrificio… un simple mortero donde el universo machaca y hace de las suyas con el pobre diablo. Solo un accidente innecesario, un simple obstáculo en el camino, que no puede evitar lo que le pase ni tampoco es capaz de cerrar ninguna puerta. Tan solo un instrumento, y tantas veces sin punta, romo, desgastado… y si así no fuera —repiten— los mejores entre los mismos, el fracaso sería exponencial, de proporciones geométricas… de película de horror…
  8. Y cuando sientes el presentimiento, la corazonada —quizás sería mejor decir la punzada— de que algo puedes escribir, qué pedazos de sensaciones, imágenes rotas flotan como flotan los animales ya casi muertos arrastrados por la fuerza de las aguas… y te afinas el hocico, y te lames y te sacudes tanto como puedes, entonces de repente te das cuenta que estás en la ducha cantando el mismo estribillo de siempre… ese verso sublime que ha englobado y eternizado a tantos poetas nacionales por los siglos de los siglos, amén…
  9. En poesía siempre se trata de esperar algo… algo así como el reverso o el inverso del proverbio: el que tanto busca nunca encuentra. Pero nadie sabe el momento oportuno, el que finalmente nos muestra lo inesperado, lo que no buscamos, o simulamos que no buscamos, lo estrictamente accidental, lo que no vemos por estar demasiado cerca o demasiado lejos de lo que queremos… La cosa entonces está en no querer lo que queremos, simulando como los niños que no lo queremos para que nos salga a la perfección nuestro truco de magia: lo que queremos. Más simple: cuando quiero que llueva digo y me convenzo de que no quiero que llueva; y cuando no quiero que llueva entonces quiero que llueva a cántaros. Pero esperar es igualmente el peor enemigo de la escritura poética. Podemos quedarnos esperando para siempre, soñando con el naufragio ideal, para siempre, el momento preciso, el que nos corresponde, la palabra justa y a nuestra medida y eso nos llevaría a aumentar nuestra falta de fertilidad que por naturaleza nos corresponde… por eso lo mejor es meter las manos y la cabeza y todo el cuerpo, y desfondarnos y ponerle punto final a la espera, aunque el pan se nos queme en la puerta del horno
  10. La mayoría de los poetas no corrige, porque tenemos miedo de que al final de la jornada terminemos corrigiéndolo todo y entonces hemos echado el día a perder… tanto esfuerzo, tanto deseo, tanta ansiedad, tantos intentos malogrados… o, ¿acaso no se acuerdan de esos niños que durante toda la clase no hacen más que hacer dibujos, aunque no sepan dibujar? Garrapiños, garabatos, círculos, líneas diversas y conversas, universos hechos de tachones y borrones y como brochazos de sangre… y de tanto en tanto poemas que circulan debajo de los pupitres buscando un amor que se les desangra entre tanta sabiduría…
  11. Siempre que tengo lo que necesito para escribir lo que tanto quiero, nunca encuentro un lápiz a tiempo, o un pedazo de papel, y al celular se le ha acabado la batería, y me avergüenza rayar las paredes, aunque es lo que quiero… o estoy ya demasiado cansado y atosigado para buscar dónde y cómo dejar al menos una pista… y eso que tengo la manía de dejar lápiz y papel por todas partes, incluso en los lugares menos acostumbrados. Así que me acuesto repitiendo hasta dormirme lo poco que necesito… lo que estaba hecho para mí, a mi medida, a la medida de mis fantasmas. Y cuando me despierto, nada recuerdo. Simplemente que repetí lo suficiente lo que necesitaba antes de dormirme… que lo había memorizado, apresado, marcado con mi sello de identidad… pero ni asociaciones obligadas ni inesperadas me ayudan a recordar lo que sé que sé… y en el fondo, algo me dice que no lo hice y que solo lo imaginé…
  12. Tengo un conocido poeta que cuando puede y cada vez más, y demás, anda diciéndole a todo el mundo que los poetas no deberían de escribir más que un libro, o publicar con el tiempo una antología de todo su trabajo, aunque no hayan publicado ningún libro. Además, siempre que se dan estos encuentros, no deja de poner en la balanza algunos de los textos de sus víctimas, que ante lo molesto de los hechos solo saben guardar silencio. Y asevera, que la razón detrás de tal juicio, inapelable, certero, tan original —según él—, es que un solo libro sería suficiente ya que estamos condenados a escribir siempre el mismo poema de diferentes formas… no es difícil darse cuenta, que, para él, si otros escriben libros, es como si cada libro que otros escriben, fuera un libro que él deja, o ha dejado de escribir… cuando lo conocí, tuve la impresión de que lo que repite sin cesar, y de tantas formas, que ni él mismo ya se da cuenta de lo que dice, es que solo él debería escribir libros de poemas…

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*Créditos: alexrosal.com

  1. Por qué todo lo que escribes tiene que llevar tu firma, tu sello, tus instrucciones bien delineadas y repasadas y determinadas… el placer radica en dejar que los demás lean tus obsesiones y lo disfruten sin pensar que es tuyo, ni de nadie… Una verdad innecesaria: de los poemas que he leído y disfrutado e incluso memorizado y «deificado», no conozco el autor, ni me importa; después de leerlos, si me mueven mis fantasmas y mis sueños, son míos… leerlos me da ese privilegio… sentirlos como me venga en gana me convierte en su caja de resonancias y de ecos que se quedan… Te pueden excluir, los poetas consagrados, para llenarse la boca de gloria, a costa de su unicidad, su sabiduría exclusiva, como pasa con cualquier otro producto en el mercado. Y te pueden excluir para untarse la boca de gloria, a costa de que no participaste cuando lo debías —dicen—, aunque ya te habían excluido… es por lo mismo que toda obra poética debería ser anónima, aunque el yo no logre esconderse ni camuflarse de ninguna forma en el entramado de las palabras… Siempre quedan residuos, despojos, algo podrido, altares y monumentos… El yo siempre termina saliéndose con la suya, sus estatuas, su nombre bien legible en el pórtico de las arquitecturas, su signo de identidad, su aura y su olor a urea…
  2. Que no pasa al teléfono, ni contesta mensajes y que ni siquiera atiende a la puerta, murmuran bien por debajo los que lo conocen y lo admiran y lo aman… que no puede, que no debe, porque finalmente está preñado, y todo el tiempo lo necesita para escribir su obra maestra, su poema ideal: el poema. Que, para escribir, dicen, que él dice, que es necesario estar preñado, como una mujer, o cualquier otro mamífero… y que la obra es el nacimiento de esa criatura infame, perversa: comparación simplista y absurda por obvia y tonta. Si lo que menos quiere el hombre es ser mujer, aunque muchos ya lo sean, y menos estar preñado, quizás por cobardía… el solo hecho de pensarlo lo mataría. La obra —dicen— los que lo aman —que él dice—, siempre es una mujer; una mujer que no puede ser al mismo tiempo sustancia y creadora, simplemente una mujer, una visión, un símbolo: la virilidad, ante todo, el poder de la voluntad, ante todo, lo que nos viene de lo alto, ante todo —pregonan—: tontería aun mayor, por simplista y más tonta aún. Podríamos afirmar desde esta perspectiva de conocimiento (la obra siempre es una mujer, pero la escribe un hombre), que al final de cuentas solo se trata de ser mujer para escribir la obra maestra, y no importa el tiempo que necesitemos. La obra entonces sería la expresión de lo que negamos y que somos, pero que no queremos ser, ni aceptar: todo creador es una mujer…
  3. Hace poco tiempo tuve la oportunidad de conocer a un poeta que todos conocen. Lo que más le gusta, me dijeron —y se le notaba a leguas por la forma en que me habló—, es leer sus poemas en público. Y dicen que lo hace de tal forma y tan bien, que cada vez lo invitan más a leerlos y que cada vez lo hace mejor, y que ha alcanzado la gloria de poeta nacional, que se ha apropiado de esa silla como un heredero legítimo de su trono, y que su voz resuena con fuerza donde menos se espera, y que ha sobrepasado fronteras, y que incluso —me dijo otro de sus seguidores incondicionales—, ya es una marca internacional… y que tiene el privilegio, como casi nadie lo tiene, de vivir de sus poemas, de sus lecturas, a las que últimamente acompaña con luces resplandecientes y fuentes de humo y fuegos artificiales y aplausos y risas y risotadas en coro, incorporados de fondo… Y también me dijeron —y esto es lo más importante que me dijeron—, que siempre termina el espectáculo leyendo el mismo poema… un poema largo y donde siempre alarga las pausas y los silencios como si quisiera darse un respiro para observar a sus seguidores… y que sus seguidores se lo piden siempre cuando ya ha terminado. Y que ya todos se lo saben de memoria y que a veces le hacen coro y armonizan… y que, si no lo hacen, o lo olvidan, presas de la emoción y de las luces y el humo, o se toman demasiado tiempo para pedírselo, el mismo se lo recuerda y ellos entonces al unísono se lo piden, de la misma forma que la amada le pide al amado que le diga que la ama. Un poema con nombre de mujer; mujer de espectáculo; un nombre hecho para la gloria, para el porvenir, para convertirse en arquetipo de la eternidad y del asombro. Y lo lee de tal forma una vez se lo piden, que sus fanáticos gritan y lloran y se besan entre ellos, y los hombres se quitan su ropa interior y se la tiran, y también las mujeres calzones y sostenes le tiran, y él lee y termina y vuelve a leer como si nunca acabara, ni empezara. Es como si hubiese leído el poema ideal, el poema perfecto, el poema síntesis, el poema en sí y para sí, el poema por excelencia: el poema. Y yo que, mi primera vez en sus pupilas (no sé por qué no dejaba de mirarme) en medio de los aplausos y la algarabía y tantos gritos y sollozos, no alcanzo a escuchar ni una sola palabra, ni mierda…
  4. Los poetas para todo, y más aún cuando se trata de hablar de poesía siempre tenemos las palabras adecuadas, exactas, necesarias, y nos creemos lo que decimos y siempre lo repetimos, sin asomo de duda. Y nos molesta sobre manera que alguien más las tenga, o que use las palabras que nosotros pensamos que son las adecuadas y que solo a nosotros nos pertenecen, por el solo hecho de ser poetas, o mejor sería decir, por tener el privilegio de escribir poemas. Y entonces en toda conversación, cuando no es que nos apropiamos de todo hasta el final, esperamos hasta el último momento, sufrimos y nos mordemos hasta el último momento, nos contenemos, aunque nos ahoguemos y nos consumamos por dentro hasta el último momento, nos dilatamos como una materia viscosa y pegachenta hasta el último momento, y entonces sí hacemos nuestra entrada como el dictador, que se dilata, espera, crea expectativa, alarga un poco más su ausencia, para que cuando entre el impacto sea mayor, mortífero, indeterminado y que resuene como una explosión de gloria, una explosión divina, eterna… solo que hemos esperado tanto y repasado mentalmente tanto y de tantas maneras lo que queremos decir, las palabras adecuadas, necesarias, las nuestras… que cuando las decimos, solo balbuceamos y decimos tonterías, aunque cada palabra nos sepa a gloria como al dictador…
  5. Siempre he tenido miedo, casi horror, a los poetas que saben, o dicen, o pretenden que saben mucho y casi todo de poesía. Con unas pocas excepciones, los poetas y casi siempre los mejores, saben poco de poesía y muchos, nada… parece absurdo afirmarlo, pero creador y el producto del acto creador son dos cosas distintas, contradictorias, a pesar de sus múltiples relaciones y puentes. Quizás si lo supieran, no necesitarían seguir escribiendo, puesto que no vale la pena reincidir sobre lo que ya se tiene, ni insistir en definir y materializar el objeto de un deseo que ya se ha logrado en su totalidad, que ya se posee como objeto, como fin, que es más que suficiente. Si supiéramos qué es la poesía, entonces sería fácil comprar empacada con marcas determinadas, bolsas y latas de poesía como cualquier producto en el mercado. Por fortuna, no lo sabemos a pesar de la proliferación de tantas poéticas. Quizás lo más afín a la poesía sea el amor: la mayor y más deliciosa contradicción de todas las contradicciones…
  6. Si aceptamos eso: de que la poesía está en lo que no decimos, o dejamos de decir, o no podemos, o no alcanzamos a decir… entonces también tendríamos que aceptar que la poesía no es más que la marca, o el síntoma de la ansiedad y de la imperfección y, también, del desconocimiento, la nada por excelencia; ya que lo que se queda sin decir es cosa del lector, que cuando lee tendría que crear o escribir su propio poema, lo que aparentemente se quedó en veremos y que tal vez sea el corazón del poema. Y aún más, dicen: que el poema es lo que se nos queda sin decir entre líneas, o que tenemos que leer entre líneas; casi lo mismo pero diferente de lo anterior, ya que lo primero no está presente en el texto, y lo segundo sí, de alguna forma, pero hay que descubrirlo. La dificultad que se presenta en esta ecuación de doble filo es que el lector está acostumbrado a leer lo que el poema dice y no lo que quiere decir, o le sugiere. Llamémoslo pragmatismo o sentido de la realidad… y las nuevas generaciones tienden a este: ¿qué quiere decir? más, aún. Estas dos premisas serían algo así como el encuentro con el lenguaje de la ausencia… de una pérdida, de una incapacidad; y entonces de igual manera, tendríamos que aceptar que el poema, si es un poema, siempre dice una cosa diferente de lo que quiere decir; y que el lenguaje que lo materializa es una trampa, una forma de darle identidad, presencia, forma y materia, a la mentira, nuestras mentiras más queridas, sentidas, soñadas, ignoradas… que es lo mismo que decir ambivalencia, ambigüedad, perspectiva, o multiplicidad o connotación o plurisignificación… o lo que se nos venga en gana… Valery solía decir que «un poema acabado es un poema malogrado». ¿Pero acaso, no terminaríamos en el manicomio si no termináramos de alguna forma?…
  7. La verdad no me atrevería a afirmar que hay poemas eternos o para siempre. Eso sería lo mismo que decir que la poesía es sustancia, esencia, trascendencia, verdades a priori, entidades en sí y para sí y facultades permanentes y mecánicas que ejercen, incluso en su ausencia, como valores absolutos… pero sí me atrevo a afirmar que la poesía es todo lo contrario de esto y por extensión su negación: silencio, vacío, sólo grietas y heridas en el tiempo. Tampoco me atrevería a hacer una antología de los mejores poemas escritos, poemas eternos, para siempre, ni por temas, ni estilos, ni épocas, ni generaciones, como tantos han hecho… antologías-libros-de-cabecera, o para leer en los ascensores, o aeropuertos, o antes de hacer el amor… Más bien me atrevería a decir que cada lector de tal o cual poema, le abre una grieta de continuidad al texto en el tiempo, lo eterniza, solo en el instante en que lo hace suyo y lo siente y lo vive y se lo incorpora, aunque después de leerlo y disfrutarlo y sentirlo no lo memorice ni lo recuerde… Decir que el poema es eterno, es lo mismo que decir que un poema es el síntoma de la perfección, el objeto perfecto, inmutable: la parálisis, un texto de Platón… y entonces cada lector, siempre, lee el mismo poema, siente el mismo poema, como si siempre cada lector fuera el mismo lector… lo cual es en verdad una tontería, la mejor de las tonterías, la tontería como perfección…

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*Créditos: laopiniondemurcia.es

  1. Y sueño cada vez más como si poco a poco fuera aprendiendo a soñar… y las palabras se me vienen encima como una tormenta de bestias acosadas por el horror de correr, solo correr, como los que corren al lado de otros que también corren y se suman y aumenta el delirio, la caída que no llega, el precipicio que solo está ahí una vez hemos dejado de soñar… correr, es el único verbo y sin que nada ni nadie lo sepa. Montones de palabras encadenadas, que estallan en el silencio, sin decir nada, como explosiones de intimidad, como gritos que esperan una boca, espasmos que esperan un placer que no es el suyo, ni de nadie. Palabras que le encienden llamaradas a la noche que se contrae y se hace hueco, grieta por donde los sueños siguen como bestias, como el silencio, su carrera sin par… y me las digo una a una como si decirlas fuera lo mismo que meterlas todas en un saco y aplastarlas con la punta del limpión en el vidrio de la ventana como insectos, y solo por el placer de verlas sangrar… y cierro el saco y lo amarro y me lo echo al hombro, lo hago mío como mi intimidad, manos como mi intimidad, suspiros como mi intimidad, pero el saco también explota y se quema como el miedo que sigue corriendo hecho un asco y rezagado detrás de las bestias y del silencio… y una a una las memorizo, las coloco como un fragmento perdido —y de repente encontrado— en el lugar que les corresponde… las memorizo todas ya juntas, me las cuento todas ya juntas, me la repito, me las grito, monto guardia y solo dejo que sean mías, como mi intimidad… y entonces el sueño y las bestias y el silencio, todo se queda quieto, de repente, mudo, vacío, ausente, epifánico… y creo que estoy despierto y me toco y me hago daño y nada recuerdo…
  2. (¡Maldición!). Por qué este miedo de escribir que siempre tengo y si empiezo a escribir todo se apaga, se abisma y se transmuta: solo fantasmas… Si escribir no es lo mío, si escribir es mi nada y si lo afirmo y me lo digo y lo escribo, como un niño inquieto escribe la misma oración 1000 veces como castigo. ¿Por qué mierdas, entonces, el miedo no acaba?… El miedo solo aumenta, se hace horror, se hincha, se mete por todas partes como se mete un pedo, una mano embrujada… se me sube a la cama, se pudre en las paredes y florece y sangra entre las sábanas y me mira y se mira con mi propia mirada, me arrastra, me consume, de pie sobre el abismo, me amenaza, me llama, me hace trampa, se esconde y reaparece entre llamas como un niño indefenso, que se mea en la cama, esperando entre dientes que aparezca su mama, que naufrague la noche y que una tabla flote donde flota mañana… y me hago el que no he sido, como el que nunca ha estado… y hago cuanto quiero para olvidar que escribo y borro cuanto encuentro, el miedo, lo primero, lo rompo y lo hago trizas, lo escondo, hago agujeros, y compro cuanto puedo y cocino y me ahíto, vomito, me relamo, me digiero… y me largo en silencio, me hago un cero, como se larga y traga un perro callejero, la cola entre las manos, sin destino, sin peros… Y el miedo sigue atento, jugando lo que quiero, le gusta lo que juego, le gusta lo que niego: un lápiz en la mano y un poema en veremos…
  3. Y escribo y cuando acabo, cuando todo se consume, se hace herida, me quedo en el vacío, como si fuera un cero, esta mueca tan mía, este gesto embustero, un sabor que no sabe, un olor que no huele y una cosa podrida y el silencio que apesta en el pozo del miedo, como apesta el dolor, como apestan los muertos que se quedan en vida…
  4. Y escribo y siempre hay otro que me mira y me observa, cada vez más de cerca, cada vez más perverso, un ojo en una grieta, un ojo en el asombro, un ojo que se pudre donde el silencio otorga, y se traga su risa y retarda su mueca y todo me lo dice y todo me lo niega, tan cerca que lo siento quemarse en mi quimera, y el olor de su boca es dentro y es afuera y borra con su aliento lo poco que me queda…
  5. Y escribo como el viento, como escribe el lamento, como escribe el que ama a quien ya tiene amor, como escribe el sonámbulo que vuelve y nada tiene, como el que espera y sabe que la noche es ajena, como una mariposa perdida y que se quema, como escribe un insecto que se ahoga en la flor… Y escribo y dejo todo tirado donde sea y olvido lo que escribo, también cuál fue el dolor… y todo lo que queda son grietas que se pudren como se pudre el tiempo cuando no queda amor…
  6. Y cuando tienes el presentimiento, la corazonada —quizás mejor sería decir la punzada— de que algo puedes escribir, que pedazos de sensaciones flotan en tu agonía, como flotan los animales —ya casi muertos— arrastrados por la fuerza de las aguas, te afinas un poco, te sacudes, sacas pecho tanto como puedes y simulas que eres otro, pretendes que no estás en el lugar de la creciente, te transparentas todo lo que puedes, te abismas, te consumes y así como quien se ha escondido, solo el tiempo necesario —para que la sorpresa del golpe definitivo sea más efectivo y contundente—, agarras el lápiz y no tiene punta, y vas al teclado y recuerdas que nunca aprendiste a escribir con todos los dedos y activas el dispositivo de tu celular para grabar, pero no te gusta tu voz y sabes que no puedes esperar, que el tiempo apremia y agarras el cuchillo y, como un niño, le sacas punta al lápiz, no lo has olvidado, y empiezas a escribir y no has terminado aun la primera frase y se le quiebra la punta al lápiz… y, entonces, esta vez, como tantas otras, lo dejas todo, agarras una tabla que flota en el desmadre y te subes al segundo piso, donde nadie te vea, ni siquiera tú mismo, y te duermes, y como siempre, te haces el pendejo, el payaso, te olvidas del asunto, aunque te queda un sabor amargo en la boca… un olor a podrido en tu intimidad…
  7. No hay nada más peligroso cuando se escribe, que sentir que uno está contento con lo que escribe… que uno logró lo que se proponía, que encontró finalmente el punto perfecto, el ideal, el fin por tanto tiempo deseado, manoseado, desesperado. Que llegó el momento de sentarse a comer con la familia y después todos en la terraza a disfrutar un café recién hecho, fresco… y después una buena copa de vino, o un güisqui de la mejor calidad… Y después el silencio que se queda en ascuas después del trabajo tan bien realizado. Toda esa felicidad y todo lo que la alimenta y la acompaña son solo un espejismo, como es un espejismo toda escritura. Y si quieres que esa felicidad no se diluya, como se diluye un espanto, o un amor aún no conocido, lo mejor es olvidarse del texto, no leerlo nuevamente y perderlo, refundirlo, tirarlo… o simplemente leerlo y que empiece otra vez el delito, la carnicería, las quemaduras inevitables… y los borrones y tachones y adiciones… y el miedo inevitable de que no quede nada, o que lo que se queda no es, y que lo que se va —si era…— y quizás, entonces, te quedes con un fragmento, o aprendas a escribir haikus. Leer nuestros propios escritos es la forma mas perfecta del miedo y la mejor medicina para despertar nuestra angustia…
  8. Todo el tiempo escribiendo y desechando y tachando y borrando y olvidando… tantos garabatos y trazos en las paredes del delirio y del deseo y de la nada… tantas cuevas cubiertas y recubiertas de dibujos y líneas que jamás se encuentran, sin ningún punto que las junte y las ahogue, las encame, sin la presa que muere antes de que le parta el corazón la flecha… Líneas que son solo gritos, espantos, lamentos… trazos inesperados, corrientes efímeras sin río y sin orillas y un puerto ya perdido en el silencio… Tanto tiempo escribiendo y el miedo y el espanto cada vez más cerca, más míos, casi arañándome, metiéndome los dedos a la boca, burlándose de mí, como solo sabe burlarse una criatura malograda, malcriada, perversa… Tanto tiempo escribiendo y la felicidad tan deseada cada vez más delgada, flaca, ensangrentada, sifilizada, podrida como la belleza… y solo aparece de tanto en tanto un dibujo en la cueva de la nada, un trazo en las paredes del silencio, un garabato en el delirio, un desmadre de voces que se acaban, un delito, una condena… y todo cada vez más lejos, distante, casi nada, solo una sombra difusa, el splash de la noche que era nada… y entonces, de repente, apareces tú mientras escribo, y termino lo que escribo, como si así hubiese sido escrito mi destino… apareces tú en el momento exacto en que termino y me miras, y me dices que me amas, y leo lo que escribo… y me miras y continúo leyendo hasta terminar lo que escribo o ya estaba escrito… y me miras, y me gusta lo que he escrito, me río de lo que escribo —quizás la primera vez—, quizás, solamente porque me has mirado como solo mira una perra en celo…

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* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

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