Anemoscopio Cronopio

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LAS ÓRDENES RELIGIOSAS MILITARES EN EL MARCO DE CASTILLA Y SU CULTURA

Por John Jaime Estrada González*

Si queremos establecer una relación entre la literatura medieval castellana y la caballería, es preciso asumir el derrotero histórico y de manera muy somera, hacer ese recorrido. Los vasos comunicantes entre aquella actividad de hombres armados y el encuadre en el mundo de la caballería cristiana nos permitirán visualizar, grosso modo, lo que fue el trasiego por el Medioevo de ambas actuaciones sociales de carácter armado con motivaciones diversas.

Situémonos en el año 1009, cuando el califa chiíta, Al-Hakim destruyó el templo del Santo Sepulcro y la consecuente desazón y llanto que pudieron mostrar los devotos del lugar; no pudieron hacer más. En sentido adverso, los reinos cristianos lo vivieron como un oprobio. ¿Actuó el califa sólo para enfatizar la territorialización de su religión? Algunos lo afirman; otros han planteado que fue una táctica para provocar a Bizancio con el único propósito de urdir y encauzar acciones bélicas. Cualquiera fueran sus razones, abrió una herida en los reinos cristianos del orbe conocido, y desde entonces aquellos lugares no volverían a quedar sin custodia. Muchos años después, otro califa, pero fatimí, de Egipto, aliado de Bizancio, Al-Mustansir (1036-1093) les permitió a los cristianos la reconstrucción de la iglesia del Santo Sepulcro, pero se anejó el derecho de vigilar y controlar el templo y sus contornos. Bajo tales provisiones permitió el culto cristiano sin reparos.

Tenemos que la importancia dada al Santo Sepulcro y sus alcances en la sociedad europea, requieren de nosotros una detallada investigación que algún día habremos de abordar. Puesto que, dada su naturaleza, el Santo Sepulcro no podrá verse aislado del resto de la historia del cristianismo medieval. Además, como todos sabemos, el lugar de la crucifixión de Jesús en el calvario tuvo lugar a unos cuantos metros del sepulcro. Siglos después de ello, se ha creído que los restos de la cruz fueron encontrados y sus reliquias esparcidas por el mundo cristiano. Fue así como cruz y sepulcro se unificaron y la veneración de ambos se constituyó en patrimonio de los cristianos.

No es necesario recontar toda la historia para establecer que el Santo Sepulcro llegó a ser el objeto querido de varias cruzadas. En verdad, dentro de esa topografía, Palestina y Egipto fueron los lugares en los cuales originalmente el monacato encontró su asidero, evidentemente motivado por la contigüidad a los santos lugares. Podría parecer muy simple, pero la influencia que aquellos monjes ejercieron en la vida consagrada de los siglos posteriores del llamado Occidente fue definitiva.

No sorprende, por tanto, que en la Edad Media la cartografía hubiera señalado al Santo Sepulcro como el centro de La Tierra, el punto para cualquier orientación. Salvaguardamos las creencias de la gente antes que cuestionar la autenticidad de las reliquias, terreno único en el que han caído la mayoría de los estudios contemporáneos de estos temas.

Al juzgar por el creciente número de publicaciones y novelas de tema medieval en los últimos 30 años; podemos también verificar en el terreno académico la quintuplicación de monografías y producciones en torno a las cruzadas y su relación con la literatura medieval. La otra escala de este movimiento son dos vacíos: pocos estudios sobre la veneración de la cruz y la forma del crucifijo; de igual manera, sobre la peregrinación a Jerusalén. La paradoja de esto la constituyen las abundantes expresiones artísticas, escultóricas y arquitectónicas que han representado al sepulcro vacío. Este último se ha diseminado desde las construcciones cultuales del oeste europeo llegando a la arquitectura cultual cristiana en todo el orbe.

En las primeras líneas veíamos que también Jerusalén era de interés para los califas. Así las cosas, el terreno religioso santo para cristianos y musulmanes, no se veía nada seguro con el paso de las hegemonías políticas; y si tomamos en cuenta las luchas intestinas entre los seguidores de Mahoma, lo que venía ocurriendo en aquel espacio geográfico desde finales del primer milenio, no era nada halagüeño para cualquiera de las religiones asociadas a esa geografía.

La fe musulmana manifiesta respeto y reconocimiento a Jesús, María, los apóstoles, los patriarcas y profetas del judaísmo. Aun así, la posesión de aquellos lugares se constituyó en el esfuerzo militar de la Umma para islamizar el orbe. En tales circunstancias, pese a ser un lugar de riesgo para los cristianos, la peregrinación a los lugares sagrados, posteriormente llamados Tierra Santa, fue incesante y creció, aunque en algunos momentos tuvieran las alternativas del Camino de Santiago y Roma en última opción.

Con frecuencia, los estudiosos de estos temas se sitúan en perspectivas bifrontes: algunos sólo ven la escena espiritual (¡tan obvia!) del asunto; otros acometen el estudio sólo en términos de poder, haciendo caso omiso de cualquier visión religiosa. Si las analizamos con detenimiento, ambas visiones son problemáticas, por su propio sesgo, incompletas. Es verdad que el perfil total de aquella historia tal vez no lo consigamos y es por ello que en las publicaciones se ha escapado mucha contingencia y los hechos aleatorios algunas veces se maximizan o por ese mismo carácter se ignoran.

De tal manera que vertidos sobre aquella realidad material (no materialista) podemos colegir que quienes peregrinaban no eran los más pobres. Se trataba de creyentes con los medios económicos para costearse un periplo que tomaba meses. Escuetamente, llevaban bienes y también limosnas en metálico para ofrecer a los monjes que mantenían el culto en aquellos lugares sagrados. Salta a la vista la pregunta: ¿quién cuidaba a los peregrinos? Nos precipitamos a pensar en su vida y sus bienes, pero tengamos también en cuenta su hospedaje, alimentación, salud, higiene y avituallamiento diario una vez allí. Es entonces cuando surge la base material del peregrinaje, aunque podemos dar por supuesta su motivación espiritual. Aquí establecemos el punto sobre el cual volcaremos nuestras reflexiones.

Para muchos lectores de estos temas resulta molesto hacer alusión a la realidad cotidiana del peregrino. Pero necesitamos matizarla para ganar acceso histórico a lo que en la Edad Media constituyó la devoción al peregrinaje a Tierra Santa. No se trata de desvirtuar para nada su cariz espiritual y religioso. Si asumimos la materialidad de aquel acontecimiento, conseguimos el largo corredor que sirvió de estímulo y escenario para dar la razón de ser de la caballería religiosa, expresada en sus órdenes primigenias, tal cual fueron la de San Juan de Jerusalén, el Santo Sepulcro, los hospitalarios y la posterior orden de caballería cenital por su alcance mayor: El Temple.

Situados en la universalidad cristiana, estas órdenes no estaban sujetas a un rey en particular, aunque fueron apoyados por el rey de Jerusalén, Balduino I. Sin embargo, dependían directamente de Roma. Esta es la razón por la cual El Temple llegó a tener el cubrimiento geográfico de tal alcance que es posible cotejar en sus capítulos y acciones a lo largo de los distintos reinos cristianos de Europa. Hoy en día, en cada país se ha producido una pléyade de estudios sobre la caballería que exceden en mucho los publicados en lenguas romances. Debemos afirmar que no vamos a centrarnos en la caballería religiosa en general; usando la imagen del embudo, nos dirigiremos a la península ibérica donde nos centraremos en las órdenes de caballería religiosas más destacadas de aquella región. Las reflexiones anteriores nos han servido para tener un marco histórico que nos permita erradicar la visión de los hechos en compartimentos estancos. Con ello ganamos la perspectiva (aunque sólo sea eso) de aquella actividad político-religiosa en la conflictiva vida social de los reinos cristianos.

En efecto, la existencia de tres órdenes de caballería religiosa en la península ibérica: Calatrava, Santiago y Alcántara, justifican el salto traslaticio que emprendemos. Lo primero es asociarlas a lo que los historiadores han denominado las «órdenes territoriales» o «territorializadas». Comprender y analizar esta variable nos anima porque de esta manera contextualiza las lecturas de literatura medieval castellana y por extensión de las literaturas romances.

Cuando se estudia una orden como El Temple y se va a sus orígenes, estos los hayamos tejidos en leyendas o en el mejor de los casos, en conjeturas carismáticas, esto es, la espontaneidad. Abocados a esa constatación, nos encontramos con la imposibilidad de establecer fechas para el comienzo de sus acciones. Por tanto, de nuevo, y como un hecho común a las instituciones cristianas en su carácter prístino, sus orígenes brotan del carisma individual y en algunos casos, de un grupo de hombres en particular. Este terreno suele ser evitado por los historiadores y por ello optan por el análisis de las instituciones cristianas ya con un grado de desarrollo y funcionamiento, evitando partir de los «altos ideales» y «metas trascendentales» que las inspiraron.

A quien lee en el siglo XXI le debe parecer extraño, y quizá nada edificante, ver hombres consagrados a Dios por sus votos, armados y dispuestos a dar su vida en el combate por la defensa de la fe cristiana, incluso contra otro cristiano considerado hereje. Una vez logramos pasar este primer impacto emocional, podremos acceder a una mayor comprensión de lo que fue la variante religiosa del caballero religioso, consagrado en armas, y con instrucción para el buen manejo de la espada, es decir, hacerla más letal frente al enemigo. Tal cual fue, en gran parte, el quehacer y la devoción de quienes constituyeron las órdenes religiosas militares. De aquella manera, los enemigos de la fe cristiana no tendrían asidero y pagarían con la vida sus convicciones y acciones heréticas.

Atenidos a lo dicho en el párrafo anterior, no resulta fácil concluir que también hubo órdenes de caballería que no fueron religiosas. Aunque todas fueron cristianas, sus integrantes también fueron seglares y su cometido final no era la causa de Dios o de la iglesia en particular. Eran fraternidades laicas nobiliarias de hidalgos, también de segundones desplazados por la primogenitura, quienes hicieron de la caballería armada su «modus vivendi», bien fuera para la guerra, la diversión u obligar la justicia en algunos reinos o ciudades. Es por esto que la actividad más documentada de la caballería se refiere a las justas o torneos que, aunque con propósitos de diversión y entretenimiento, sin embargo, no estuvieron exentas de violencia y muerte. Todo resulta explicable dado que eran contiendas con armas; el accidente y la enemistad encontraban en ellas su acequia. Con esta salvedad, podemos ahora entrar a considerar el desempeño de las tres órdenes religiosas militares en la península ibérica.

Los historiadores mencionan que desde los siglos XII al XVII hubo abundantes fundaciones de caballería cristiana. Muchas de ellas nacieron de la iniciativa real, pero en la mayoría de los casos tuvieron corta duración, se disolvieron y pasaron a integrar las órdenes religiosas militares de Calatrava, Santiago y Alcántara; nacidas del apoyo nobiliario y monástico. Por fortuna, es posible que hoy podamos corroborar esta información en abundantes estudios escritos en español y que son fuente de monografías y tesis doctorales.

Al pensar en los modelos organizacionales de aquellas órdenes religiosas militares, tenemos presente que se apoyaban en los ya existentes. De igual manera, en el orden monástico, un nuevo cenobio recogía las experiencias que los que le precedían. Esto explica que el benedictino, pese a las consecutivas reformas, hubiese actuado siempre como un referente. Para el caso que analizamos, conviene recordar que fue Cluny, desde Francia y las actividades desplegadas por los «monjes negros» (sólo por el color de su hábito) el nuevo estímulo para la reorganización de la vida consagrada. Esto se puede juzgar por el rápido influjo cluniacense en las órdenes religiosas que se reformaron a su estilo. Asimismo, el modelo comunitario agustino también actuaba de modo paradigmático en la reorganización de la vida consagrada.

Es muy importante considerar que la vida religiosa en la Edad Media estuvo siempre renovándose y nunca permaneció estática. Sus ejecutorias eran siempre el resultado lógico de una incesante búsqueda de todo lo que la perfeccionara. El ideal de ser mejores para la gloria de Dios nunca se detuvo y en los momentos de anquilosamiento hubo siempre quien propendiera por vivificar los más altos ideales. Dentro de ese cauce podemos comprender el nacimiento del Císter, la orden que le dio la chispa de la vida al ordo armado de la caballería cristiana. En este momento de la historia hay un modelo díptico de vida religiosa: establecerse en cenobios al estilo agustino o cluniacense, o configurar de estos dos la imagen retórica predicada por San Bernardo y materializar los miles Christi (la milicia cristiana).

En efecto, la predicación bernardina de la segunda cruzada, se propuso, entre otros fines, neutralizar la desdorosa caída de Edessa (1144) para los cristianos que dejó de nuevo los santos lugares en manos de musulmanes. De allí que el límite entre la combatividad espiritual y la armada se desvaneciera y cobraran validez espiritual y racional el buen uso de la espada. A partir del siglo XII el estímulo mayor venía de la bien reputada orden del Temple, claramente una sólida orden militar cristiana. Un ejemplo de su poder modélico fue el ejercido en la transformación de la orden del hospital de San Juan de Jerusalén que de ser asistencialista pasó, al estilo del Temple, a orden religiosa militar.

Considerando algunas reflexiones, ¿cómo balancear la confesionalidad cristiana de una orden religiosa militar con su territorialización? Desde la perspectiva del mensaje universal cristiano, es una aparente contradicción del mensaje paulino. Es por ello que las órdenes militares religiosas territoriales fueron inicialmente objeto de severas controversias en el seno de la organización eclesiástica. Los pormenores de estos debates arribaron a buen puerto cuando finalmente se estableció por legislación canónica, pero con muchas variables, su dependencia exclusiva del papado. Aunque solucionado este primer impase, pronto apareció otra fisura. Esta la podemos verificar en el momento en que los distintos reinos cristianos se empiezan a fragmentar y por lo tanto, a demarcar a través de ordenamientos territoriales. Por lo que podemos saber, esto no estuvo exento de enfrentamientos entre ellos y como si fuera poco, también hubo constantes enfrentamientos armados, prolongados y aguerridos contra sarracenos, musulmanes, eslavos y hasta vikingos. Otro componente de toda esta actividad regionalista y regia fue también el enfrentamiento de los monarcas más poderosos con el papado; esta vez se trataba de dirimir los límites del poder cristiano y el secular.

Si seguimos la historia, los reyes comienzan un extenuante trabajo ideológico, económico y militar para dar firmeza a su «poder nacionalizador» (esta expresión suena anacrónica) y es por esta razón que las órdenes de caballería «territoriales» terminaron siendo «órdenes nacionales» (también otra expresión anacrónica) tal cual fue el caso de España.

Hilvanados históricamente en la península ibérica, es cuando empieza la conformación del califato africano almohade y sus incursiones despiadadas en el sur y posteriormente en el norte de España. Sin lugar a duda, este fue el acicate decisivo para conferirles el carácter fronterizo a las nacientes órdenes militares religiosas españolas. Como sabemos, su empeño fue la defensa de la «frontera cristiana» (siempre cambiante) frente al enemigo musulmán. Se erigieron en salvaguarda de la fe cristiana y por ello del territorio, al alto costo de ofrendar la vida por ello, pues así cumplían con el voto de consagrar su vida por las armas a la defensa de la fe cristiana concentrada en la defensa del territorio.

Para volver al lecho histórico, fue la defensa de la población de Calatrava frente a «paganis enemicis crucis Christi» la que dio curso a la aprobación de la orden militar religiosa a través de una bula pontificia. De igual manera, la orden de San Julián del Pereiro-Alcántara, aprobada por el papa Alejandro III en 1176, dio el comienzo a la de Alcántara. En otra dirección, la orden de Santiago fue un caso diferente desde su nacimiento en Cáceres (1170) ya que contó para el comienzo con el apoyo del rey del norte, Fernando II; su nombre lo tomó del santo patrón, Santiago matamoros. Aunque inicialmente dependiera de aquella sede, muy pronto su base de operaciones y maestrazgo se situó en el suroeste peninsular. Por la distancia geográfica desde León, el rey no pudo ejercer un control total sobre ella. Finalmente, los caballeros se declararon autónomos, centralizándose en Castilla y elaboraron su regla religiosa en la que declaraban dependencia exclusiva de Roma.

Aquel siglo XII también vio aparecer con frecuencia la formación de cofradías cristianas. Con la distancia histórica, algunas de ellas hasta se han llegado a confundir con las órdenes militares. Pese al paralelismo, la línea que las demarca es muy clara en todos sus pormenores. Al traer a colación aquella característica del siglo XII lo hacemos para mirar en el amplio espectro que las agrupaciones entre iguales adquieren matices diversos, fines particulares a lo largo de todos los reinos de Europa. Bien sea que se tratara de órdenes religiosas o militares religiosos, también de cofradías o fraternidades (muchas de ellas armadas) lo cierto es que todas ellas se fueron desarrollando y creciendo a su manera, generando legislación normativa municipal, estimulando paralelamente la actividad legal y haciendo aportes consuetudinarios a las leyes civiles y eclesiásticas. Los grupos humanos buscaban agruparse y las metas de estas agrupaciones generan un largo inventario de fines.

En otra dirección, sabemos que ante la ferocidad de los almohades, monarcas y nobles no se cruzaron de brazos. Al contrario, se dieron a la tarea de multiplicar las órdenes armadas, fueran o no religiosas. De esa manera podemos constatar que Alfonso II de Aragón fundara la de Alcántara de la Selva en 1174, tal como consta en su crónica: «ad honorem Dei et ad bonum Christianitatis et destructionem Sarracenorum et ad servicium et fidelitatem meam meorumque successorum per saecula cuncta amen» [1]. A nadie le resulta difícil colegir que «hubo una posible influencia del brote de caballería secular sacralizada y cuyos propietarios se comprometían a defender las personas y bienes de los monjes, así como de los peregrinos que los visitaban» [2]. Tal cual, resulta evidente, puesto que los monasterios, de manera desigual, también guardaban reliquias que animaban frecuentes y largas peregrinaciones con el propósito de pedir algún favor o el mero acto de venerarlas y de igual manera, recibían de los peregrinos donaciones en metálico.

Resulta más claro comprender que un rey tan reputado por su sabiduría como Alfonso X también emprendiera el trabajo de fundar su propia orden de caballería militar. A su gusto y amaño creó la de Santa María. Para su infortunio, fue el enfrentamiento con su propio hijo el que condujo a la paulatina disolución de la orden y como era de esperarse, a que muchos de sus miembros engrosaran las filas de las ya existentes.

Si saltamos al siglo XIV, también Alfonso XI fundó la orden de Cristo y la supeditó a los propósitos políticos de la monarquía. Tal vez ella «fue la última que, de manera efectiva, fue capaz de alumbrar el occidente medieval». Regresemos a los siglos anteriores y tengamos en cuenta que la organización jerárquica de las órdenes miliares se fundamentaba en el reconocimiento y obediencia de los freires al maestre. Aunque los freires ocuparan posiciones muy diversas (no todos estaban habilitados para el combate de las armas) al igual que cualquier otra institución religiosa, se congregaban en cenáculos. Eran los milites o caballeros. En tal sentido podemos encontrar freires legos; freires clérigos y freires caballeros. Estos últimos eran quienes empuñaban las armas. Como resulta evidente, ellos eran el centro y la razón de ser de las milicias. ¿Quiénes podrían ser ellos? Aunque las condiciones fueron inicialmente muy estrictas, fueron cediendo ante el peso abrumador de los combates y la pérdida de vidas. Tal como consta, para ser admitido en la orden tenía que tratarse de un hombre libre de antecedentes serviles. En segundo lugar, debería ser de origen legítimamente cristiano. Bien avenido con estas condiciones, podía acceder a la imagen eclesial del guerrero consagrado. En su juramento de fidelidad u homenaje comprometía toda su vida.

Es un hecho que al final «siempre vencerá la muerte,» (al decir de Borges), su realidad absoluta terminó imponiéndose; la muerte en combate y la escasez de hombres de tal tesitura complicaron la sobrevivencia de estas órdenes. Parcialmente, esto las hizo sujetas a fricciones; divisiones internas y enfrentamientos hasta con los propios maestres. Tal cual, «en 1480, un capítulo general de la orden de Santiago denuncia la abusiva concesión y hábitos. Puesto que el ingreso a la institución eliminaba su condición de pecheros». Casos similares fueron los vividos en las distintas órdenes hacia el tal fin de la Edad Media.

Hay quienes acometen la investigación desde la consideración de las familias de sus miembros. Es normal que la mayoría de ellas estuvieran también vinculadas de manera directa e indirecta con el sostenimiento de las órdenes. De verdad, sin un jugoso aporte de ellas, les habría sido muy difícil subsistir. Las familias influían a través de los capítulos generales que en el marco legal corporativo era la autoridad máxima, pese al carácter monárquico, del maestre, si queremos llamarlo así. Sin embargo, las familias nobles también necesitaban de sus caballeros para enfrentar a otras también nobles. Este enfrentamiento entre noblezas marca los pormenores de las monarquías españolas desde casi sus orígenes. Las obras literarias de la Edad Media reinstauraban constantemente estos conflictos hasta más allá del siglo XVI.

Cuando los historiadores acometen el estudio del final de estas órdenes, suelen elaborar un sinfín de conjeturas. Estas van desde situarse en el plano personal, es decir, los conflictos entre sus miembros contra el maestre y la injerencia exagerada de los monarcas castellanos y sus favoritos por el control de su poder. No dudamos que todas ellas tuvieron algo ver; incluso, como lo hemos dicho, hubo relajamiento en sus costumbres. Hay quien haya estudiado la presencia de monjes casados con sus esposas e hijos en los cenobios. De igual manera, también se ha documentado la existencia de freiras. Pensamos que todo eso tuvo que ver, pero, «no conviene olvidar que las órdenes militares desde su creación fueron esencialmente incompatibles con fórmulas autoritarias o en exceso personalistas a la hora de concebir el poder de sus máximos responsables». Aun así, ya hacia finales del siglo XV, con el poder centralizado y omnímodo, la monarquía castellana las había absorbido casi completamente.

Es de nuestra consideración que el nacimiento del Estado dice mucho más que la cuestión mediática de los maestres, las presiones familiares y regias, incluso que las sublevaciones internas y los famosos levantamientos de carácter oligárquico. Los historiadores han hecho extensas investigaciones acerca del periodo de los Austria. Una de esas vertientes se ha orientado a dilucidar las condiciones por las cuales se creó un ejército profesional dependiente exclusivamente del rey. La eliminación de los fueros privados ya había hecho carrera y ahora el rey tenía el monopolio exclusivo de las armas.

En resumidas cuentas, la autoridad del rey se cimentó al dominar las noblezas eliminándoles privilegios. De esa manera el rey es Estado sobre cualquier organización seglar. Pero aún en aquellos años de sórdidos conflictos en la administración eclesiástica, los reyes actuaron en vez del Papa y nombraron, dispusieron y delinearon el ordenamiento de las parroquias para facilitar la tributación de manera más organizada. En algunos casos actuaron como el Papa, todo esto bien documentado. Es aquí donde se suelen situar los orígenes del Estado moderno, pues ya ni instituciones como La Mesta, que había impuesto sus leyes de pastoreo por decenios, pudo evitar la injerencia ya omnímoda y justiciera del rey; el mejor alcalde ya era el rey.

NOTAS:

[1] De Ayala, M. Carlos. Las órdenes militares hispánicas en la Edad Media. Madrid: Marcial Pons, 2007, p. 167.
[2] O.C., p. 189.

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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura medieval en The Graduate Center (City University of New York , CUNY). Es PhD. en literatura medieval castellana en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Columnista de la revista literaria Revista Cronopio. Miembro honorario del CESCLAM-GSP, Medellín. Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor». Es autor de la tetralogía «De la antigüedad a la Edad Media».

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