Escritor del mes Cronopio

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HACERSE UNA CASA

Por Pedro Adrián Zuluaga*

Antioquia es más que una delimitación geográfica, es un paisaje. (Sé que estoy en Antioquia porque el cuerpo reacciona a un estímulo ambiental, mezcla de tiempo, espacio y memoria). Todo paisaje es construido por quien lo mira: es un encuadre y un hecho cultural. No existe sino como interacción. Es sobre todo una creencia.

Antioquia es una fe compartida y una religión civil, con sus autoridades y feligreses, sus ortodoxias y herejes. Como muchas otras religiones, la antioqueña ha precisado de un centro espiritual desde el cual expandirse y hacia el cual hacer volver a sus fieles, en una peregrinación que renueva y ratifica la pertenencia y el sentido de comunidad. Ese centro es la casa: realidad material y entramado simbólico. Arquetipo que sin embargo no para de transformarse. Para descansar en esa casa, para morir tranquilo en ella, el antioqueño sale a dominar el mundo. A su regreso, lo espera esa casa como trofeo; en ese lugar que permanece aun cambiando, aspira relatar la experiencia de su viaje. (Todo silencio, después de un viaje, es un fracaso, un hueco en el sentido de la experiencia).

A veces la casa es apenas un reposo entre viajes, pues la necesidad de moverse del antioqueño es tan pertinaz como la de establecerse o echar raíces. Entonces la casa se vende y se transa, pero se mantiene como idea. El antioqueño compra y vende casas con compulsión; se obstina en no establecerse en lo establecido como si la casa, en todo caso, no pudiera contenerlo. La casa se lleva consigo: incluso si ya existe, es siempre la nostalgia de la casa, pérdida e ideal inalcanzable.

Lo opuesto a la casa es la intemperie, ese afuera de la naturaleza tan bien evocado en los versos de «Montañas 1», del poeta José Manuel Arango:

Nada en ellas es blando.
No son éstas, por cierto,
las formas de una tierra
llana y amable.
Aquí hay breñas y riscos, no redondas
colinas. Su apariencia
hace saber la roca
de la entraña: osaturas,
declives mondos.
Ya los mismos nombres
con que hablamos de ellas
dicen lo que son: una sierra,
el boquerón, el cerro,
la cuchilla.
Líneas secas,
tajantes.
Y esa luz,
esa reverberación de la luz,
esos desfiladeros desbordantes.

Esa exuberancia cuya forma esencial es la montaña, no siempre amable, ese paisaje dominado por un «gran hueco de cielo» y con una familia que se pone por encima de él para encuadrarlo según su necesidad o su anhelo, fue lo que supo mostrarnos Francisco Antonio Cano en Horizontes. El cuadro, pintado en 1913, se ha convertido en la máxima expresión iconográfica del colonizador, la imagen que resume el impulso histórico que llevó al colono, urgido por mejorar las condiciones materiales de su existencia, a tomar «alegre y ufano la derrota de los pueblos de abajo, del país del oro y de la fortuna», como lo describe Emiro Kastos en su relato «Mi compadre Facundo». Por las tierras al sur y al norte de la frontera delimitada como departamento de Antioquia (ese país del oro y la fortuna, que no siempre tenía lo primero o terminaba en lo segundo) pasó el arrebato colonizador por el cual se fundaron Sonsón (1797), Abejorral y Aguadas (1808), Salamina (1825), Fredonia (1829), Pácora (1832), Neira (1842), Manizales y Concordia (1848), Jericó (1851), Andes y Aranzázu (1853), Támesis (1858), Valparaíso (1860) y Jardín (1864), entre otros pueblos y ciudades regados por el espinazo de Colombia.

La colonización antioqueña siguió —principalmente— ese impulso universal que va del oriente hacia el occidente. «El oriente es la luz, el occidente el fruto. El oriente es la memoria, el occidente el futuro», dijo la escritora Carolina Sanín en una conferencia sobre Viaje a pie, de Fernando González, un libro que es la descripción de un recorrido donde el filósofo de Envigado y su compañero don Benjamín repiten, más o menos, la ruta colonizadora del suroccidente colombiano y la fundación de las poblaciones antioqueñas. Oriente, escribe Fernando González en su libro, «fue, según parece, el lugar en donde se iluminó primero la carne del hombre». Y en Occidente quedarían la promesa del reposo de esa carne, pero también su desasosiego, la tensión que, justamente, se despliega en el Viaje a pie.

Las grandes colonizaciones en la historia de la humanidad han seguido, según Sanín, la dirección del sol, que es también el porvenir: la búsqueda de futuro y bienaventuranza, la conquista del bosque primitivo en procura de hacerlo habitable. Eso fue la aparición de América para los europeos, que se establecieron acá para crear un nuevo mundo, con todo el significado que estas dos palabras entrañan. También siguió esa deriva la colonización del oeste norteamericano. En el caso de las fundaciones antioqueñas, si bien hubo colonizaciones en otras direcciones, el gran derrotero fue la colonización del suroccidente en un movimiento migratorio que partió de los pueblos del oriente (como Sonsón) de la entonces empobrecida región que hoy conocemos como departamento de Antioquia.

El primer modo de subsistencia para esta diáspora fue la guaquería. Luego se fueron asentando, con distintos niveles de organización, la explotación y el comercio de minerales; hasta que, en un proceso de vastas consecuencias para la economía del país, las poblaciones antioqueñas se volvieron esenciales para la extensión de la llamada frontera agrícola, con el café como producto principal. Finalmente se dio el avance de la industrialización y la consecuente consolidación de la fábrica como productora de nuevas experiencias y subjetividades. (El final de la fábrica —esa otra casa— como motor económico ha significado un movimiento tectónico para la identidad antioqueña, un desplazamiento y una pérdida de centro que ha roto de manera crucial la tradición de paternalismo/horizontalismo en la que se basaron los vínculos sociales en buena parte del siglo veinte, o que al menos obligó a reinventarlos de formas inesperadas).

Los colonizadores que avanzaron hacia el sur, entre las cordilleras Central y Occidental, se toparon con picos montañosos altísimos, volcanes nevados y selvas vírgenes; en el encuentro con esa geografía aparecieron otras poblaciones: esta ocupación de la frontera suroccidental obligó al contacto con las huellas de los asentamientos indígenas en los territorios de los pueblos Quimbaya, Pijao y Calima, y con los descendientes de esas culturas, así como con una madeja legal formada por concesiones u otras formas de ocupación y explotación de la tierra heredadas de la Colonia y de los primeros tiempos de la República. Esto produjo despojos, ultrajes y muchas formas de violencia; el contacto con otras poblaciones y con nuevas migraciones y núcleos culturales para los cuales el territorio tenía significados diferentes intensificó los conflictos. El choque entre poblaciones indígenas y afro por un lado, y antioqueños por otro, es uno de los nudos ciegos de la conflictividad social en Colombia; todavía hoy genera violencia, además de ser un trauma irresuelto del pasado.

En La colonización antioqueña en el occidente de Colombia, James Parsons menciona a Comiá como «la primera de muchas concesiones [de tierras] hechas después en Caldas y el Tolima a petición de colonos antioqueños». Esto fue en 1834, cuando ya muchas de las poblaciones antioqueñas se habían establecido. Las concesiones posteriores a esta fecha, según Parsons, «se hicieron directamente a los pobladores, constituidos en sociedades comunes vagamente organizadas, sin la intervención de los gobiernos provinciales». De tal forma que Francisco Antonio Cano, al singularizar a la familia de Horizontes y desatender el conjunto más amplio y el esfuerzo colectivo, ofreció una visión del proceso de la colonización antioqueña potente como símbolo pero históricamente inexacta.

El cuadro de Cano, que hoy se puede ver en el Museo de Antioquia, ha sido capturado para usos grandilocuentes y monumentales. Las élites antioqueñas precisaban aliarse con las corrientes populares e imponer una visión heroica del trabajo y el esfuerzo colonizador justo cuando este ya había declinado, y cuando resultaba útil traerlo de vuelta como nostalgia. Con la llegada del antioqueño Carlos E. Restrepo a la presidencia, en 1910, estas élites habían recuperado la conducción del poder central de la nación. Los antioqueños se sintieron más que nunca predestinados para ejercer un papel rector en los destinos del país, o para recuperar el que ya habían tenido en el siglo diecinueve, que se resintió con el triunfo de la Regeneración de Rafael Núñez. En este contexto, nada más entendible que la romantización de esa familia honrada, blanca, de aspectos muy similares a los que la tradición iconográfica de Occidente nos ha legado sobre la familia de Nazaret.

Sin embargo, toda obra de arte compleja y fecunda admite diversas interpretaciones. Y la de Cano ha sido leída e intervenida por nuevos espectadores y artistas. El caso más conocido es el del artista Carlos Uribe, quien ha realizado tres obras derivadas de la pintura original. En la primera de ellas, Horizontes 1999, interviene digitalmente la obra de Cano e introduce en el idílico paisaje un avión que fumiga cultivos ilícitos, cambiando también la proporción de la familia protagonista frente al paisaje. En una intervención posterior, New Horizons (2010), Uribe, a través de una imagen tomada directamente de un video de Pablo Escobar en la que el capo literalmente señala el horizonte, plantea un cambio rotundo de dirección en el mito del emprendimiento antioqueño, al ubicar —en un gesto harto polémico— a Escobar como el heredero de esa tradición de colonizadores.

* * *

El presente texto es un fragmento del primer capítulo de «Qué es ser antioqueño» (Ediciones B, 2020).

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* Pedro Adrián Zuluaga es Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y Magister en Literatura de la Universidad Javeriana. En 2018 fue reconocido con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría crítica en prensa. Es autor de los libros ¡Acción. Cine en Colombia! (2007), Literatura, enfermedad y poder en Colombia: 1896-1935 (2012), Cine colombiano: cánones y discursos dominantes (Bogotá, Idartes, 2013) y Qué es ser antioqueño (2020), además de múltiples artículos en medios colombianos e internacionales. Fue jefe de programación del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias-FICCI (2014-2018), editor de la revista colombiana especializada en cine Kinetoscopio durante seis años, asesor del Ministerio de Cultura y la Cinemateca Distrital, y curador de cine de Señal Colombia. Actualmente es profesor universitario.

 

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